Mendigos: Una antología. Por Eduardo Ainbinder

Una colección de textos poéticos bajo los efectos de una misma luz: mendigos. La condición mendicante es tal vez para la mirada del poeta una especie de irresolución en la que aparece el otro maldito, con su tesoro hecho de fantásticas ilusiones y turbios deseos. Todo en este pequeño coro de voces diversas.
Textos: Ramón López Velarde – Max Jacob – Charles Reznikoff – Horace Gregory – Silvina Ocampo – Javier Adúriz – Alberto Girri – Manuel J. Castilla.

Caras y caretas Año II, N° 51, 23 de septiembre de 1899

RAMÓN LÓPEZ VELARDE

El mendigo

Soy el mendigo cósmico y mi inopia es la suma
de todos los voraces ayunos pordioseros;
mi alma y mi carne trémulas imploran a la espuma
del mar y al simulacro azul de los luceros.

El cuervo legendario que nutre al cenobita
vuela por mi Tebaida sin dejarme su pan,
otro cuervo transporta una flor inaudita,
otro lleva en el pico a la mujer de Adán,
y sin verme siquiera, los tres cuervos se van.

Prosigue descubriendo mi pupila famélica
más panes y más lindas mujeres y más rosas
en el bando de cuervos que en la jornada célica
sus picos atavía con las cargas preciosas,
y encima de mi sacro apetito no baja
sino un pétalo, un rizo prófugo, una migaja.

Saboreo mi brizna heteróclita, y siente
mi sed la cristalina nostalgia de la fuente,
y la pródiga vida se derrama en el falso
festín y en el suplicio de mi hambre creciente,
como una cornucopia se vuelca en un cadalso.

De Obras, FCE, 1998


MAX JACOB

La mendiga de Nápoles

Cuando yo vivía en Nápoles, había en la puerta de mi palacio una mendiga a la que yo arrojaba monedas, antes de subir al coche. Un día sorprendido de que nunca me diera las gracias, miré a la mendiga; entonces vi que lo que había tomado por una mendiga más bien era un cajón de madera, pintado de verde, que contenía tierra colorada y algunas bananas medio podridas.

De Cuentos breves y extraordinarios, Santiago Rueda Editor, 1968. Traducción de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.


Éxito de la confesión

Sobre el camino que conduce a un campo de carreras había un mendigo parecido a un criado: “Tenga piedad de mí”, decía, “soy vicioso e iré a jugar el dinero que me den ustedes”. Y así, en este estilo, seguía su confesión. El mendigo tenía un gran éxito, y lo merecía.


Más sobre los indigentes no ambulantes

No le quedaba otro remedio a la pobre niña más que mendigar en la calle. Así lo hizo. Fue detenida y le preguntaron si tenía un permiso de mendicidad: ella ignoraba hasta la significación de estas palabras. Señalemos aquí este defecto de la organización de la mendicidad: la profesional está siempre provista de autorización, la otra no. Se dirá que la mendicidad profesional tiene más necesidad de ella, puesto que la otra carece de profesión. El que efectuó la detención de la niña abusó de ella violentamente. Entonces la infortunada se hizo mujer pública. El mismo policía la detuvo otra vez, preguntándole si tenía un permiso de mendicidad prostitucional: mas ella ignoraba hasta el significado de estas palabras. (¿No las ignoraba yo que soy escritor?). El que detuvo a la infortunada no había deseado otra cosa que poseerla por segunda vez, y es lo que hizo. Cuando lo consiguió ya no vio el medio de poder recomenzar a propósito de otro permiso: entonces se casó con la pobre mendiga, a menos que no se hiciera verdulera, pero esto parecía improbable, porque carecía de una carta de mendicidad mercantil.

De El cubilete de dados, Losada, 2006. Traducción de Guillermo de Torre.


CHARLES REZNIKOFF

Mendiga

Cuando yo tenía cuatro años mi madre me llevó al parque.
El sol primaveral calentaba poco. La calle estaba casi desierta.
La bruja de mi libro de cuentos de hadas vino caminando hacia nosotros.
Se detuvo para pescar algunas uvas mohosas junto al cordón de la vereda.

De Otra Iglesia es Imposible (blog). Traducción de Jonio González.


