La nostalgia es un sello ardiente
Natalia Litvinova
Buenos Aires
Llantén
2020
Por Sabrina Barrego
Amo mi tierra.
La amo demasiado.
Aún cubierta de tristeza como el moho en los sauces.
Serguéi Esenin, Confesión de un granuja
La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni línea. Hay vastos pasajes donde se insinúa que alguien hubo, no es cierto, no hubo nadie.
Marguerite Duras, El amante
¿Quién es Catalina?
Dice Natalia que ella vivió en Gómel, Bielorrusia, hasta los 10 años, en un edificio para nada pintoresco en un sexto piso. Dice que Catalina, protagonista de este libro, era una niña de su edad que vivía en el octavo con sus abuelos. Desde que se conocieron se volvieron inseparables. Los abuelos de ambas habían ido a la guerra.
Natalia dice incluso recordar la tarde en que su amiga le confesó: “Mis abuelos se salvaron porque se amaban mucho, un nazi los iba a matar, pero se abrazaron tan fuerte que se apiadó”. Según ella, sus relatos la contenían y le enseñaban. La última vez que la vio fue en septiembre de 1996 y se despidieron afuera del edificio… Hace dos o tres años se le ocurrió buscarla en las redes y la encontró. En las fotos parecía muy alta, tenía una hija y un hijo, se había casado, era profesional, se tiñó el pelo. Lo que más la impactó fue ver una foto de la hija igual a la Catalina de su infancia. Quiso mandarle un mensaje pero no pudo. Entonces se puso a escribir estos poemas imaginando su vida y, también, cómo hubiera sido la suya si se hubiera quedado en Gómel.
¿Quién es Catalina?
“Un sol que no se apaga nunca, ni siquiera de noche, es la cara de mi amiga Catalina”, escribe Natalia. Cuando abrió la computadora e hizo clic, su fotografía se destacó entre miles de otras portadoras de su nombre; imaginó que, si todas se tomasen de las manos, formarían una cadena que llegue desde Bielorrusia hasta ella.
Catalina es abogada pero no puede defenderla de la trama familiar ni del exceso de nostalgia.
Hace veintidós años que no se ven. Los enamorados se escriben cartas; las amigas absorben el agua de cada una como dos dalias plantadas cerca.
Yo espío entre su correspondencia.
¿Quién es Catalina?
Natalia y Catalina se criaron en las escaleras olorosas a tabaco y a orina. En los ‘90 los borrachos dormían en los rincones oscuros del edificio. Una vivía en el sexto; la otra, en el octavo. Mientras corrían para no ser alcanzadas, los vidrios de las botellas de cerveza crujían bajo sus pies. Catalina es como un caballo, puede ver 360º con la cabeza gacha y, como los caballos, no deja de estar alerta ni aun mojada por la felicidad. Natalia ya no posee amuletos, ni piedras preciosas y se turba en los ascensores. ¿Qué hubiese pasado…? ¿Qué te hicieron tus primos, Catalina, aquella noche en que tus padres no estaban? ¿Dónde estaban los padres? ¿Y las madres?
La mamá de Natalia les enseña cómo un ave que había cazado el gato, luego de su muerte aparente, reacomodó sus alas y salió volando.
Natalia escribe estos poemas-contenedores de palabras que permanecían ocultas en las sombras; palabras que buscan captar la luz. Como una campanilla que se agarra a la pared, así se levanta el poema para tomar una forma decible.
¿Quién es Catalina?
ALGUNOS ESTUDIOS DEMOSTRARON
que las amigas
que dejaron de verse en la infancia
no quieren un reencuentro.
Duele no recordar
los rasgos de una persona.
no conservar objetos
ni ropa que retenga su olor.
Sin embargo cuando nos maquillamos.
una siente que la otra
le sugiere el color para los labios.
No estamos juntas
pero nos acompañamos.
Eso dicen.
