Seguir en la herida, avanzar la escritura (y viceversa)/ el descenso de jacqueline du pré, de María Malusardi

t_m_malusardiel descenso de jacqueline du pré y otros poemas
María Malusardi
Buenos Aires
Ediciones en Danza
2018

 

 

 

Por Bruno Crisorio

Espléndida monotonía
el descenso de jacqueline du pré, libro que reúne algunos libros anteriores e incluye textos inéditos, evidencia en la obra de la autora una “espléndida monotonía”. Para Pavese, esa monotonía es la marca de un auténtico escritor, la recurrencia a  una “ley formal de fantasía” que transforma el más diverso material en figuras y situaciones que son casi siempre las mismas; y Hugo Gola recupera la idea, para hablar nada menos que de Juanele Ortiz. No creo entonces que María Malusardi se sienta incómoda en semejante compañía, sino que entenderá el tono laudatorio de estas palabras. Es más, creo que la afirmación de Pavese es más válida aún para el poeta que para el narrador: ya que si la prosa, en definitiva, se lleva bien con la linealidad, con las conclusiones y desenlaces, con cierta progresión (que, por supuesto, no deja de ser contravenida una y otra vez), la poesía está hecha de recurrencias, rodeos, repeticiones y diferencias, variaciones y modulaciones. En poesía, las preguntas no se responden, se reformulan, se ahondan o se abandonan, y en ese sentido creo que Malusardi es fiel a algunos problemas que recorren toda su obra: el cuerpo, la falta cifrada en la orfandad, la infancia como territorio onírico que regresa. El dolor. La muerte. Y la escritura, siempre la escritura y el poema, que vuelven una y otra vez, bordeando lo real. Podríamos decir con Wallace Stevens que “la poesía es el tema del poema”, o con Girri, que “el motivo es el poema”, a condición de entender que en Malusardi el poema es también el cuerpo, y la herida y el sexo, y la vida.
Por eso sería una simplificación, incluso un error, pensar que el lenguaje prolifera ante la imposibilidad de alcanzar su objeto, en una nueva constatación de la distancia irreductible entre las palabras y las cosas. La autora explora, subvierte, impugna esa distancia, de modo tal que por momentos “hay una zona rota en el trapecio la misma zona rota en el poema” (71), y se vuelve indecidible si “hablo de mi cuerpo o hablo del poema” (66). El corte o la herida ya no separa las palabras y las cosas, el cuerpo y la voz, el deseo y la ley, sino que es transversal a estas divisiones, de modo tal que sin ser lo mismo estos aspectos entran en un haz de relaciones que excede el ámbito de la representación y/o la mera expresión. Las palabras son cosas por momentos, o bien inciden directamente en la realidad que parecieran representar: “he matado a una oveja en la escritura […] desde entonces toda oveja en un poema me asfixia” (65). El lenguaje poético convoca la realidad, la crea para acto seguido distorsionarla, hacerla deslizar por una cadena (metafórica, metonímica, fonética) cada vez menos obvia, cada vez más distante: “parece soñar pero es morir parece boca pero cicatriz vestido pero violación reloj pero pérdida parece hijo pero tragedia inundación pero ojo parecen zapatos: son muertos” (31). En otras ocasiones el lenguaje sólo es testimonio de la ausencia irremediable: “escribo en la arena lo perdido en tus ojos” (35), “otra vez te pierdo en aquello que nombro” (38); o bien lo nombrado en el poema se resiste a la significación, permaneciendo en su cualidad de objeto mudo, extralingüístico, como en el caso del “girasol desanimado en el poema” (60). Del mismo modo, decir que hay “calabazas en la infancia del poema” (46) es quizás el único modo, sutilísimo, de afirmar la realidad anterior al lenguaje, a la voz (recordemos que etimológicamente infancia deriva del latín infans, mudo, sin voz), esa realidad a la que no accedemos y con la cual sin embargo convivimos. Ocurre también que el cuerpo se juegue entero en la escritura, a lo largo de un continuum de límites imprecisos: “ella lame su lenguaje desciende a su sexo él le esparce en la garganta la escritura” (16); “dónde la poesía en la guerra devuelve cuerpo a la palabra dónde enloquece el límite de mi guerra en el cuerpo de la poesía” (19). Finalmente, el poema puede vivir de la destrucción soberana del mundo, que paradójicamente es salvado al ingresar en la construcción textual: “la ruina del pájaro es triunfo del poema” (29). Así realidad y lenguaje, pero también yo y otro, cuerpo y espíritu, razón y locura no son realidades radicalmente diversas, líneas paralelas, sino que comparten una textura y sufren variaciones, incluso desgarraduras, en un terreno en devenir y de contornos difusos.
Pese a lo afirmado anteriormente, algo cambia en el descenso…, algo que afecta a los poemas inéditos pero también a los anteriores. Si Malusardi concibe el descenso de jacqueline du pré enteramente como un libro nuevo (así lo afirma en el prólogo), es por el “nuevo modo de plantar los poemas en la página”. Si en los libros previos cada fragmento de prosa poética estaba aislado en su propia página, que sólo a él pertenecía, ahora convivirán, ciertamente espaciados e individualizados, en el mismo espacio. La indicación es muy valiosa: señala que el poema se juega tanto en lo dicho como en un determinado silencio, en un espaciamiento, un aire entre palabra y palabra, entre fragmento y fragmento. Y además es fiel a la intuición poética de la autora desde sus comienzos, como si terminara de aprehender esa “ley formal de fantasía” de la que hablaba Pavese, ya que pone en evidencia la paradójica unidad que tiene cada retazo de escritura, y también cada libro. Del fragmento pasamos al retazo, y propongo ir más allá y afirmar que Malusardi escribe jirones de prosa poética. El jirón, a diferencia del retazo, implica necesariamente la desgarradura, un arrancar(se) violento de una totalidad añorada y sin embargo, como sabe la propia autora, imposible. Entonces, el jirón llama al jirón, la palabra llama a la palabra en un discurrir que parece indetenible pero que al mismo tiempo está horadado por el vacío, por una falta que atraviesa la escritura y genera todo tipo de desfasajes: entre las palabras y las cosas, entre voz y cuerpo, como vimos, pero también entre el sujeto poético y su objeto (de deseo, de amor), o bien entre este sujeto y otras voces, otros cuerpos, otras fuerzas, que pugnan por dominar el espacio del poema. La escritura, como quería Barthes, se transforma en “ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”; y es por lo tanto un terreno peligroso, en el que la autora no está en control absoluto de su obra: “en la huella de los cascos sufro una violación no pautada en el poema” (39); o bien “ellos quiénes? quién pregunta?” (46). Paradójicamente, este lugar riesgoso y desfasado (¿los “pliegues” de Michaux?) está en el origen de toda separación pero también de todo encuentro posible: inestable, angustioso encuentro que no se resuelve jamás en identidad ni en completud. Y es así que el hiato, la falta, son el intersticio en el que la poesía de Malusardi se vuelve habitable.