HORACE GREGORY

El mendigo en la playa

No he venido aquí a charlar,
He venido a sentarme; he sido trasplantado
De la esquina de un Primer Banco Nacional
En una calle al viento para echar raíces
En los guijarros, las conchas y la arena;
Es mi sombra y no mi brazo
Lo que extiende sus dedos en un guante vacío
Y que tan fácil sería confundir con una mano.
Mi silencio son
Los gritos que nadie oye de aquellos que nadan
Adonde no va ninguna balsa, donde velas, mástiles y chimeneas
Desaparecen océano arriba en una ola que va
Por el Este, más allá de la tenue línea del horizonte;
Por mi hombro izquierdo hay una nube
Que se condensa en tormenta
Sobre una siesta dominical con la playa llena de gente;
La nube es gemela de mi sombra en la marejada
Que bate aguas áureas hasta hacerlas plomo y plata
A voluntad.
Responde a mi acertijo:
No soy espejismo sino criatura de carne
Nacida de un mar que no tiene
Olas ni playa ni luna ni estrellas:
Ello fue mi desgracia, ¿Acaso tú tienes más
Suerte? ¿Eres para siempre joven, apuesto, con muchas
Amistades? ¿Conoces poco el miedo, no te inquietan las dudas,
Nada te entristece y en la oscuridad conservas la esperanza?
¿Así es como eres? ¿O bien ardes
Como mis venas arden con calor incesante?
Me respondan o no,
Incluso a mediodía el disfraz que llevo
Son el cuerpo y los trapos de Cronos sin piernas
Antes de que Dios recorriera el cielo. Mírame y su sombra
Convierte los días de fiesta en las ramblas: los reduce a kilómetros de botellas rotas y fierros torcidos,
Vistos a través de una ventana gris en medio de la lluvia.
Ríndele homenaje,
La sombra siempre está aquí. Ahora puedes echar
Tu moneda en mi sombrero.

De Poetas Norteamericanos contemporáneos, Ediciones Librería Fausto, 1976. Traducción de E.L. Revol.


SILVINA OCAMPO

Escenas de Palermo

Una mendiga imita con su cara quemada
la cara del busto de Alfonsina Storni.
Esto no impide que se pase la mañana
lavando ropa sin jabón,
con el agua de la fuente.
De las ramas de los arbustos
cuelga cuidadosamente la ropa lavada.
La ropa atada en las ramas,
parece una gigantesca floración.
Por eso la gente exclama,
no muy segura, en tono de pregunta:
“Ahora que hay menos gatos
¿no les parece que Palermo está mejor cuidado?”.
—Es claro que puede ser. Los gatos son muy limpios

De Poesía inédita y dispersa, Emecé, 2001.


Los enemigos de los mendigos

Suntuosos para ella,
con el atado de ropa, el bastón y la barba,
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los maravillosos mendigos
llegaban.
Llegaban hasta la casa en cualquier época del año;
las sirvientas le decían:
«No se le acerque,
ese que viene es un hombre disfrazado de mujer.
Tiene viruela o tendrá lepra.
Está lleno de piojos.
Ni los mosquitos lo pican.»
No le importaba.
Su simpatía era mayor que su temor.
Era cierto que los mosquitos no picaban
a los mendigos.
Aquellos mendigos eran
del color de las hojas secas; no eran de carne,
eran del color de la tierra, no tenían sangre;
el pelo les crecía como mata de pasto
y los ojos estaban en sus caras
como el agua de las fuentes en los jardines;
por eso le gustaban.
Algunos eran ciegos,
con ojos del color de los ópalos
o de las piedras de luna,
otros rengos o mancos dando pasos de baile,
otros marcados de viruela,
otros con la mitad de la cara
comida como estatuas de terracota,
otros ebrios con manchas coloradas.
Cuando se iban, se iba un poco de su alegría,
un poco del canto estridente de los pájaros.
«¿Lepra?» ¿Qué era la lepra?.
Alguien se lo explicó, pero no le dio miedo.
¿Acaso los árboles tenían lepra?.
Los mendigos eran como los árboles.
Durante el verano, trepada a un cedro,
comiendo terrones de azúcar con limón,
los veía llegar
cuando la casa estaba cerrada
y las personas grandes
aún consagradas al rito de la siesta.
Bajaba del árbol y salía corriendo.
Entraba en la casa por la puerta lateral de servicio.
Era ésa la puerta que le gustaba.
Algo gritaba con alegría:
«Llegaron los mendigos, llegaron los mendigos».
Recuerda como una gran dicha haberles servido a algunos,
con la complicidad de un sirviente,
tazas de café con leche y pan
y haberles preguntado:
“¿Le gusta así o con más leche, señor?
¿Otro terrón de azúcar?»
como preguntaba el sirviente de comedor a las visitas; o
«¿Quiere un poquitito más?
¿Otro terroncito?», con mucha deferencia.
¡Cuánto mejores eran que los sirvientes!
¡Que las visitas y que las muñecas!
Un día una de las sirvientas la encontró,
en un momento de descuido,
con una mendiga que le mostraba un pecho
y un muslo con llagas y que le decía
«Vea mis llagas, niñita Jesús».
Tan absorta quedó ante el apelativo cariñoso
y con las llagas que parecían de mármol,
que no advirtió la presencia de la sirvienta.
Esta entregó a la mendiga un paquete
preparado con pan y sobras de las comidas
y agriamente le dijo:
«Váyase, váyase pronto, mujer».
Hacía mucho calor.
Las chicharras cantaban violentamente.
—Podré tomar agua —balbuceó la mendiga
a punto de retirarse.
—En la entrada del portón —dijo la sirvienta—,
en el bebedero de los pájaros,
pero cuidadito con tocar las plantas con esas manos.
¿Acaso la mendiga tenía otras manos?
pensaba. Las chicharras dejaron de cantar.
Luego, comentando las llagas de la mendiga,
la sirvienta dijo a su madre, mirándola,
que debía de ser una ladrona
porque había entrevisto debajo de su falda
un monedero lleno de monedas de oro.
Esa sirvienta,
que siempre guiñaba un ojo al chuparse un diente,
se llamaba Hermitas de Tabaco.
A ella jamás la quiso,
por más que la llamara muñeca o muñequita;
aunque le cantara,
dando vuelta la mano sobre la mesa,
tantas veces como la golpeaba con la otra:
«Este panaderito que está en la esquina,
que está en la esquina,
todo el pan que vende
es de buena harina, es de buena harina», o bien:
«Por ser aplicadita, por ser aplicadita,
me ha dado mamá, me ha dado mamá,
ocho duros en oro, ocho duros en oro,
los quiero gastar, los quiero gastar».
Sus manos parecían rellenas de algodón
y capitonés, como los sillones de la sala.
El anillo de casamiento
le ceñía el dedo anular
haciendo resaltar otro anillo de carne
alrededor del verdadero anillo.