A veces me da la impresión de que Natalia no quiere conocer ni contar tampoco, ni siquiera según su imaginario, lo que pudo ser en las dos décadas que han precedido a este libro, aunque encubran al menos un minuto mágico que pudo haber vivido con Catalina. No quiere porque su presencia en esta historia correría el peligro de atenuar un poco la nostalgia de un pasado y un lugar, la agobiante actualidad de esta mujer, de su imagen en su vida. Va, pues, en su busca; la toma ahí donde cree que puede hacerlo, en el momento en que cree que empieza ella a moverse para venir a su encuentro, en el preciso instante en que las dos niñas –mujeres ahora– de cabellos trenzados como hermanas dibujan una casa enrejada en una hamaca que ya no existe.
“Hay un refrán ruso actual que dice que es todavía más difícil predecir el pasado que el futuro”, escribe Svetlana Boym en El futuro de la nostalgia. ¡Y quién se atreve a hacer tal cosa! Esta es la historia contada por la que se fue. La que “abandonó… La nostalgia es la añoranza de un lugar, pero lo que se anhela en realidad es un tiempo diferente –el tiempo de nuestra infancia, el ritmo más lento de nuestros sueños (…) la rebelión contra la idea moderna de tiempo, el tiempo de la historia y del progreso. El nostálgico desea acabar con la historia y convertirla en una mitología personal o colectiva, visitar de nuevo el tiempo como si del espacio se tratara, resistirse a la condición irreversible del tiempo que atormenta a los humanos”.
¿QUÉ SUCEDIÓ CON LAS COSAS
que no pudimos traer? ¿Quién las tiene?
pasaron de mano en mano
estropeándose,
la boina de cuero de papá
los cactus de mamá,
la máquina de coser,
mi ropa de ballet,
la cafetera y los granos esparcidos
sobre las gotas de un tiempo que se detuvo
mientras mi madre molía el café.
Los vinilos de Stravinsky
y los casetes de Víktor Tsoi,
el osito de los juegos olímpicos de 1980,
el departamento de dos ambientes
y el balcón donde volaba nuestro loro.
Todo eso
pegado a mi cuerpo
como una prenda húmeda.
Quizás, a la manera de Cesare Pavese en La Langa, Natalia haya comprendido con dolor que, de tener a su pueblo en su casa, no podría recrearlo como ella desea. Catalina, el edificio, los objetos, los animales, las abuelas, representan una parte de su pueblo. En cambio, ella lo tiene todo junto en su memoria, es ella misma su pueblo, sus huesos, su sangre, todo está hecho de la misma sustancia y, al margen de ella y de aquella tierra, no existe nada. Nada más que dos niñas sentadas espalda contra espalda, masticando un puñado de tierra, el único alimento que podía emanciparlas de sus padres… ese recuerdo ¿Esa ilusión? La ilusión de un tiempo detenido y la desesperación por recuperarlo, pero mejor. Porque acaso ya todo haya muerto de esas dos niñas, excepto eso, la desesperación.
Como en el poema de Ana Ajmátova dedicado a la mujer de Lot:
¿Quién penará por esta mujer? ¿No le resulta
de sobra insignificante a nuestra incumbencia?
Incluso así, nunca la negaré en mi corazón,
ella que murió porque eligió volverse.
¿Quién es Catalina?
“¿Para qué recuerda la gente? ¿Para restablecer la verdad? ¿La justicia? ¿Para liberarse y olvidar? ¿Porque comprenden que han participado en un acontecimiento grandioso? ¿O porque buscan alguna protección en el pasado?”,se pregunta Pierre Bezújov.
