No ceder ante el espanto/ Toque de queda, de Lidia Fernández Budelli

Toque de queda
Lidia Fernández Budelli
Buenos Aires
Ediciones en Danza
2019

Por Leandro Llull

Como nos advierte al principio, veinte años le llevó a Lidia Fernández Budelli volver a leer este texto antes de publicarlo. Escrito en una experiencia de trabajo en Ruanda durante la guerra civil y el genocidio de los 90, Toque de queda nos convoca desde el pozo del horror a través de una voz atenta, que no da vuelta la cara ante el dolor propio o ajeno, pese a las contradicciones de ese mirar.

El punto máximo al respecto nos lo plantea el poema «Palabra», al preguntarse y preguntarnos «Cómo decir machete / sin decir mutilaciones«, como si la presencia de esa herramienta solo pudiera traer la muerte en su pronunciación. Esta cuestión atravesará todo el libro, siendo la tarea de la voz intentar hallar algún grado de esperanza, aún cuando no ceda ni por un instante, como ya señalamos, de exhibir el espanto, la injusticia, las inclemencias, la impiedad: «mientras crece esa nada doliente / en que desaparece todo, todo / menos la noche y la densa oscuridad / que avanza sin carros ni ruedas / sobre las cosas hasta alcanzar / el todo de la noche y el ápice / del aparente vacío (de 7 de abril en Ruanda)».

Podríamos decir que esa esperanza se manifiesta en forma de pequeñas epifanías, como en «Un camino de mangos y mamones», donde la figura del machete se desdobla, encuentra un filo bondadoso, fraternal: «Este país fue siempre verde / y ahora más, abonado / por los niños. / Ellos lo saben, / crecen inocentes, sabios; / plantan mandioca, coles y tomates. / Chas, chas, chas / el machete segará el alimento / para los hermanos y algún día, / ¿segará la vida de los hermanos? / Chas, chas, chas. // Mientras tanto, río y juego / con los niños, luminosos, / oscuros, palpitantes, / y cantamos canciones de amor / a un costado del camino«.

También en «Capitulaciones necesarias al atardecer», nos topamos con un freno a la furiosa inercia de la guerra: «Al salir del pueblo, el soldado / alzó su arma y apuntó; / un niño se escondía entre el follaje / y cuando un gemido / se interpuso entre ambos / el pequeño se acercó // y tomó su mano. / Juntos caminan ahora / sobre la sangre / cuarteada por el sol«. Piezas como estas evidencian a la vez la absorción de recursos en la construcción de la imagen de las poéticas ancestrales africanas (enumeración, acción sucesiva, adjetivación intensa), como una marca de esta voz. Reparemos, entonces, en el título de un texto que bien podría valer como un poema en sí mismo: «Frente al edificio blanco con hombres blancos que usan camionetas blancas». O en los versos finales de «Persistentes», cuando el ojo hace paisaje de lo humano: «Persistentes hombres y mujeres / como estas colinas verdes. / Colinas verdes en el sol, sí, / grises en la sombra».

Asimismo, el amor hace su aparición con frecuencia a lo largo de las páginas. Es un encuentro, como casi todo en el mundo que se aborda, desgarrado, mutilado, cruento: «Ella no sabía del amor / cuando él le entró el machete por el lugar del hijo. // El le había entrado el hijo a más de una mujer, y tampoco sabía del amor«, leemos en «Amores más que perros». O, a lo sumo, se trata de vínculos teñidos por la conmoción: «Al amanecer, cuando el aire de aquel / silencio tan blanco enfrió las sábanas«, nos relata «En el hotel Mille Collines se escuchan frecuencias de radio que llaman a matar«.

Por último, la conformación del ethos en la voz nos la presenta en su saberse pequeña, y apenas denunciante y conmovida, conocedora de sus limitaciones tanto fácticas como dicentes. Por eso, en «Tan chiquito país», al compararse en un tono mixturado por la ironía y la sinceridad con el universo, ella nos afirma: «En cuanto al gran universo, no sabe nada de mí / en este límite, ni de la mesa o la vela, / mira un paisaje de eras y constelaciones / con la vista perdida, tan displicente // como yo frente a las luces desperdigadas / por las colinas y ese piojo en la mota / de mi vecino, que caracolea en la espesura«.