Juan Vitulli: “Uno no está al mando de nada”. Entrevista y poemas

Nacido en Rosario en 1975, Juan Vitulli estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. En el año 2003 viajó a los Estados Unidos de Norteamérica. Desde entonces investiga y enseña en ese país, donde se doctoró. Actualmente reside en la ciudad de South Bend, Indiana. Publicó los libros de cuentos Interiores (2023), mención especial en la categoría «obras éditas» del Premio Provincial de Narrativa Alcides Greca 2023, y Sur de Yakima (2019), Mención de Honor del Premio Provincial de Narrativa Alcides Greca 2020, y Primavera Indiana (2020), en poesía. El sello rosarino Brumana acaba de lanzar De Natando y Otras Criaturas de la Costa, su segundo libro de poemas.

Por Diego Colomba

─De Natando y Otras Criaturas de la Costa es tu segundo libro de poemas, publicaste también dos de cuentos. Todos aparecieron en tu madurez. Considerando que sos un profesor universitario de literatura que trabaja en otro país, ¿qué experiencia habilita para vos la escritura literaria?

─No sé muy bien qué experiencia habilita la escritura literaria pero sí te puedo contar un poco como fue mi recorrido hasta llegar acá, mi, como se dice en los círculos de coleccionistas de arte, procedencia, un término que no explica por qué el cuadro es así, que no apunta a aclarar el significado de la obra y mucho menos tiene como fin cerrar el sentido de lo que uno puede ver, sino que trata de indagar por qué lugares, por qué manos esa obra pasó hasta ocupar el espacio que tiene ahora. Me fui de Argentina en el 2003, después de haber estudiado la carrera de Letras. Terminé en un programa doctoral en la ciudad de Nashville, Tennessee, en los Estados Unidos. No tenía mucha idea de qué era lo que iba a hacer ahí, pero de todas formas tomé la decisión de quedarme. A partir de ese momento, todo lo que escribí estuvo ligado a la academia: ponencias, ensayos, tesis. Obtuve el doctorado en 2007 y conseguí trabajo donde estoy ahora, en la University of Notre Dame, en Indiana. De nuevo, todo lo que escribía estaba relacionado con el trabajo, tenía que publicar ensayos de investigación, libros, propuestas de becas, un montón de escritura en un registro que no me costaba. Durante años lo hice sin problemas. Hubo un momento, más o menos alrededor del año 2017, donde me puse a escribir a diario cualquier cosa que no tuviera que ver con el trabajo. Anotaba lo que me pasaba, lo que leía, lo que había hecho, algún recuerdo, un paisaje, cosas así, sin pretensión literaria. Me fui levantando cada vez más temprano, antes del amanecer, para aprovechar ese tiempo de escritura ajena, diferente a lo que venía haciendo, una escritura sin obligaciones que, sin embargo, yo escondía como si sintiera algún tipo de culpa o vergüenza por enfocarme en ella. Fui cortando con esa pose un poco boba y me di cuenta que podía escribir a cualquier hora también, y que no tenía por qué esconder nada, bueno, tampoco mostrarlo todo. Salieron algunos cuentos, algunos se publicaron como libro, después me metí con poemas y así sigo, dándole vueltas más o menos a las mismas cosas de siempre, el sentido de extranjería, la lengua, el recuerdo, la necesidad de conectar lo que cuento con el lugar, las discrepancias entre lo que veo y lo que nombro.

¿Cuándo te diste cuenta de que los poemas de “De Natando…” eran parte de un mismo libro?

