Donna Stonecipher (1969) es una de las poetas norteamericanas más importantes de su generación. Es Master of Fine Arts de la Universidad de Iowa, y PhD in English and Creative Writing de la Universidad de Georgia. Entre sus libros publicados se cuentan Souvenir de Constantinople (2007), The Cosmopolitan (2008), Model City (2015) y Transaction Histories (2018). The Cosmopolitan y Model City han sido traducidos al español por Cristián Gómez y publicados ambos por Ediciones Liliputienses (Cosmpolita, 2014 y Ciudad modelo, 2018). Su obra gira en torno a una cuidadosa meditación en torno a la vida en una sociedad post-industrial, donde los avances del Primer Mundo crean una representación fantasmagórica de los habitantes de esas ciudades (y de las ciudades mismas) que se repiten como un continuum de servicios acomodados a la uniformidad de los viajeros y su vida en los aeropuertos. La reificación de la experiencia transforma, por ejemplo, todas las casas que se habitan en hoteles o AirBnb. El mundo urbano no es sino una sucesión de planos que se reemplazan los unos a los otros sin que exista la posibilidad de una identidad definitiva. Todas las ideologías son un sueño vivido en otra época, de la cual sólo podemos contemplar/añorar sus ruinas. Los poemas incluidos en esta selección pertenecen al libro por ahora inédito The Ruins of Nostalgia.
Cristián Gómez Olivares
LAS RUINAS DE LA NOSTALGIA 1
En el otoño nos poníamos nostálgicos por el verano. En el invierno nos poníamos nostálgicos por el otoño. En el verano nos poníamos nostálgicos por la primavera. Pero en la primavera no nos poníamos nostálgicos por el invierno, ni siquiera por su quietud, o su chocolate caliente, o sus videos de incendios, aunque sí le pedíamos a nuestro padre, de vez en cuando, que nos contara como, cuando era niño, el lago artificial que está en el medio de nuestra ciudad se congeló en invierno, y como un día de diciembre el hielo se rompió bajo sus pies y apenas se salvó de ahogarse gracias a un vecino de su misma edad cuyo nombre ya no recuerda. Nos poníamos nostálgicos por el lago congelado que nunca habíamos visto, quiero decir, por el lago que nunca habíamos visto congelado, el lago artificial donde nadábamos durante los veranos después de que se había congelado. Era difícil imaginar el lago del verano congelado. Era difícil imaginar el lago del invierno veraniego. Era difícil imaginar que hubieran hecho el lago, que no hubiera brotado espontáneamente de un manantial verde y lleno de barro. Nos poníamos nostálgicos por los inviernos que habían descendido antes de que tuviéramos conciencia, como si esos inviernos existiesen en globos de nieve que pudiéramos guardar en nuestros veladores y soñar con caer y al atravesar el hielo somos siempre rescatados por vecinos que después se volverán extraños. El lago siempre está derritiéndose en las ruinas de la nostalgia.
LAS RUINAS DE LA NOSTALGIA 2
Estábamos pasando las fotos de una perdida tribu mongoliana en internet en nuestra laptop después del trabajo. Hicimos click en ese titular para cazar clicks “tribu mongoliana perdida” y estábamos mirando la foto de una niña aferrándose a la cría de un reno como si fuera un animal de peluche, bañándolo en un lago. Estábamos pensando en la relación simbiótica de la perdida tribu mongoliana con el reno, mientras mirábamos la fotografía de un bebé dormido encima de un pedazo de piel. Estábamos pensando en la antropología, y en la paradoja del observador observado, preguntándonos cómo una tribu mongoliana puede estar perdida si ya ha sido encontrada por el observador observado, que ha perdido su ojo de cristal y objetivo al encontrar aquello que ella quería ver desde un principio. Estábamos imaginando antropólogos observando nuestro propio comportamiento, anotando nuestra relación simbiótica con nuestra laptop, anotando el número de clicks que gastamos en esos cazadores de clicks esperando satisfacer nuestra nostalgia por las relaciones simbióticas con los animales que nunca habíamos tenido, anotando nuestra nostalgia por la posibilidad de vivir perdidos, no encontrados. Las ciudades habían permitido durante un siglo y medio que algunos de nosotros viviéramos perdidos, pero fuerzas más allá de nuestro control estaban insistiendo ahora que viviéramos encontrados. * Debajo de la última fotografía se leía que la perdida tribu mongoliana sobrevive del dinero de los turistas, de los observadores observados que vienen a montar hacia el pasado en los simbióticos renos. Así, como esos videos calificados de “extraños” que están colgados a todo lo largo de internet, la perdida tribu mongoliana nunca estuvo para nada “perdida”. Y esa es la cosa: el observador es siempre el observado, y el observado el observador, en las ruinas de la nostalgia.
