Persigo el viento
Fernanda Bracco
Rosario
CR Ediciones
2019
Por Leandro Llull
Dos parecieran ser los polos de exploración de este segundo libro de Fernanda Bracco. Por un lado, la percepción de lo vivo presente (plantas, animales, afectos, el propio cuerpo) y, por el otro, las formas en las que la memoria adviene recuerdo. Así, con el correr de las páginas, en un lento degradé mixturado, la voz nos hará recorrer un camino desde la inmediatez que la rodea hacia la hondura de las luces mnémicas que pulsan por salir de sus capas de sombra. Pero este trazo no será lineal, sino que ambas zonas se entrecruzarán, con mayor o menor intensidad, a lo largo del texto.
En principio, lo doméstico y lo cotidiano se instauran como cantera para el hallazgo. Las criaturas, el entorno, las sensaciones y emociones de lo cercano despiertan en la voz un tratamiento ambiguo; en parte tierno y compenetrado, en parte lo suficientemente distante como para no dejar de registrar el cruel juego de las fuerzas de la naturaleza. Leamos el poema «Cada uno», donde la ambivalencia del yo (cuasi árbol, cuasi humano) pone a la vista el costado desgraciado y a la vez celebratorio de la existencia: «Cada uno roe su propio carozo de inteperie / hasta el centro, / hasta la pepita amarga que después sepulta / bajo una abundante turba de olvido. // Arbolitos extraños, variopintos crecen, / desencantados algunos, intrépidos otros, / se aferran al suelo o asoman / por una grieta entre las piedras. // Desarraigados o espinudos, sostenidos por el aire / y el ansia de sombra, / cada uno macera lo amargo y a su modo / da frutos velados o llenos de luz«.
En «A lo lejos un croar de sapos y de ranas», la dislocación sobre la que se equilibra el poema tiene lugar entre el pasado y el presente, ya que la voz pinta (sí, compone) la escena bajo una tonalidad adulta, desengañada, y la acción transcurre en ese ahora interminable de la infancia. El choque de tiempos y miradas responde a la vocación de reconocer en lo cotidiano —a toda costa, pero sin quimeras— el estallar transparente de las burbujas del olvido. Así leemos: «Estoy trepada a la ventana desde que empezó el viento. / La tormenta dejó un tendal de ramas / en la calle llena de charcos / y ahora los árboles sueltan las gotas de lluvia / rezagadas en sus hojas. // Entonces el silencio todo de nuevo se quiebra / por un croar de sapos y de ranas / en las alcantarillas. // Tengo una sensación extraña, / igual que si estuviera fuera de mí cantando / como una rana más o fuera parte / de esa rara luz de resolana que envuelve todo. // Es una emoción que colma y duele. / Voy a buscar a mi mamá que sigue con sus cosas / pero no sé cómo contarle esto que siento, / no sé cómo se llama«.
Pero la marea de la memoria no es fácil y las olas del recuerdo no pueden ser domadas. Estas deben brotar, surgir de lo real presente, próximo, a través del roce con las cosas, como en «Huellas», cuyos versos descubren: «Busco en el fondo de mis ojos / pero no alcanzo a reunir los gestos / singulares de sus rostros vivos. // Tampoco puedo recordar las voces, / solo me parece oírlas en algunos sueños. // A veces creo ver a mi papá / frotar sus manos con diadermina / para suavizar las estrías de la cal // y las manos de mamá minuciosas / separando las hojas de achicoria recién cortada / o alisando la ropa en los baúles. // El roce de las caricias y los abrazos / sí aflora nítido en la memoria del cuerpo. // La piel retiene en sus pequeños surcos / las huellas de otras manos«.
Cuestión aparte y principal es la tonalidad. Dos textos se hacen contrapeso a la manera de ars poéticas opuestas. Uno es «Campanitas al viento», en el que se nos dice “Sigo buscando un tono firme pero suave, / un lila sostenido / de campanitas silvestres”, y el otro, «Falsas frutillas». Leamos este último: «Intento dibujar las frutillas silvestres / que asoman entre las piedras del jardín, / y sobre todo, el detalle de las hojas afelpadas. // El resultado me recuerda aquellas láminas / de botánica de trazo lineal y colores diluidos, / misteriosas, con sus nombres en latín. // La Duchésnea índica, de flores amarillas, / frutos rojos e insípidos y efectos astringentes, / queda suspendida fuera de su entorno / sobre el fondo claro de papel con las raíces en el aire. // Anoto que había unas gotas de rocío en las hojas / y algunas hormigas escalando los frutos / picoteados por los benteveos. // Nada de esto entra en el dibujo«.
Esa inocencia y esa acritud desnudan el fracaso de la heredada ilusión taxonomista de la Edad Moderna (“traspuesta al lenguaje, la planta viene a grabarse en él y, bajo los ojos del lector, recompone su forma pura”, como señala Michel Foucault en Las palabras y las cosas) y a la vez traducen en el acto del poema la esperanza de captar con fidelidad el fuego de la cosa, más allá de la imposibilidades del lenguaje.
Lo que no entra en el dibujo es la lengua que intenta apresar o reproducir; lo que se despierta son las hojas afelpadas, que se presentan ante el lector en su vibración y su caricia igual que las campanitas lilas silvestres, sostenidas en el aire que nos mueve, y de ese modo logra Fernanda Bracco la fragua que constituye su poética.
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Reseña. «Materia viva», por C. Battilana