─Siempre tuve en mente un libro que tuviera la idea de natación en el centro. Me parecía un delirio, claro, porque si bien es cierto que nado todos los días desde hace muchos años y también leo casi todo lo que se escribe sobre el tema, encarar un libro de poesía con esa temática era una opción estupenda para el desastre. Y así fue, claro. Pero después empecé a escribir algunos de los poemas que ahora están en el libro subiéndome a otras voces, qué se yo, encontraba un personaje que me gustaba (Lucía, la hija de Joyce) y narraba algo así como una parte de su vida que estuviera conectada con el nado. O leía alguna historia antigua (Palinuro) y me ponía a hacer una variación de alguna escena donde estuviera el agua. Después de un tiempo me di cuenta que tenía una serie de poemas afines pero que había otros que hablaban mucho del lugar donde estoy viviendo ahora, el Midwest.  Lo que me convenció de que se podían conectar estas dos vertientes fue una cita que uso de epígrafe en el libro. Es del poeta James Wright, un tipo de Minnesota, bastante díscolo y extraño pero que escribió esos versos que puse ahí: “Where is the sea, that once solved the whole loneliness / of the Midwest”; algo que podría traducirse como “¿Dónde está el mar que una vez resolvía / solucionaba toda la soledad del Medio Oeste?”; entonces, si acá donde estoy hubo un mar, y ese mar, de alguna manera resolvía (como un problema o un acertijo) la soledad de esta zona, no tuve ninguna duda que tenía que poblar ese mar con nadadores y nadadoras, o con otras criaturas que desde la orilla miraban ese mar pasado, ese mar fantasma.

En el libro hay un claro impulso narrativo en muchos poemas y creación de personajes. Que la poesía es ficción no debería sorprender. Sin embargo, aún hoy hay mucha gente que asocia la poesía a la expresión de otro tipo de experiencias o a otros registros. ¿Qué opinás al respecto?

─Tanto en las formas narrativas que escribo (no sé qué tan cuentos son) como en la poesía, lo que busco es que en estos textos cada palabra, cada signo ortográfico, cada cosa que pongo, se perciba como la única opción posible que yo tenía para escribir en ese momento, que el poema o el relato no podía ir para otro lado que no fuera ese que le quise dar. Que nada de lo que esté ahí se quede solo, sin rol, sin una función como parte del todo. Aspiro a lo mismo en dos formatos distintos, no sé si me sale, pero eso es lo que quiero hacer. Entonces, ahí es cuando quizás surja esa sensación o ilusión de que mi poesía es bastante narrativa porque tiene un tono que comparte con la prosa. En todo lo que escribo busco cierta precisión del lenguaje, cierto rigor que no sé si lo alcanzo, pero que, sin duda, está en las antípodas de ese supuesto lenguaje poético que tanto alaban en las contratapas de los libros exitosos de hoy en día.

─¿Cuándo apareció la idea del título?

─Apareció casi al mismo tiempo que ya tenía pensada la estructura del libro. Había leído unos manuales de natación del siglo XVI (uno alemán, uno inglés, uno francés y uno español) y en varios de ellos se trataba de validar la actividad natatoria a partir de ejemplos o dichos de la antigüedad. Hay una frase latina que recopila Erasmo de Róterdam que es “neque natare, neque literas”, que significa “ni sabe nadar ni leer” y se usaba para desestimar la cultura de una persona. A Calígula le dicen eso sus biógrafos, por ejemplo. No me interesaba eso del desestimar pero sí la conexión entre estas dos prácticas, nadar, leer. Entonces pensé en De natando que se podría traducir como “sobre las cosas de aquel que nada” y fue eso, más o menos, lo que traté de escribir en el libro, sobre las cosas de aquel que nada y tiene necesidad de escribir.

Contame cómo encontraron las imágenes que acompañan cada uno de los poemas, seguramente un feliz hallazgo por sus resonancias.

─Las imágenes que acompañan a los poemas son todas de un manual de natación escrito por un inglés a finales del siglo XVI. El autor se llama Everard Digby y era un profesor de la Universidad de Cambridge. Era un tipo extraño, no lo veían con muy buenos ojos ahí porque sus ideas religiosas no se alineaban muy bien con la iglesia protestante. Además le gustaba mucho nadar y hubo un momento en que las autoridades de la universidad intentaron prohibir a los estudiantes el acceso al río Cam porque tenían miedo de que se ahogaran. Digby entonces escribe, en latín y con esos grabados hermosos, un libro que se llama De arte natandi donde defiende la natación como práctica física y cultural. Primero tiene una introducción muy al estilo humanista donde cuenta el origen de la natación y cómo era vista en la antigüedad grecolatina. La segunda parte del libro es mucho más práctica y ahí incluye las imágenes que supuestamente explican cómo aprender a nadar, qué estilos usar, dónde y cuándo meterse al agua y muchas cosas más. Me pareció que los grabados dialogaban de forma casi natural con los poemas.