Cuando Natalia le pedía a su madre que le hablara de su vida o sobre su abuela, se le iba la voz. En su defensa, decía: “Algunas experiencias no se pueden narrar”. Lo que no podía decirle se lo decía a su amiga Rita. Una mujer que siembra su alimento y sabe que es tan importante enterrar como desenterrar. Natalia, en cambio, la tiene a Catalina, quien existe para nosotros como un personaje durasiano (de los que no tenemos más voces que las imaginadas, tal vez escuchadas, pero siempre referidas por la autora). En una entrevista, Marguerite Duras menciona la explosión en la central de Chernóbil como la prueba real de un fin colectivo y progresivo de la humanidad de alcances incalculables. ¿Con qué palabras transmitir lo vivido? ¿Y el desarraigo? ¿A quién mostrarle estos poemitas que sea capaz de entender, de percibir apenas el aroma que sueltan estas flores nacidas en la tierra del sarcófago humeante? (“No todos saben cantar, no todos saben ser manzana y caer a los pies de otro”, afirmaba Esenin). ¿Será Catalina algún tipo de sustitución de la soledad? Surge el esquema de la repetición, el contar infinitas veces con metáforas reafirmando lo que en un contexto de verdad sucedió, componiendo en sintonía con los fractales de la memoria. Todo se señala, se enuncia en voz alta como por primera vez. “Ha sucedido algo para lo que aun no tenemos un sistema de representaciones, ni casos análogos, ni experiencia, para lo que está adaptada nuestra vista, nuestro oído, ni siquiera nuestro diccionario nos sirve. (…) ha comenzado una nueva historia de los sentidos”, escribe Svetlana Aleksiévich en Voces de Chernóbil. Refiriéndose al mundo de Chernóbil, las sensaciones, los sentimientos de las personas que estuvieron en contacto con lo desconocido. Con el misterio. Con lo que para muchos sería preferible olvidar. Sepultándolo todo en ese agujero diabólico bajo toneladas de arena y de cemento. Nadiezhda Mandelstam, en Contra toda Esperanza, dice que en los períodos de violencia y terror la gente se esconde en su cascarón y oculta sus sentimientos, pero esos sentimientos son indestructibles y no hay educación que acabe con ellos. Incluso si consiguen desarraigarlos en una generación —y en su región se consiguió en gran medida—, vuelven a resurgir en la siguiente. Pienso ahora en las flores que por estos días pueblan las calles de Bielorrusia. “Una flor te puede cambiar la vida”, profetiza Natalia (aunque lo imagino a la manera de Ajmátova, muy a su pesar).*
Forzosamente, la Rusia blanca, se ha convertido en la tierra de Chernóbil. Por eso Natalia no puede no escribir estos poemas. Lo hace desde su condición de migrante donde se confunden el dolor de la edad primera con el dolor del siglo, con el color del país que navega. Lo hace dentro de la tradición de la literatura rusa que pareciera estar signada por la tragedia y el exilio (dicen que Marina Tsvietáieva se ahorcó con la cuerda que había utilizado para su maleta de exiliada).
Por la nostalgia.
Nostalgia –de nostos, regreso al hogar, y algia, añoranza– es la añoranza de un hogar que no ha existido nunca o que ha dejado de existir. Es un sentimiento de pérdida y de desplazamiento, pero también un idilio con la fantasía individual. La patria ya no existe como tal, sino como un sello mítico. Escribir es migrar, con la costumbre rusa (¿?) de no dejar más que tierra quemada detrás. Lo hace traicionando la lealtad al silencio. Pienso en la historia de las guerras, en los quemados por el sol del estalinismo, en la tragedia nuclear. Todo como una masa incandescente. No en forma de tierra, sino más bien de aire, de partículas invisibles y radiantes, sin encofrado que las contenga. Así, la nostalgia es un sello ardiente: la sensación de no poder nunca más quitarse el sabor metálico de la boca.
¿Quién es Catalina?
Catalina es una madre. Natalia, no. La mamá de Natalia fue a dar a luz sola en el hospital. Tuvo que gritar para que le hicieran la cesárea. Según Natalia, su madre temía desangrarse como le pasó antes a otra mujer. Cuando pidió ser llevada con las demás, las enfermeras se rieron de ella. Esas cosas, como escribe Natalia, duelen más cuando son de mujer a mujer. Natalia nació en septiembre del ‘86, un mes antes de que floreciera el azafrán y cuatro meses después de la explosión.