LAS RUINAS DE LA NOSTALGIA 19
Habíamos estado en el museo del secreto servicio, en el museo
de los documentos-hechos-pedazos-y-vueltos-a-recomponer, en el
museo de la casa de 183o de la millonaria familia de los Biedermeier,
en el museo del departamento de 1905 de una familia obrera, al
museo del país que ya no existe, al museo de historia de la oficina
postal, al museo de la historia de los relojes. Habíamos visto los
brazaletes hechos con el cabello de la amada, los Kaiserpanorama,
los tubos neumáticos, los relojes de arena, los pedazos, los micrófonos
escondidos en los tupés, los espejos dorados reflejando nuestros rostros,
las dos habitaciones en que vivían ocho personas, las ocho habitaciones en
que vivían dos personas, los pedazos, las bandejas con frágiles mariposas
transportando una carga, las clepsidras de plata, el tic-tac, los simulacros,
los pedazos, las vitrinas, las cuerdas de terciopelo, los idealizados retratos
de la gente con poder, las borrosas fotografías de los que no lo tienen,
los pedazos, las borraduras, las borrascas del tiempo, las garantías, las fachadas
rosas, el tic-tac, la movilidad social, los pedazos, las fortunas que se vienen abajo,
las caídas en espiral, el tic-tac, el tic-tac, los pedazos, los pedazos. Habíamos
estado en el museo de las ruinas de la nostalgia.
LAS RUINAS DE LA NOSTALGIA 26
Incluso si, inconscientemente, los habitantes de la ciudad estaban contentos con los huecos. Loteos vacíos entre edificios, lotes vacíos en las esquinas, fueron aquí un bar artesanal, allá un parquet improvisado encajado entre muros de ladrillo, o la yerba verde que dejaron crecer sin prestarle atención. Incluso si inconscientemente, los habitantes estaban contentos con los lotes vacíos, que parecían permanentes, habían hecho a la ciudad permeable; su facilidad, la forma en que los huecos permitían que los ecos circularan, que los habitantes de la ciudad respirasen con mayor tranquilidad, porque si había espacio extra, entonces con toda seguridad había tiempo extra, lotes y loteos de tiempo desocupado y sin maximizar para llenar los huecos y vaciarlos de nuevo. O eso parecía. * Por supuesto que era extraño alegrarse de que las bombas hubieran volado en pedazos los edificios, estar agradecidos porque el estado en bancarrota permitiera que los huecos continuaran como huecos, por lo que al yacer sobre la yerba de un parque accidentalmente infantil, uno sólo escuchaba la pelota de ping-pong de ida y vuelta rebotando por encima de la mesa de concreto. Y pensaba con indolencia de los propios déficits y los propios extras. * Entonces, un día, uno de los huecos de la ciudad que parecía permanente fue llenado. No mucho después, durante la noche—algunos más. Más gente, al parecer, quería convertirse en habitantes de la ciudad marcada por el espacio y el tiempo extra. Más gente que el espacio extra que había para ellos. La gente que se había mudado hace mucho tiempo atrás a la ciudad marcada por el tiempo y el espacio extra comenzó a mirar fijamente a la gente que se estaba mudando ahora a la ciudad marcada por el tiempo y el espacio extra, quienes pronto empezarían a mirar fijamente a la gente que pronto se estaría mudando a la ciudad marcada por el tiempo y el espacio extra. * Pronto cualquiera de esos lotes que aún quedaran vacíos se convertirían en sitios de proyección y deseo. Porque tan pronto como un hueco se llenaba, desaparecía, aparentemente para no volver más. Y pronto la ciudad ya no parecería permeable. Y esto parecería permanente. * El contenido, a la larga, no era sinónimo de la forma; algunas formas del contenido hicieron volar en pedazos algunas formas de la forma. La forma vacía sólo era formal. Una cantidad extra de gente quería tiempo y espacio extra, lo cual rápidamente agotó el espacio extra, lo que significa que el tiempo extra desapareció, también; para no volver. Y así son las cosas en las ruinas de la nostalgia.
THE RUINS OF NOSTALGIA 1
In the fall we were nostalgic for the summer. In the winter we were nostalgic for the fall. In the summer we were nostalgic for the spring. But in the spring we were not nostalgic for the winter, not even for its quiet, or its hot cocoas, or its video fires, though we did ask our father from time to time to tell us about how, when he was a child, the man-made lake in the middle of our city froze over every winter, and how one December day he broke through the ice and was only saved from drowning by a neighbor boy whose name he can no longer remember. We were nostalgic for the frozen lake we had never seen, that is, for the lake we had never seen frozen, the man-made lake we had swum in during the summers after the lake froze. It was hard to imagine the summer lake frozen. It was hard to imagine the winter lake summery. It was hard to imagine the lake being made, and not just spontaneously welling up its murky green effluence. We were nostalgic for winters that had descended before we were sentient, as if those winters existed in snow globes we could stow on our nightstands and dream of falling and falling through the ice we are always rescued from by neighbors who become strangers over time. The lake is always melting in the ruins of nostalgia.