Pienso en el poema “Equivalencias”, con el que abrís el libro. Siempre se habla del poder cognoscente de la poesía. Para vos también existe, pero: ¿dura un instante? ¿Compartís, en ese sentido, la idea de que la literatura en términos utilitarios no sirve para nada?

─“Equivalencias” vuelve un poco sobre las cosas que me hacen escribir acá, en otro país, en otra lengua, en el medio de un paisaje que, si bien conozco mejor cada día que pasa, me sigue pareciendo extranjero. De ahí que el poema abra con lo que se podría llamar la dificultad de encontrar equivalencias al nivel básico de la experiencia y para mí ese nivel está en el lenguaje. El texto comienza con una cosa muy simple que es la diferencia que hay entre los sistemas de medición, digamos, la libra versus el kilo. A mí me resulta gracioso que aun hoy, después de haber vivido acá más de 20 años, cuando quiero saber la temperatura del día, es decir, cuando quiero averiguar el frío que voy a tener en la calle, hago la traducción del sistema norteamericano al que yo usaba en Argentina, de Fahrenheit a Celsius, aunque sé que esta equivalencia no va a ser nunca total ni completa. Hay algo que siempre se va a escapar. Si extiendo esto a la experiencia del lenguaje, de la memoria, del paisaje, de lo que veo y toco cada día, y cómo lo interpreto, comienzan a aparecer muchas más líneas de fuga, muchos más espacios por donde más cosas se escapan (se me escapan) y a veces eso puede generar algún tipo de angustia pero también hay una resistencia gozosa en seguir tratando de operar como puente entre esos sistemas.

─Tu libro es bastante oscuro, sin embargo, pareciera que la alegría que contagia no solo pasa por la ironía, el humor negro o incluso algún chiste presentes, sino por la osadía imaginativa de tus versos, que siempre irrumpe en el poema, contrastando además con el aire prosaico de la voz. ¿Hay para vos algo de liberador en las imágenes?

─El libro tiene momentos oscuros pero que en realidad están ligados a los destinos de ciertos personajes que incluí y de los que cuento sus historias, historias que son singulares y, por qué no, tragicómicas. Hay en De natando algo así como una sección, no ordenada, que podría pensarse como una galería de estos nadadores y nadadoras, que tuvieron vidas maravillosas que no siempre terminaron bien (¿qué vida termina bien, me pregunto ahora?). Una vez pensaba que todo libro de poemas debería tener, de manera implícita, una sección Antología de Spoon River dentro suyo. Y eso fue lo que quise hacer con esta galería. Pero volviendo a lo anterior y olvidándonos de estas pavadas que digo en voz alta, creo que esa tensión entre lo oscuro y lo liberador, entre lo trágico y el chiste, entre lo literario y lo coloquial, va de la mano con lo que Fabio Morábito (él lo explica mucho mejor que yo, sin dudas) escribió en la contratapa: el contraste entre el placer de la liviandad y la amenaza de la asfixia que domina la escena de la natación, de estar en un elemento al que no pertenecés y que en cualquier momento te traga. Me parece que ahí es dónde se mezcla el sentido liberador de la ironía o el humor y esa oscuridad que está siempre cerca.

Hacés alusión con frecuencia a lo musical, al canto… Recordando “Meditación en Walnut Tree Farm”, ¿creés que en la música de las cosas (naturaleza, lenguaje) anida la intuición de una verdad?