Su padre se lamentó de que no fuera varón.
En Cesto de trenzas (2018) revisita un universo de vínculos femeninos. Los hombres, o no estaban por causa de la guerra o estaban locos o mudos. Las mujeres trabajaban y criaban, algunas iban a ver a sus amantes; otras se reunían y contaban chismes, cantaban, bordaban, lloraban, se acostumbraban al hambre, usaban talismanes, guardaban sus trenzas en cestos al cortarlas. Pero todas juntas retratan una vida comunitaria, en el campo hasta la muerte con sus vacas y sus cultivos. Ahora, la figura de la madre atraviesa la escena como el personaje más extraño, más crudo conocido. Es total. No hay casi metáforas para ella. Enferma de melancolía y celadora de su pasado. Portadora de un silencio desesperante que golpea más que cualquier palabra, que cualquier gesto. Es también –como su hija– la que se va. “Mame”, dice el poema de Nika Turbiná (en la versión de Natalia), “Anotá todas mis frases. Si no, vendrán noches sin sueño. Juntá mis páginas en un cuaderno grande. Yo después trataré de revisarlo. Atendé a mi único pedido no me dejes sola. Todos mis poemas se convertirán en desgracia”. La mamá de Natalia lee el destino en los nudos del cabello; a veces ella se despeina para engañarla. Cuando parece perdida en las palabras, Natalia recurre a las imágenes pictóricas como si en sus autorretratos se mirara como a una desconocida o como a algo con lo que acaba de tropezarse. Los retratos de las otras son más personales; su enfoque, más cercano. Consecuencia probable de escribir apostando al riesgo de perderse.
Cuando Frida Kahlo le dio la pintura de El venado herido como regalo de bodas a sus amigos, escribió la siguiente nota en una servilleta: “Ahí les dejo mi retrato, para que me tengan presente, todos los días y las noches, que de ustedes, yo me ausente. La tristeza se retrata en todita mi pintura pero así es mi condición, ya no tengo compostura”.
Hay en el ámbito poético –el único que pareciera no resultarle raro a Natalia– una suerte de identificación con la imagen de la quimera vinculada directamente con las mujeres y su biología salvaje. A la naturaleza de una imaginación dilatada, enrarecida como flores que crecen bajo la nieve. Estas bestias fantásticas que crecen extrañas, como el trigo sembrado a destiempo, son capaces de encarnar diferentes rasgos, pieles y personalidades opuestas y a la vez complementarias. Natalia. Catalina. La madre. Las abuelas. Las nueve flechas. Las nueve lunas. La que duerme abrazada al hijo que no se le asemeja. La idea de los hijos. Las del vientre lleno, las del vientre vacío. El mismo vientre, esa fortaleza de sangre alrededor de una, que primero contiene y luego suelta. La lana bajo los párpados, el corazón de la oveja, el hueco, el aljibe, el pozo sin fondo. Los pactos de la infancia. Los celos. Las traiciones a esos pactos. Las trenzas. La tintura del cabello. La gata que duerme en lo que hubiese sido un ajuar. La incapacidad de diferenciar la realidad de la ficción. El olisqueo de las señales. Las hierbas mágicas. El bordado familiar. La amenaza de las mujeres de mundo, de los primos y de los lobos. El viento que se recuesta en el vientre de las ovejas para convertirlas en madre. La matrilinealidad y la imposibilidad de engendrar pero no de criar entre mujeres. La hija nueva con ojos de Lobelia; la madre ya, un floripondio vencido.