Bajo el sol deslumbrante,
a la hora de la siesta
llegaban de nuevo los mendigos:
rubios, con mucho pelo de color de arpillera,
solos,
salvo cuando tenían un hijo o un perro.
—¿Qué es aquel bulto que se ve allá?
¿Una planta, un gato o un mendigo?
—decían los enemigos de los mendigos.
Corría a saludarlos y les llevaba,
en cuanto podía, comidas que les reservaban y,
envueltas en papel, unas monedas grandotas
(no sé si le parecían grandes porque era chica
o si eran realmente grandes).
A veces se arremangaban los pantalones
para mostrar una llaga
o se desabrochaban la camisa
para mostrar una pústula.
Entonces comprendía que exigían más limosna,
por lo menos un pantalón o una camiseta,
o un sombrero de paja,
una alcancía en forma de durazno o de manzana
y corría a la casa para reclamar algo
que sanara la llaga o la pústula
que le habían mostrado.
No siempre conseguía el sombrero;
el pantalón o la camiseta eran más accesibles
pero aunque los consiguiera,
algún enemigo de los mendigos, entre la servidumbre,
arrebataría los presentes, exclamando:
—A ese bribón mejor no darle confianza.
Después se nos vendrá a instalar debajo de las plantas.
Coserá su ropa, el ladino, para hacerse el trabajador.
Una taza de leche con natas, pan y azúcar,
todo eso les llevaba y era para ella como llevar
el Espíritu Santo en una copa.
A veces surtía efecto su convicción.
Las mendigas eran más astutas,
así decían los enemigos de los mendigos,
se quedaban horas en el fondo del jardín:
un ingenioso mimetismo las transformaba en banco,
en carretilla, en maceta, en damajuana,
en estatua o se hacían las desmayadas
con las caras como granadas abiertas
junto a una canilla
que no cerraban para que el tanque de agua se vaciara.
—Por maldad, por maldad
—decían las enemigas de las mendigos.
Una, que llegó un día con paraguas y bolsa,
desdeñó la canilla y se dirigió sin vacilar
hacia la entrada de la casa
y golpeó las manos imperiosamente.
—Ave María —dijo—. Ave María —repitió.
Corrió a verla.
Tenía la cara pintada con rayas negras,
llevaba un pañuelo mojado sobre la frente.
Era una impostora:
así la juzgaron las enemigas de las mendigas.
Elegante como una reina deshollinadora
cerró el paraguas,
se sentó en el suelo,
desparramó sus pilchas y le dijo:
—Niña, ¿no tenés? —se distrajo un momento.
—Niña ¿no tenés retazos de brocato?
—¿Bro qué? —interrogó.
—Brocatos. En tu casa, niña, tiene que haber.
—¿Bro qué, bro qué?
Corrió y le trajo pan,
muy triste porque pensaba que pedía
bocados de carne o de albóndigas,
Algo como un niño envuelto en ropa vieja,
comidas extrañas que recordaba.
La mendiga repartió el pan entre los pájaros.
—Niña, ¿no tenés un retazo de brocato,
de damasco? Uno
—señalaba el cielo con el índice
—aunque más no sea chiquitito
—mostraba el meñique que era gordísimo— como esto.
Corrió a la cocina y le trajo unos damascos que encontró.
La mendiga los comió con desgano; eran verdes.
Escupió.
—Demasiado ácido —dijo—. Niña,
si no tenés brocatos
o damasco, un retazo de terciopelo sería lo mismo.
Una cortina de terciopelo habrá.
Comprendió. Corrió a la casa,
subió hasta el cuarto de costura;
quedaba en el último piso.
Abrió una caja de bombones enorme,
donde acumulaban desde hacía varios siglos
restos de géneros, puntillas; escogió
los retazos más chicos evitando cuidadosamente el terciopelo
y bajó corriendo hasta donde estaba la mendiga
parada junto a la puerta, esperando;
le dio retazos.
—Niña, gracias— dijo, y sin otro comentario
eligió un damasco verde
Con galoncitos dorados.
subrepticiamente levantó la enorme falda que ocultaba
sucesivas enaguas.
Abrió las piernas e introdujo el retazo.
Buscó otros retazos en el montón;
eligió el más bonito o el más cuadrado,
o el más ovalado o el más suave.
No comprendía muy bien en que consistía la virtud requerida
y repitió la misma operación con la misma rapidez.
Desde la casa,
una enemiga de los mendigos la llamó a gritos.
Cuando la tuvo cerca, inquirió:
—¿Qué hacía? Esa loca hacía cosas feas. ¿Por qué mirabas?
¿Qué hacía con los brocatos?
Sacudió la cabeza.
—¿Y tardo todo ese tiempo para hacer eso?
Se alejaba el paraguas negro y la falda se movía.
No dijo que llevaba en sus pliegues ocultos
Tantos brocatos, damascos, terciopelos.