─La música en la poesía, no estoy diciendo nada nuevo, me parece clave. Hablo de toda música, no me refiero a un patrón métrico/silábico estandarizado. Yo trabajo de explicar poetas del Barroco español, poetas que responden a una idea de la poesía mucho más formalizada y estandarizada (esto no quiere decir menos libre) y que tienen un vínculo claro, audible con lo musical. Ahora bien, esos poetas crearon sus cosas teniendo en cuenta la musicalidad de su propio tiempo, yo busco otra como puedo.  Si hay algo que no me gusta cuando leo un libro de literatura es esa pose un poco reactiva y profundamente conservadora de evadirse hacia otro tiempo, hacia otra forma, esa milonga del melanco no la soporto. Hay otra música pero hay que ponerse a escucharla. En varios de los poemas del libro, esa intuición por la verdad que mencionás parece siempre insinuarse pero no presentarse del todo. Yo creo que la musicalidad de mis poemas va por el mismo camino.

En tus poemas abundan las referencias a equivalencias, ecos, recuerdos y a la naturaleza. ¿Qué relación guardan con las célebres correspondencias de Baudelaire?

─No me voy a hacer el tonto, el poema de Baudelaire debe ser el único que puedo recitar de memoria sin que me lo pidan. Soy un pesado, ya lo sé. No estoy descubriendo nada nuevo al decir que me parece un poema hermoso y que siempre me intrigaron los efectos que tuvo en lo que podríamos llamar la poesía moderna. Hay un antes y un después, ¿quién puede dudarlo? Supongo que lo que me fascina de ese poema (y hay muchos más, claro, pero hoy hablemos de ése) es la capacidad de abrir y cerrar, de clausurar e inaugurar una forma de hacer poesía, una poesía sin aura, sin pose, sin esa voz engolada que detesto, y, a al mismo tiempo, es un poema que quiere ser contemporáneo, que no le escapa al tiempo presente que le toca vivir. Al estar viviendo todos estos años entre lenguas, entre sistemas de representación disímiles, entre culturas diferentes, hay dos experiencias sonoras que me fascinan: una es el eco y la otra es lo que acá llaman un sonido muffled, que tiene el sentido de algo asordinado, algo amortiguado. En las dos experiencias hay algo como una cualidad de lo sonoro que excede al sujeto que la produce o escucha, y a mí me encanta jugar con eso. Supongo que puede pasar lo mismo con cualquier otro tipo de materia.

─Te hice mención antes a una entonación prosaica, incluso antipoética, en tus textos, que sin embargo confluye armónicamente con las derivas permanentes hacia una dicción algo barroca (aliteraciones, ritmos, sensualidad material de la palabra, una erótica del sonido). ¿Percibiste ese vaivén mientras ibas componiendo el libro?

─Están las dos vertientes, sin duda, la rea y la clásica, pero no las veo como si fueran dos entonaciones, o dos maneras de decir contrapuestas. Es más, creo que siempre se complementan, al menos en los libros que a mí me gusta leer. De ninguna forma las considero como un juego, eso de ir reo con la dicción precisa. Mencionás que hay como una dicción barroca y me gusta, aunque cada vez que se dice barroco en estas pampas (y en la pampa Indiana también) se piensa en un sistema oscuro de referencias, en una sintaxis torcida, en una ronda un poco infantil de hipérbatos, en una literatura que más que barroca a mí me parece confusa. Que alguien escriba sonetos anagramáticos hoy me parece un ejercicio de estilo muy interesante, pero al tercero me empalago. Si hay algo del barroco histórico que me gusta es la veta sucia que no teme mezclar lo santo con lo vulgar. Y eso estaba ya en el siglo XVII, no lo inventó un crítico anoche. Ahora, lo que uno puede hacer en el siglo XXI no es refugiarse en esas formas anacrónicas (que me encantan como me encanta el esqueleto de un mamut) sino encontrar el mismo impulso, la misma veta con los materiales que tenemos hoy.

─Inventás “una zona” (el sur norteamericano tiene en su lengua una larga tradición literaria) no solo en el epílogo sino en muchos de tus poemas y en tus libros anteriores. Es una zona fascinante. Pero el efecto paradójico de la escritura pareciera dotar de una naturaleza mítica a cualquier pedazo de tierra que pisemos, incluso tu suelo natal. ¿Cómo aparece Rosario en una “literatura argentina hecha en Indiana”?