Natalia y Catalina marcaban a navajazos sus iniciales en los árboles y colgaban condecoraciones a las que ordenaban defenderlas de cualquiera que dijese que algo debía fecundarlas. Estaban estampadas, diría Víktor Shklovski, con formas diferentes, pero tenían la misma voz si se las apretaba. ¿Qué sucedió? ¿Qué cosa las complementa o las separa? ¿Qué hubiera pasado de permanecer juntas, existió remotamente esa posibilidad? ¿Es posible ver con los ojos de otra? ¿Cuál es el límite con esa zarza que quema si no se aleja? ¿Qué tan perturbadora es la voz de ese ángel del cielo en forma de llama? ¿Qué refleja de mí misma? ¿Qué de mi alma teme? ¿La pequeñez de la mirada para captar lo eterno, el vacío? ¿Lo que no se puede tocar con estas manos? ¿Quién soy yo? (¿Ya no soy yo?) ¿A quién soy capaz de amar? ¿Habrá regreso posible? Cuando Dios le habla a Moisés entre las llamas, le pide que se quite las sandalias porque de ahora en más es tierra santa la que está pisando. El refrán gastado de ponerse en los zapatos de la otra brilla sobre la herida, entre tener lo que se tiene y aquello que se esperaba (lo propio y lo ajeno), entre las elecciones personales y los juicios de valor, entre el crecimiento y el profundo reconocimiento del paso del tiempo y la caída de los mitos de la infancia. (Según Anne Carson, todo mito es un patrón ornamental, una proposición de dos caras que permite al usuario decir una cosa y significar otra, llevar una doble vida. De ahí la noción primitiva en el pensamiento clásico de que todos los poetas mienten). Y la advertencia que Nabokov les hace a los críticos literarios con respecto a preguntarse si los símbolos que se descubren no son la huella de la propia pisada.
En la pintura del venado (que no se parece a Natalia), aparece en la parte inferior izquierda del cuadro la palabra carma que significa “destino”. El animal en esta pintura está rodeado de árboles y atrapado. Está atado a su destino, a la batalla de los sexos, al hambre de parir.
En la otra pintura de Kahlo que Natalia pegó en su cuaderno, junto a la foto de las dos amigas, hay un corazón que sobresale, punzante, como un corderito que corta a los mordiscones un cordón umbilical pero unido a nada. Acaso porque pudo ver el mundo y –aunque ya sin calma– escribir poemas como hilos a los que agarrarse cuando ya no se quiere (o puede) seguir.
* Mientras escribo este texto, la campaña de Aleksandr Lukashenko, actual presidente de Bielorrusia, cargo que ocupa de manera autoritaria desde el 20 de julio de 1994, contra la oposición es sistemática y las represalias y detenciones de voces críticas se agravan, la premio Nobel de Literatura Svetlana Alexiévich tiene miedo de ser la siguiente. La escritora es la única de los siete líderes del Consejo de Coordinación de la perseguida oposición que aún permanece en libertad en Bielorrusia. Alexiévich ha hecho también un llamamiento a la “intelectualidad rusa”: “¿Por qué callan? Escuchamos solo esporádicas voces de apoyo. ¿Por qué callan cuando ven que pisotean a un pueblo pequeño y orgulloso?”. En las calles, las movilizaciones sociales por la democracia y contra Lukashenko han cumplido ya un mes y no decaen, pese a que los arrestos son cada vez más agresivos, centenares de personas se manifiestan con ramos de flores en las manos.
10 de septiembre de 2020
Referencias
Aleksiévich, Svetlana. Voces de Chernóbil, España, Debate, 2015.
Boym, Svetlana. El futuro de la nostalgia, España, Antonio Machado, 2015.
Duras, Marguerite, La pasión suspendida, Buenos Aires, Paidós, 2015.
Litvinova, Natalia. La nostalgia es un sello ardiente, Buenos Aires, Llantén, 2020.
Mandelstam, Nadiezhda. Contra toda esperanza, Barcelona, Acantilado, 2012.
Shklosvski, Víktor. La tercera fábrica / Érase una vez, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2012.
Links
Poemas de La nostalgia es un sello ardiente. En Jámspter / Espacio Murena
Entrevista. «La poesía me da la posibilidad de retratar a los seres que amo», por N. Igolnikov