El pájaro rojo
Mary Oliver
Versión de Natalia Leiderman y Patricio Foglia
Buenos Aires-San Justo
Caleta Olivia
2017
Por Gabriela Bejerman
Es muy fácil escribir poesía joven cuando se es joven, otra cosa es rehacerse joven en el deseo poético: “voy a cumplir ¡ay! Setenta. Y todavía/ enamorada de la vida. Y todavía/ llena de entusiasmo”. El enamoramiento parecería el campo exclusivo de la juventud, ese salvajismo irrefrenable que cualquier viento indiscreto convierte en lamento. Mary Oliver, en cambio, sabe seguir enamorada. Cada vez que sale al mundo, las dunas, las rosas, el mar, el pájaro rojo están ahí para encender el latido, la vida del corazón “anhelante de frescura y de respuestas”. “Caminé despacio, y escuché/ las raíces locas, en la tierra empapada, riéndose y creciendo”. Y se abre, agradecida, a la felicidad de no tener que estar encerrada en la casa del yo, tan angosta e incómoda, ese rígido lugar de donde salen el lamento o la queja, donde el yo se mira furioso al espejo porque no puede ver otra cosa.
El perro, maestro sabio, sabe llevarla donde hay que ir: afuera. “¿Libros? Una vez me comí uno y fue suficiente./ Salgamos”. Y no sólo el perro: el zorro, el sapo, las flores, los seres del reino vegetal y hasta el mineral, el gran océano, el río en su eterno discurrir, son los maestros que aguardan un paseo para ofrecer su aprendizaje. Y el poema se compone igual: “suena como un río saltando y cayendo”. Leer a Mary Oliver se parece a una road movie, salvo que aquí no hay road, sino senderos a lo sumo. Hay que abrirse paso, o andar por las anchas playas que tocan el horizonte. Hace falta mucho espacio para ser. Esta poesía pequeña y susurrada nace de una zambullida en el mar, en la inmensidad, atesoramos su sabiduría sin esfuerzo ni opulencia, queda titilando en nosotros, en forma de sonrisa y leve reverencia. “¿Quién conoce las penas del corazón?/ Dios, por supuesto, y nuestro yo más íntimo./ ¿Pero quién más? ¿Alguien o algo más?/ (…) Tal vez el zorzal, que canta/ solitario, a la vera del bosque/ para cada uno de nosotros/ desde su cuerpo mortal, su propio límite de plumas, (…) desde toda la ternura memorable”.
Leer a Mary Oliver es ser guiada por un maestro perro, por un maestro río, es salir de la casa del lamento para encontrar que hay lugar para nosotros si nos dejamos ser parte, si entramos en la fiesta salvaje de la naturaleza, que nos despoja de nuestra humanidad, que a su vez nos separa de la carne del mundo. El acto de salir de nosotros y entrar en el mundo nos despoja de cualquier conciencia inconsistente, innecesaria, hace lugar para el amor, el asombro, el agradecimiento y la alegre iluminación de estar en movimiento en vez de quebrarnos estancados. “Escuchen dice el zorro es música correr/ por las colinas lamer/ el rocío de las hojas olfatear/ los bordes de los estanques oler los patos”. Este libro nos recuerda esas escapadas de fin de semana, en que nos preguntamos por qué todavía no nos fuimos a vivir lejos de la ciudad. Regresamos a las calles infectas, a la vida humana, violenta, cruel, injusta e insatisfecha de las ciudades y las redes sociales. Pero teniendo a mano la poesía generosa de El pájaro rojo, que publica Caleta Olivia, con traducciones muy amables realizadas por Natalia Leiderman y Patricio Foglia, parece que alcanza con salir al balcón, o ir hasta el parque, o hacer una vuelta más grande entre los árboles de las estaciones del año, quedarnos más, allá afuera, antes de volver a la casa del yo, antes de convertirnos en los mismos de siempre, personas con cierta edad, gestos repetidos e interpretaciones gastadas.
El mundo está ahí llamándonos hasta que al fin escuchamos, al fin confiamos. La poesía de Mary Oliver es la huella de esa escucha, de ese acto de confianza y entrega que ocurre: ocurre al leer. Somos llamados, nuestra dolorida coraza se resquebraja, ella nos lleva de la mano con su voz sabia y sutil. Ser poeta es repetir el vital mensaje de los pájaros, anunciar lo importante: “es cosa seria/ estar vivo/ esta fresca mañana/ en este mundo roto”. Ahí afuera hay una fiesta, la fiesta salvaje del mundo natural, adonde pertenecemos, y esta poesía es una invitación, más aún nos recuerda que siempre estamos invitados.
Vayamos, entremos de una vez. El tiempo es ahora, donde estemos. Porque “En la vida personal, hay// dolor más que suficiente para cada uno (…) pero no voy a vivir en otro lado sino aquí”. Por haber atravesado el dolor, por haber vivido de cerca la muerte, se hace todo más vivo, crece el impulso hacia la luz. Salvajes y enamorados de los árboles y las personas, no somos dueños de nadie ni de nada, salvo de nuestra experiencia. Salvajes y sin edad ni miedo a la muerte, estamos vivos. “Así que acércate al estanque/ o al río de tu imaginación/ o al puerto de tu deseo// y apoya tus labios sobre el mundo./ Y vive/ tu vida”.
Poemas y más información sobre este libro, en el siguiente enlace de op.cit.