Ciruelas. Poesía reunida
Mariela Laudecina
Córdoba, Borde Perdido, 2023
Prólogo (Fragmento inicial)
Por Silvio Mattoni
Quizá podría inscribirse en esa suerte de pórtico de un volumen que sería un prólogo algo así como una fórmula que dijera: “Quien toca este libro toca una auténtica vida”. Pero parecería una advertencia cuando más bien debería ser una promesa, la oferta que unos auténticos momentos de alguien que vivió y escribió le hacen al que está por ingresar a un mundo o, mejor dicho, al enfrentamiento simbólico del mundo que realiza cada poeta. Nada de abandonar la esperanza entonces, como en el cartel más famoso de la historia de la poesía, sino todo lo contrario: ustedes que van a entrar, que van a leer una vida dedicada a la poesía, junten toda la esperanza de la que sean capaces, guárdenla y hagan que viva otra vez, en sus cuerpos detenidos, leyendo, la voz, la risa, por qué no el canto, que están escritos en lo que sigue. Un cartel para el paraíso tal vez, donde reina el gusto y donde las ciruelas del poema siguen teniendo el sabor y el color de su punto culminante, su nota agridulce, siempre intensa.
Podría decirse que no hay una progresión lineal en los poemas de Mariela, que vaya de lo simple a lo complejo ni a la inversa, como suele suceder en la cronología de una obra. Desde el principio, un estilo muy directo está presente, la agudeza, la observación, las frases naturalmente desplegadas en versos. Por supuesto, hay numerosas variaciones, modos para cada libro o cada conjunto de poemas: distintas
extensiones, fragmentos de prosa, anotaciones en torno a un tema. Pero en todos los casos se revela la misma búsqueda, el intento de captar lo que pasa y lo que se puede esperar de su paso, siempre con cierta distancia irónica que se manifiesta en la conciencia de estar escribiendo, haciendo esos objetos misteriosos, tan persistentes como efímeros, que se llaman “libros”, y todavía más secretos cuando se les añade la palabra “poesía”.
Así, Mariela publica su primer poema, que por el dominio de la forma no habrá sido tan inicial pero es el que conocemos primero, como parte de ese público: “En busca de Odiseo”, donde la mitología, que es el comienzo de la literatura, se desvía meticulosamente hacia un relato íntimo, un encuentro del deseo entre una lectora y un mentiroso, que juega además con los refranes más antiguos del amor, la cabeza que se pierde, el poeta en las nubes. Pero el poema obtiene toda su resonancia cuando la muchacha de nombre poco griego, que sigue buscando al dueño de “palabras acústicas”, entona sus preguntas sin respuesta, una forma del canto a lo que siempre falta, una parte del cuerpo, la imagen del otro, el ausente que indica lo que se ausenta en la voz que se está escribiendo.
Algunos años después, los instantes más tajantes se registran, con la sutileza nueva, tal vez, de otra ciudad, para tratar de delinear una silueta que sin embargo se multiplica cada vez en más gestos, en lo perdido y en lo que trae un azar inescrutable. Leo esos poemas, que están encabezados por una amabilísima frase: “gracias por tu lectura”, sin atisbos de las hipócritas fraternidades de los poetas grandilocuentes, bajo la luz de una sola pregunta: ¿quién es, quién está en esa imagen de sí que se analiza, se observa y se expone? Me atrae particularmente un poema que se titula “Tregua”, donde la cosa encontrada, esa fábula de la modernidad, se convierte en un antiguo augurio, aunque ya no de los que interpretaban el vuelo de los pájaros, sino de los que buscaban monstruos en algún vestigio o cadáver: alguien camina en la ciudad y de pronto baja la cabeza, ve restos aplastados contra el asfalto que podrían ser de un animal o tal vez de un pájaro, pero se trata de un signo repetido, algo que “a veces” pasa. El enigma no será tanto qué significan o qué son esos restos (“Plumas con sangre seca/ dientes, pelos y huesos”), sino por qué aparecen, reaparecen. ¿Será una respuesta a la “cabeza que se agacha sin motivo”? ¿Es algo que está ahí para ser investigado, como si entre un resto y otro se tendiesen líneas y la repetición tuviera un sentido? El poema termina en esa ambivalencia: “Me pregunto si fue obra de la naturaleza/ de un hombre/ o si es algo que merezco ver en ese momento”. En el poema no se puede saber si es un hecho, algo dado, cuyas causas se pueden conjeturar, o si es una señal, el signo de ese ánimo que inadvertidamente hizo inclinar la cabeza y que merece lo que ve. Pero el poema se titula “Tregua”, como dije, y quizás responde de antemano a su pregunta: la cabeza se agacha porque el horizonte y el apuro se detienen, la dirección de la marcha se suspende, y los vestigios de algo muerto recuerdan que la vida no es una caminata entre dos puntos, sino acaso la distracción y la atención simultáneas que frenan antes, en cada paso previo, y que cuando alcanzan algo en un momento nunca es un final, sino la pausa de la reflexión, como un primer libro que reúne cosas brillantes o raras que se encontraron y fueron significativas.
Pero sucede que la ciudad a la que se llegó, en la que se escribió con la mayor intensidad, no es ajena a la naturaleza, digamos. O tal vez, pero está cerca del así llamado campo, de la sierra y los ríos. En un bello y breve libro, la experiencia de la contemplación, del instante privilegiado, se registra en el encuentro de seres o de cosas tan cercanas a los vivientes, como las piedras y el agua, que también parecen animadas. Ahí, bajo el nombre de un lugar preciso, hasta la antigua fábula puede abrirse de nuevo y volver a significar modos del sentimiento, como dos pájaros que sueñan y encuentran la calma después de haber cruzado ante la mirada atenta que inventa su aventura: “Una pareja de calandrias/ atraviesa el follaje/ Se opaca la luz por la niebla que asciende/ como el humo de una chimenea/ donde sueñan que empollan sus huevos/ y el miedo a perderlos se desvanece”. Otro augurio, pero de cumplimiento inmediato, puesto que el lugar de alguna manera realizó la calma en el tiempo, la verdadera tregua afirmativa.
Más textos de Mariela Laudecina y sobre su obra,
en el dossier de op.cit.
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