THE RUINS OF NOSTALGIA 2
We were clicking through photos of a lost Mongolian tribe on the internet on our laptop after work. We had clicked on the click-bait headline “lost Mongolian tribe” and were looking at a photo of a girl clutching a baby reindeer like a stuffed animal, bathing it in a lake. We were considering the symbiotic relationship of the lost Mongolian tribe to reindeer, while looking at a photograph of a human baby asleep propped on a furry flank. We were thinking about anthropology, and about the paradox of the observed observer, and wondering how a Mongolian tribe can be lost if it has already been found by the observed observer, who has lost her own glass eye of objectivity when she has found what it is she wanted all along to see. We were imagining anthropologists observing our own behavior, noting down our symbiotic relationship to our laptop, noting down the number of clicks we expend on click-bait hoping to satisfy our nostalgia for symbiotic relationships with animals we’ve never had, noting down our nostalgia for the possibility of living lost, not found. Cities had for a century and a half permitted some of us to live lost, but forces beyond our control were now insisting that we live found. * Under the final photograph it was written that the lost Mongolian tribe survives on money from tourists, on observed observers who come to take rides into the past on symbiotic reindeer. So, like videos marked “rare” that are uploaded to the entire internet, the lost Mongolian tribe was never “lost” at all. And that’s the thing: the observer is always the observed, and the observed the observer, in the ruins of nostalgia.
THE RUINS OF NOSTALGIA 19
We had been to the secret service museum, to the shredded
documents-being-pieced-back-together museum, to the
museum of the wealthy family’s Biedermeier house from1830,
to the museum of the worker family’s apartment from1905, to
the museum of the country that no longer exists, to the
museum of the history of the post office, to the museum of
the history of clocks. We had seen the bracelets made of the
beloved’s hair, the Kaiserpanorama, the pneumatic tubes,
the hourglasses, the shreds, the microphones hidden in the
toupees, the gilded mirrors reflecting our faces, the two rooms
eight people lived in, the eight rooms two people lived in,
the shreds, the trays of frangible butterflies carrying freight, the
silvery clepsydras, the ticking, the simulacra, the shreds,
the vitrines, the velvet ropes, the idealized portraits of the
powerful, the blurry photographs of the powerless, the shreds,
the erasures, the eras, the sureties, the pink facades, the
ticking, the upward mobility, the shreds, the plunging
fortunes, the downward spirals, the ticking, the ticking, the
shreds, the shreds. We had been to the museum of the ruins
of nostalgia.
THE RUINS OF NOSTALGIA 26
Even if unconsciously, the city’s inhabitants had been glad of the holes. Empty slots between buildings, empty lots on corners, where here a handmade bar, there an impromptu park had been wedged between brick walls, or the green grass had just been left to expand unchecked. Even if unconsciously, the inhabitants had been glad of the empty lots, which had seemed permanent, rendered the city permeable; the ease of them, the way the holes allowed the whole to breathe, the city’s inhabitants to breathe more easily, for if there was surplus space, then surely there was surplus time, lots and slots of unoccupied and unmaximized time to fill the holes and empty them again. Or so it had seemed. * Of course it was a little odd to be glad of the bombs that had blown the buildings to bits, to be grateful for the failed bankrupt state that had enabled the holes to remain holes, so lying on the grass of an accidental playground, one just listened to the ping-pong ball batted back and forth across the concrete table. And thought idly of one’s own deficits and surpluses. * Then, one day, one of the city’s holes that had seemed permanent was filled. Not long after that, overnight—a few more. More people, it seemed, wanted to become inhabitants of the city marked by surplus space and time. More people than there was surplus space for. The people who had moved a long time ago to the city marked by surplus space and time started staring at the people who were now moving to the city marked by surplus space and time, who would soon be staring at the people who would soon be moving to the city marked by surplus space and time. * Soon any remaining empty lots became sites of projection and desire. Because as soon as a hole was filled, it was gone, seemingly never to return. And soon the city would no longer seem permeable. And this would seem permanent. * Content, it turned out, was not synonymous with form; some forms of content blew some forms of form to bits. Empty form was just formal. A surplus of people wanted surplus space and time, which swiftly used up the surplus space, which meant the surplus time was gone, too; never to return. And so it goes in the ruins of nostalgia.
Cristián Gómez Olivares (Santiago de Chile, 1971). Poeta y traductor. Ha publicado, entre otros títulos, Alfabeto para nadie (Ediciones Fuga, Santiago, 2008), La casa de Trotsky (La isla de Siltolá ediciones, Sevilla, 2011) y El hombre de acero (Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2020). Tradujo los libros Cosmopolita (Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2014) y Ciudad modelo (Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2018), de Donna Stonecipher, la plaquette Yo solía decir su nombre, de Carl Phillips (Siglo XXII, D.F., 2020) y de Mónica de La Torre compiló y tradujo Feliz año nuevo (Ediciones Luces de Gálibo, Málaga, 2017). Junto a esta última, publicó la antología Malditos latinos, malditos sudacas. Poesía hispanoamericana made in USA (Ediciones El Billar de Lucrecia, D.F., 2009). Co-dirige, junto a Edgardo Mantra, la editorial de poesía en traducción 51GLO V51NT1Dó5, de México.
Links
Poemas. En Vallejo & Co / Jámpster