─La pregunta del millón. Fuera de broma, algo muy extraño me pasó con el último libro de cuentos, con Interiores (Beatriz Viterbo, 2023) que comparte con De natando la idea de dos zonas distintas que se conectan en la ficción. El libro de cuentos tiene una división mucho más clara ya que en la primera parte hay 5 relatos que suceden en la zona del Midwest, y los otros 4 están ubicados en lo que yo imaginé era una clara referencia a Rosario. Pero cuando el libro salió y empecé a recibir las primeras reacciones, yo hablaba con lectores y lectoras rosarinas y casi todas estas personas se identificaban más con la primera parte, la parte de los cuentos de Indiana; y al revés me pasa acá, los norteamericanos me hacían referencia a los cuentos de allá. Si bien pega un poco en el ego, eso de darse cuenta que uno no está al mando de nada, y mucho menos de lo que imagina y escribe, me dio mucha alegría que eso pasara, porque está claro que ya no puedo escribir otra cosa que no sea literatura argentina de Indiana. Al menos venirme tan lejos me dio una certeza. Rosario para mí aparece de muchas formas en lo que escribo, mucho más allá del paisaje (hay que dejar de escribir poemas sobre el río por dos años) o la mención a momentos específicos de la ciudad (hablo de la última nevada que cayó en la ciudad en uno de los poemas); Rosario está en la idea de orilla, en la imprecisión de la costa, o en el deseo por el cambio de elemento. Y también está en ese sentimiento de saber que siempre te estás quedando corto, que algo falta para ser eso que quisieras ser, o darte cuenta, a partir de un giro verbal que usás y que suena a viejo, que a la lengua rosarina no le faltaste todos estos años, no le importás y que eso es la gloria, del que escucha y del que habla. El que se fue fui yo, la lengua sigue sola sin que la jodan. En otro poema del libro escribo “…Una posible manera / de llegar al yo quizás / sea llegar por otro lado”, supongo que ahí está la forma en que veo a Rosario en lo que escribo. Llegar ahí también, por otro lado.

─En “Deletreo” hacés una irónica alusión a la claridad de la lengua. ¿Coincidís con la idea de que la poesía es una forma musical de oscurecer el lenguaje?

─Sí, y eso está ligado a la experiencia de vivir en un lugar donde se habla otra lengua, donde las cosas se dicen de otra manera, y donde estoy todo el tiempo dándome cuenta que el lenguaje es una cosa que incomoda. Es como tener siempre algo entre manos cuando hablás, un abrigo o un suéter en uno de esos días en que el clima cambia a cada rato. Te lo ponés, te lo sacás, lo llevás en las manos, lo dejás en la silla hecho un bollo. Vas a estar todo el día con esa cosa incomodándote. Y de tanto prestarle atención (porque no querés darte cuenta cuando volvés a tu casa que perdiste el suéter o el abrigo) se oscurece un poco, o no le ves con tanta claridad su uso o función.  Y ahí es cuando, a veces, me pongo a escribir.

─En “Pond life” ironizás sobre la figura de la madre como metáfora de la lengua a la que se vuelve o deseo de volver al seno materno a través de la natación. ¿Serían los lugares comunes a la hora de interpretar las dos prácticas que más ejercitan tus personajes: hablar y nadar?

─Ese poema quiere subirse a la voz que encontré en un libro que me gustó mucho que es Pond Life de Al Alvarez (no me acuerdo ahora cómo se tradujo en Argentina pero sí sé que es bastante popular), un escritor ya viejo que no puede hacer más alpinismo y comienza con una rutina de ir a nadar en agua fría en las lagunas de Hampstead Heath, en Londres, no importa la estación ni el clima. El tipo siempre va.  Alvarez lleva un diario donde anota sus visitas al estanque. Él ve pájaros, árboles, otros nadadores, presta atención a los cambios sutiles del paisaje y muchas cosas más.  Por medio de estas anotaciones uno ve el paso del tiempo, el deterioro del cuerpo y el efecto liberador que le da la natación a él. El diario es incompleto porque ya casi al final no puede salir de su casa por motivos de salud. Es una hermosura de libro. Después leí todo lo que pude leer de él y cuenta en su autobiografía la muerte de su madre (bastante parecido el caso a la de mi madre), con ese tono entre seco y descreído que el tipo maneja tan bien. Me pareció una buena idea cerrar el libro con la voz de ese señor quejoso que trata de romper con esos lugares comunes que muchas veces le damos a ideas, cosas o actividades para tranquilizarnos un poco. Ya sea la muerte, el agua, la literatura, vale la pena rebuscar un poco más allá de lo habitual, no porque haya una promesa de un descubrimiento que aclare todo, quizás no sea ésa la cosa que me interesa.