Compartir, compadecer, conmover(se)
Es este espacio utópico que abre el poema, este lugar sin lugar, el que posibilita el encuentro entre autor y lector; y es aquí donde se vuelve compartible una experiencia tan íntima e individual como es el dolor. Hablar del dolor en la obra de Malusardi es quizás una obviedad, pero vale la pena detenerse y pensar cuál es la relación posible entre dolor y arte. ¿Por qué el dolor puede ser tema de la poesía, y no meramente catarsis, cuya expresión legítima debería recorrer otros canales, terapéuticos acaso? Mejor aún: ¿cómo se transmite el dolor, cómo se comparte? Si el dolor es de algún modo el reverso del lenguaje, aquello que este no puede nombrar sin perderlo, la intensidad de la escritura de Malusardi fuerza al dolor a ingresar en el poema, y lo logra justamente en el borramiento entre dolor físico y dolor psíquico, entre el dolor propio y el ajeno. “hay mucho que arar en la escritura del dolor si se pierde lo que nunca se ha tenido” (101): así termina el último apartado del libro, “blue”, escrito a partir de la película de Kieslowski. La poesía (que para Bataille, recordemos, es un modo soberano de la pérdida) permite perder lo que nunca se ha tenido, y así la autora escribe a partir de una pérdida que no es la suya pero es la suya y es la nuestra. En el límite (pero un límite que no es sino la pérdida de todo límite) el dolor se vuelve impersonal, y en ese punto compartible. Lo mismo ocurre en el texto sobre Jacqueline du Pré, la famosa violonchelista inglesa cuya carrera quedó prematuramente trunca a causa de una esclerosis múltiple: allí se dice (pero, ¿quién? ¿jacqueline, o maría?) “nadie como yo les ha sacado idioma a las heridas”, “escribo con el límite de mis huesos” (51). Haciendo estallar la representación del mismo modo que el sujeto poético de “blue” hace estallar compulsivamente las ventanas del hospital, la poesía de Malusardi nos lleva a compartir el dolor, a compadecer. No a compadecernos de Julie Vignon-de Courcy (la protagonista de Bleu, interpretada por Juliette Binoche) por haber perdido a su esposo e hija, o de Jacqueline du Pré por sufrir de esclerosis múltiple, sino a padecer con ellas, con el otro. A conmovernos: a movernos, a vibrar con el otro. Y ahí, en ese limbo que no está ni afuera ni adentro del poema (o está en ambos lados), nos encontramos finalmente autor y lector y la experiencia es posible: “quién no cabe en el ojo despierto cuando la luna aprieta las heridas que el poema ha destinado a la contemplación” (97).