De Invenciones del recuerdo, Sudamericana, 2006.


JAVIER ADÚRIZ

Croto

Verdadero revolucionario
arrastrás basura
por la vereda de la repartición.

Qué diestro sos en armar
recovecos útiles
donde abrochar tu bragueta
con un piolín.
Maestro sucio
que sueña
con una sonrisa en la ruina,
con el puño por almohada,
la panza hinchada y los pies
perfectamente calzados
de realidad.

Si un extraño vacilante
abre el boquete,
sólo tu ojo
mira,
(Oh, artista
de las bolsas y la lona casual),
pupila fofa entre dos hemisferios,
algo muy tuyo imparcialmente
j
u
z
g
a.

Revista Hablar de Poesía n°1, junio, 1999


ALBERTO GIRRI

Mendigos

La imaginación se equivoca,
nos representa pasivos,
incorpóreos
como espectros de animales
acurrucados en establos,
y en rigor
lo que hacemos es adiestrarnos,
poner en juego tácticas
y pruebas para intimidar
con el principio de la bondad,
con las parábolas de la bondad,
con ese espurio lirismo del afligido;
y cuando harapientos, desdeñosos
de la insolación y de los inviernos
incitamos al amor,
a la obra de la limosna
como toque de amor,
por dentro juramos
que las cabezas gachas,
el pie vacilante,
la mano abierta,
son el ordinario disfraz
del golpe de vista del ratero,
del hacha del verdugo entre los dientes.
Está aclarado, fraternidad,
nuestra codicia no tiene fin,
justo sería
que nos aíslen.

De La condición necesaria, Sur, 1960.


MANUEL J. CASTILLA

El mendigo

Primero fue el desgano, su melosa
suavidad que trepaba y me envolvía,
después la sombra que se me encogía
hasta quedarse quieta y silenciosa.

Encima mío lo que se destroza
asienta levemente su agonía.
Trapo tiznado de melancolía,
bulto que está. Ociosidad verdosa.

Estoy aquí. Ninguno se me arrima.
Pero yo sé hasta donde los lastima
la llaga ausente donde yo me olvido.

Ni siquiera los miro. Me ven todos.
Toco la dura roña de mis codos.
Dejo mis ojos en la mano y pido.

De Posesión entre pájaros, Burnichon Editor, Salta, 1966.



Eduardo Ainbinder (Buenos Aires, 1968) es poeta, crítico literario y librero. Publicó entre otros libros Carreras tras la fealdad (edición de autor, 1997, Ediciones del Diego, 2000), La comidilla de todos (edición de autor, 2001), Con gusano (obra reunida, Buenos Aires, Interzona, 2007) y Párense derecho (Buenos Aires, Gog y Magog, 2015).