─Más allá (o más acá) del humor: ¿en qué sentido te ves “terco, sumiso y secreto” como autor? ¿Creés que hay decisiones por parte del escritor para no formar parte del grupo de los “demás/ escritores ya de facto, agencia y pacto”, como escribiste al comienzo de “Casi 50”?

─El poema “Casi 50” contiene todas mis inseguridades como escritor. Y algunas más seguro. Cuando arrancamos la entrevista te conté que empecé a escribir ya grande, tenía más de cuarenta años al publicar mi primer libro. Y eso me genera mucha incertidumbre porque si alguien decide a los 38 años empezar a estudiar violín o tuba, es muy probable que, a pesar de que practique todos los días, nunca va a poder tocar algo más o menos bien. Pegará dos o tres notas, pero siempre va a ser visto como un principiante, o, a lo sumo, como un aficionado. Bueno, a mí con la escritura me pasa eso, tengo miedo que en algún momento se note la costura mal hecha, el acorde equivocado, que vean que el traje me queda incómodo, no sé si es un talle más chico o más grande, pero no es el mío. Sumale a esto que me fui hace más de 20 años y que casi no conozco a nadie de mi generación que escriba. Solo como don Bosco con poncho. Entonces se me ocurrió ese texto, “Casi 50”, donde hay un escritor que arruina los poemas en los finales y lo sentí como un acto liberador. Poder escribir poemas malos, con metáforas horribles que no se van a olvidar, con un ritmo extraño que parece contradecir la deriva del texto, eso me resultó familiar, tanto como estar acá, a casi 8000 kilómetros de distancia, tratando de escribir algo que se parezca a la literatura argentina.


Poemas de De Natando y Otras Criaturas dela Costa de Juan Vitulli

Equivalencias

Una libra de carne
es casi medio kilo
pero no
completamente. Hay un par
de gramos solos
que se quedan ahí sin saber
muy bien a qué sistema
o a qué cuerpo
pertenecen. Una ardilla
parte, en la vera de octubre,
un fruto desconocido y el sonido
de los dientes sobre la madera
suena casi como
el sacro encuentro
de langostas y maizales
o cualquier otro bicho
ahogándose
en el centro de un verano opuesto,
en el eco de otro verano llano.
(Todo es por aproximación
y casi nunca estalla)
Pero cuando los platos
en el piso exploten
robando al grito
ese filo de lirio,
o cuando los vasos
difieran su forma al agua
y también ellos se hundan
sin ritmo,
supongo que esa música
que hoy hurto será un canto
ralo donde todo esto se detenga
y por un instante,
solo por un instante,
podamos entender
las equivalencias.