Calderón: silencio e intensidad
Refiriéndose a la extensión del libro, Malusardi dice en el prólogo que es la primera vez que se atreve a un volumen de “semejante intensidad”, y se pregunta si es una decisión atinada: “veremos cómo transcurre, cómo se comporta”. En mi carácter de módico lector propongo una aclaración y aventuro una respuesta. La aclaración es la siguiente: los lectores de los poemarios anteriores de Malusardi sabemos que la intensidad de sus textos es incandescente y constante. La autora lleva el lenguaje a su límite expresivo, a ese punto en el que se borran todas las distancias y se subvierten todas las identidades, todas las categorías que el logos querría estables y duraderas. Y, cosa difícil de hacer, se mantiene ahí, en el doloroso filo del cuchillo. Por lo tanto, antes que hablar de “semejante intensidad”, yo hablaría de una intensidad sostenida (sin desfallecer) a lo largo de tantas páginas, de tantos poemas que son también uno solo. Y es en esta intensidad sostenida donde, creo, reside el riesgo del libro, y a donde apunta la pregunta de la autora. Porque, así como el placer es esencialmente efímero, y si sobrepasa sus propios límites se transforma en dolor, del mismo modo una intensidad retenida más allá de sí misma es intolerable. Por eso creo que el volumen se comporta maravillosamente bien (a esta altura de la reseña no deberían quedar dudas al respecto), pero debemos reconocer los silencios, los vacíos y las ausencias que atraviesan la escritura de Malusardi, que airean la intensidad de su prosa y al mismo tiempo son (quizás) su condición de posibilidad. En este sentido, creo que la poesía de Malusardi, exenta casi totalmente de signos de puntuación, compuesta de jirones de prosa de una intensidad altísima y constante (en vano buscaríamos aquí esas “partes grises” que tan necesarias eran para Eugenio Montale), debe ser leída bajo el signo del “calderón”. En música, se llama “calderón” al signo que indica una suspensión del pulso que se viene tocando, indeterminando parcialmente la duración del silencio, nota o compás afectado: la cantidad del tiempo que se prolonga queda a discreción del intérprete. Siguiendo esta clave, creo que corresponde al lector decidir finalmente la escansión y la duración de los silencios, para habitar de un modo u otro el poema.

 

el descenso de jacqueline du pré*

He llegado a la meta de mi corazón.
No hay ningún rayo que vaya más allá.
Dejo detrás de mí el mundo…
Else Lasker-Schüler

preludio la ceniza de mi infancia: mi madre arañaba los ojos del incendio y me dormía así los cuentos de la noche encallaban el árbol en su sombra el agua ardía en el devenir de los infiernos donde la música esparce sus caballos y me deja

 

no puedo quejarme de los huesos: la música se ha enfermado en mí he roto la cuerda un acto de confusión y de olvido miles de manos entre sábanas riéndose intentaron elevarme sostenerme en la gloria me he dormido sobre la escena no hubo tiempo para el desarraigo estoy aquí: los dedos tiemblan cuando amanecen sobre la madera intacta del silencio

 

los rosales se amontonan sobre un libro (es la escena) se borran al nombrarme al estallar se enredan el aire de mi pelo se desgarra estropea mis pies la flor que me despide rozo el invierno de los rostros intentan retenerme forzarme alguien me desnuda y trae a dvorák despacito calma los dolores sabe: nadie como yo lo ha comprendido nadie como yo les ha sacado idioma a las heridas

 

no puedo pensar que los huesos se remiendan con el agua la música ha tramado mis jerarquías y mis sombras escribo apuntes nunca serán la voz: ni dvorák ni elgar escribo con el límite de mis huesos soy la ruina de los que me escuchan y lloran el sol me olvida recoge sus telares mi violonchelo indaga el azoro en mi cuerpo recoge el ritmo de su condena

 

alguien podría pensar: la cabalgata final inventa las sombras de los condenados no lo sé no los vi no sentí compasión mi caballo perdiéndome floto entre violonchelos vanidosos componemos anillos de saturno rondas en mi boca soy jacqueline du pré débilmente relampagueo mi apellido y atinan a matarme: rodean mi garganta no suenan han extraviado las cuerdas han demorado los arcos son animales tristes reclamando su destino en mi cuerpo