Ratones

Debería sentarme y escribir
de una vez por todas el poema
sobre los ratones y la casa.
De cómo ellos entran,
supongo, por las noches
siguiendo el rastro seco
en caños, paredes y desagües.
Y contar también que cuando
encuentro mes a mes sus errantes
pasos les pongo, dentro de una negra
cajita plástica,
un poco más del cebo
(al que me resisto a llamar
veneno) azul brillante. Comen,
lo sé, en la semana sin falta
y aparecen entonces
sobre el piso granitos
también de un azul ahora
mate, un pespunte
que ritma los romos ángulos
de cada cosa que se apila
en el lavadero.
Sin falta encuentro luego
a uno casi seco, con las patas
delanteras como el rictus
de un penitente desasido.
Los ojos no lo sé, pero el pelo
le sigue brillando.
Con la escoba lo acaricio
y en la pala plácido el bicho
queda sin que nadie sepa,
sin que nadie en la casa note
este íntimo pacto
de no agresión,
esta nueva y más ridícula
línea Maginot
que jamás de la puerta
sube a la escalera. Supongo que debería
sentarme y escribir que mes a mes
al juego vuelvo y cuando bajo
al sótano sé
que seguirán saliendo
o entrando los ratones
para volver a comer, casi gorriones
de una palma poco franciscana,
lo que les pongo,
y que los barro de continuo,
de a uno, como si fueran,
ellos también
la ronca respiración de esta casa.
(Quizás en lugar de un poema
debería buscar un gato
y llamarlo Inchauspe)


Deletreo

Decir separadamente las letras
de cada sílaba, y después
las sílabas de cada palabra
y luego la palabra entera.
No funciona
(La “t” siempre suena a “d”
y la imprevista palabra “tango”
que surge y desempata el malentendido)
y eso que han pasado ya
más de quince
años y yo espero que la boca
al fin el labio emule
para que surja el limpio
nombre propio que debería
satisfacer, digamos, la curiosidad
de Susan, o de Mary
y también, por qué no, del desconocido
experto en informática
con acento de la India.
Pero nada de eso ocurre.
Y en todo caso, si así fuera,
si en un rapto de rara coincidencia
esta lengua se volviera obvia
y tan clara como el sentimiento calmo
de estar acá y saberlo,
quizás ahí también las cosas
(un gato, un río, una
pesada máquina de sacar nieve)
perderían esa distancia
que, al fin y al cabo,
es lo que hoy me impulsa
a tratar de repetirlas.


Meditación en Walnut Tree Farm

Salta como si estuviera preso
del aire y fuera la rama
el tono que lo libera
para empezar la melodía. Levanta
el pico e infla el pecho,
sin las patas podría ser otra hoja
pero no lo es. Explota
el canto del pájaro al mismo
tiempo que la estampida de la luz
al amanecer hace que se vea mejor
desde acá la casa
ya sin gente.

(Ese tipo que ustedes
ven ahí afuera, sentado junto
al último estanque
de Walnut Tree Farm,
en el condado de Norfolk,
se llama Roger Deakin y es otro
santo nadador de estos paisajes.
No lo descuiden porque ya se va.
Cruzó Inglaterra
en un Citroën y con su única malla
nadó en todas las aguas que la isla
le ofrecía. Cuando terminó su viaje
se hizo famoso con un libro
llamado Waterlog. Ahora no le queda
dinero ni
más tiempo de vida.
No lo sabe aun
el pobre
y por eso se propuso escribir
un ensayo sobre la madera.
Algo anda mal. Hace días
confundió un abeto con un arce;
llamó a Jenny, Martha,
y después a la misma
dama equivocada le comentó
que no quiere volver ya a la casa
porque adentro hay
37 traductores japoneses
que vinieron por su libro
y ya no lo dejan en paz,
traductores
que no paran de interrumpirlo
con preguntas sin sentido:
¿tiene el ojo de la rana un párpado?
¿corta el agua con su filo
en dos al invierno en Cambridge?
¿es la misma anguila en el estuario
la que nada adulta
en el mar de los Sargazos?
Y la peor, la que Roger odia
¿por qué escribiste
foso cuando hablabas
apenas de una módica laguna?
Con voz grave el hombre les pide
cada mañana,
que se callen, por favor,
no que se vayan,
que se callen
los 37 al mismo tiempo,
pero el milagro del silencio
no sucede y
por la tarde
los traductores
japoneses vuelven a pedir
precisiones sobre el contorno
de las acacias en Norfolk bajo la niebla.
Los 37 no saben tampoco
que son, apenas, la sombra de un tumor
maligno,
son lo que proyecta
esta linterna mágica
hecha de nudos y adormecida en la cabeza
de ese santo nadador ahí sentado
sin ganas ya de meterse al agua.)