 

la cabalgata prometida: le pedí yo niña a mi padre violonchelo a cambio de caballos mi extorsión: tengo ahora caballos el violonchelo se arrastra una oruga desarticulada y sola reclama su silla: por qué no viene jacqueline a denunciarme por qué no me quema no me ahoga no me cuelga no me interna en la lujuria de sus huesos

 

galopan hijos hacia mí y no me alcanzan: campos de cenizas donde florecer es llorar

 

me enferma la música infecta de animales el sopor de la sangre no anuncia da el golpe con un do grave reducido a contrabajo la voz del infierno nunca puede compararse a mi sonido haydn desbordando en staccato recibo golpes de tambores mis cuerdas golpes de odio mi serenidad mi contrapunto

 

mi contrapunto una dialéctica entre el ascenso y el descenso una rama sostiene el peso del sol y de la infamia mi desesperación es la vigilia el cierre de mi voz una cajita sin hijos que me sucedan sin sueños que me madruguen

 

añoro de la orquesta mi trama compleja no encuentro mis ojos en la partitura estoy vigente en el peligro confiada en su dulzura ha instigado del hijo su muerte ha alentado con paciencia mi desesperación: el mundo es de los otros cuando mis huesos callan

 

del peligro me angustia su idiosincrasia y su amarillo ácido su estrella fatigada de inocencia su derrame de homicidios cuando beso

 

será la omisión de su belleza lo que asusta? la zona ruin de sus altibajos? recorro la cicatriz zona imperfecta entre pubis y ombligo: no crecerá nadie? ni vocalise de ensueño rachmaninof su seda? quién comprende del cuerpo el desalojo?

el amor muere mientras muere el hueso no tengo piedad: sólo agitar el brazo en compañía de nadie ahora imagino estoy tiesa empecinada ya no escuchan la zarabanda ya no intento humedezco el labio en el dulzor de la madera y duermo

 

la muerte del animal

Contempla el tropel pastando a tu lado: no sabe lo que es el ayer ni el hoy, corre de un lado a otro, pasta, descansa, digiere y vuelve a correr. Así continúa, de la madrugada a la noche, de día a día. Así, con la gana y el desgano amarrado al poste del instante, no siente melancolía ni tedio. Esta observación resulta dura al hombre que, mientras se jacta de su humanidad ante el animal, anhela celosamente obtener su dicha. Es eso lo que desea: cual el animal, vivir sin hastío ni dolor. Pero lo anhela en vano porque no lo desea del mismo modo que el animal. El hombre habrá preguntado algún día al animal: ‘¿Por qué tan sólo me miras y no das cuenta de tu dicha?’. El animal, por cierto, habría querido contestar: ‘Eso ocurre porque siempre olvido lo que quise decir’. Pero en ese instante ya olvidó su respuesta y enmudeció, dejando al hombre atónito.
Friedrich Nietzsche

ya no había párpados que dominar cuando te cerraste por fin y quedaron atascados (y toscos) en el último invierno (y fue mi mano la que te dejó salir) te retiraste con lentitud y nieve el cuerpo largo y distraído combatía contra el cansancio la espera fue un refugio una llama lenta y tóxica olíamos la tensión de la tristeza la deseábamos hasta el dulzor amargo no era cuestión de revolcarnos sino dejar que tus ojos se adelanten y nos hieran

 

era cuestión de herir y desanimar cada segundo un latido menos (una denuncia de tu partida) él apretó tu huella y derrapó hacia dentro mis ojos y yo desteñimos sobre los tuyos amplios rugosidad de almendra tanta mirada (alienación proeza) tanta humanidad de fondo tu desazón tus garras tanta animalidad de fiera nuestro sufrir a partos el final

 

nadie cierra los ojos cuando muere es el impulso de querer quedarse a ciegas redoblando la apuesta: la luz cae brutal sobre las heridas es el impulso de dejar los párpados sobre la mesa recogerlos como a papeles de caramelos y ordenar el lenguaje de los restos sobre una toalla de algodón y otoño en sus esquinas

 

ahí está el poema: donde no están las palabras para señalar lo indómito de tus ojos (tan abiertos de tan adormecidos) donde no aseguran las palabras que el cielo de la enfermedad te lo darán mis manos cuando desplomes y desordenes el viento

 

cada pájaro en tus ojos cada palabra que te llevaste del poema

 

ahí va el poema por donde el sol entra en la palabra para que me despiertes cada siglo de cada amanecer

 

* Jacqueline du Pré nació en Oxford, Inglaterra, en 1945. Fue una virtuosa violonchelista. Sus versiones de los conciertos para violonchelo de Elgar y de Dvorák son prodigiosas e inolvidables. En el auge de su carrera, se le declaró esclerosis múltiple. Murió en 1987.

 


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Video. Lectura en Poesía en el Altillo, septiembre de 2018