Salta, pero es ahora una rana
la que invoca
no la rama sino la gracia
de su peso en el agua
y con las patas
traseras un círculo dibuja
concéntrico de ondas
que dan fin lentamente
y hasta desaparecer
a la partitura
que el pájaro comenzó
por la mañana.
En el estanque tampoco
se oyen ya preguntas para nadie.


Casi 50

1.

El poeta de casi 50 años
posee, después de tanto tiempo
de jugar al fleje con la musa, un secreto
que lo distingue de los demás
escritores ya de facto, agencia y pacto
o, como él, tercos
sumisos y secretos.
Conoce un arcano y lo practica
cada vez que puede,
un acorde singular
al que pulsa rodeado
de la sincera soledad de sus macetas
o, a veces, en un entorno
quizás un poco más agreste,
digamos, mucho más joven y ruidoso,
un café, un restaurante o algún simposio
El poeta de casi 50
años posee el don
de arruinar los poemas
en los finales. Los desarma
de un golpe, es casi, ya dije, un don
pero al revés, un talento inevitable
poco envidiado.
Y por más que venga,
en cualquier caso, llevando
el tranco
del caballito de madera recto,
a trote quieto y fatalmente circular,
erguida la grupa de ambos,
al final derrapa el dúo,
la sílaba cantarina tropieza,
el díptico como trapo al piso cae,
y levantarse allí ya no es opción,
él lo sabe,
porque nadie que viaje
en calesita tiene hoy derecho
al duelo.

2.

No son lo mío, se dice en las mañanas,
los finales. Por las noches
algún lector se anima a confirmarlo.
Pero es ahí, en ese arte
avieso de perder
la línea y su compostura,
la hechura y el dedal,
ahí reside, se convence sin énfasis,
su ánimo de trascendencia.
Una mala metáfora es inmortal
escribió hace tiempo
un poeta polaco
al que leyó en inglés.
Y también quisiera
pensar que hacia esa misma
zona a veces a los tumbos,
se dirige sin confianza.

3.

Mínima moralia no,
mínima victoria
y apenas dos o tres golpes de suerte.
Recurre al flanco
caído del poema
y con los escombros levanta
otra pared, en este caso sin puertas
ni ventanas, salvo un postigo
ovalado y a través del vidrio nota
que no hay fuego dentro
ni tampoco alguien
que busque frenético
escapar al campo o subir por la escalera.
Parado junto al muro
comprueba
que la casa ahora
le da la sombra justa que buscaba.


Pond life

Pensaba que las personas
así nomás se morían,
empezaban con una respiración
débil y de repente el salto
de la piedra a la tierra,
un estertor en el sacro
interno del esternón
les exigía, como a un corredor de los 100 metros,
respirar lo más rápido posible, respirar
como si en el pecho tuvieran olas,
hasta agotar el ritmo y callarse muertos.
Pero la cosa no es así.
La cosa es mucho más mecánica
y ruidosa, mucho menos emotiva:
no hay corredores sino fuelles,
lentos, sucios fuelles que no conocen
la patria de los tonos
y no dejan de silbar en los pulmones
una melodía de barro.
Y mientras mi madre sigue así en su lecho,
los de afuera vemos que el cuerpo
es tan solo una maquinita impropia
abandonada sobre el cordón de una calle
cualquiera.
No es inercia sino vida
me dicen, y eso, pienso, la vuelve
más aterradora. O no.
Morirse no es una actividad sencilla.
En el salto terco de los lirios
o en el tránsito de una ocasión a otra,
nadie teje un tiempo dorado por el Nilo.
Entonces, no me jodan con mi madre,
no. En el agua no hay retorno posible.
Te metés y salís con la misma
líquida indiferencia con la que
el arce en febrero escupe savia.
Se abre un hueco y entonces
estás ahí nadando apenas
sin la presunción de las orillas.
El frío en el pecho enhebra
una punta de sal tras otra
y la respiración se agita
como la Sexta
Sinfonía de Mahler dirigida por un loco.
A diferencia del árbol el placer
está en poder secarse solo al sol.