Los árboles de Klimt/ Klimt, de Carina Sedevich

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Carina Sedevich
La Plata
Club Hem
2015

 

 

 

 

Por Carlos Battilana

Hay un fragmento de Klimt, de Carina Sedevich, que refiere un modo de estar en el mundo: “los que pasamos/ lentamente”. Este libro designa escenas y estados de ánimo, pero de fondo narra una historia. Una historia mínima de una persona que está triste en la ciudad (“De una materia turbia y demorada/ son los días”). El amor y el recuerdo del amor son tan absolutos que no hay posibilidad, casi, de moverse. Una suerte de detención, una demora que se profundiza y que merodea un espacio sin salida. No obstante, el resultado de ese estado no es la quietud, sino la lentísima voluntad de mirar. Mirar qué hay alrededor, aun recordando. “Pasar lentamente”, en este caso, también es verse pasar, escribir esa fugacidad y, paradójicamente, retenerla (registrarla) en un poema. Esa breve inscripción de palabras puede ser un modo del sosiego; un intento de diluir la pena. Por eso, aquí y allá, minusválidas, hay hebras de vitalidad y una lucecita de fuego en pos del viento, en cuya fuerza la poeta confía: “Podría afligirme,/ como el poeta chino al escuchar/ la flauta./ Pero decido,/ igual que Fu,/ que el viento puede hacer/ lo que le plazca”.
Hay dos temas clásicos que atraviesan el libro: el tiempo y el amor. Son temas que aparecen unidos, a veces indiferenciadamente y, otras, articulados con matices específicos. Uno de esos matices es la fugacidad, la cronología del mundo como inexorable deterioro: “Tu risa es una hoja/ sobre un río que no vuelve”. El río, sabemos al leer las palabras atribuidas a Heráclito (“todo fluye”), no es el mismo apenas lo cruzamos; tampoco nosotros. Las cosas se transforman, aun imperceptiblemente, y según esta doctrina del devenir, se vuelven imposibles dos acontecimientos iguales, aunque la poeta insista en imaginarlos así. A pesar de la mutación incesante, hay un dispositivo tóxico que todo lo impregna y lo detiene: la melancolía amorosa. El amor, cada vez que acontece, adquiere un tinte particular: sitios, momentos, objetos, olores, sensaciones compartidas constituyen los elementos concretos que otorgan su especificidad y arman la escenografía donde el idilio ha sucedido. Esos elementos dados a la coyuntura, pasado el tiempo, se transforman en piezas esenciales para la persona que ha amado y también en una excusa: hacer del recuerdo una obsesión. Retener un tiempo que se fue es una tarea imposible, pero que aun así el sujeto afectado procura restituir. Esa invocación imaginaria se realiza a través de la escritura. El regodeo en aquellos elementos que la memoria atesora, como las últimas gemas de una edad dorada, es el objeto de una imposibilidad: recobrar el cuerpo amado mediante la poesía.
Las escenas poéticas de este libro responden a ciertas escalas: una genealogía familiar (el “compañero” ausente, los padres, el hijo, la hermana, la tía, e incluso “aquel bebé que no recuerdo”) y una genealogía poética: la tradición moderna. Reconocemos el altillo desde el que alguna vez Charles Baudelaire resignificó para siempre el vocablo “paisaje”; a partir de ese momento, el paisaje ya no referirá la naturaleza, sino el bullicio de la ciudad o el habitat civil de la urbe situado en el espacio del parque: “Ahora vivo frente a un parque,/ en un altillo blanco,/ con mi gata.//Cuando cruzo el parque/ en el invierno/ veo caer las flores de los árboles.” La vida surcada por el amor perdido evoca circunstancias callejeras: “En esa esquina te compraba flores./ En aquella galería te esperaba.//Por la avenida llegábamos a casa.//Una gitana nos leyó las manos/ cuando anduvimos por la plaza vieja”. Y al mismo tiempo, el tedio (el “spleen”), el enemigo de la vida que el poeta francés inmortalizó como un estigma o un rasgo que hermanaba a la burguesía, es objeto de una temida poetización: “apena ver la carne /con el alma. / Emparejadas./ Hartas”.
¿Y el título? Klimt. Gustav Klimt, el artista vienés elaboró cuadros en los que el erotismo, el lujo, los rostros extasiados, los cuerpos desnudos y entrelazados son los motivos significativos de su obra. Todos recordamos, seguramente, “El beso”, esa pintura plena de erotismo y sensualidad. Pero el artista se dedicó, también, a plasmar bosques y parques: lienzos de composición colorida, espesa y en ocasiones sombría (“Un árbol de manzana”, “Bosque de hayas”, “Bosque de abedules”, “Bosque de pinos”, “Paseo en el parque del palacio Kammer”). Los árboles mencionados en el libro de Sedevich (“Quisiera ver los árboles de Klimt”) son testimonios mudos de que el tiempo acontece, aun lentamente, y de que a pesar de las incertidumbres, hay algo para decir. La poeta enuncia de manera minuciosa, en un fraseo a menudo lacónico. Desea ver los árboles de Klimt como reducto de una nueva oportunidad. La quietud puede ser un peso terrible de la vida, sin embargo el estado de un árbol no es ése exactamente. Un árbol parece estar quieto. No obstante crece a cuentagotas. Una energía sucede en su interior. La savia manifiesta signos vitales de todo tipo. La poesía de Sedevich, de manera análoga, crece ligeramente; no se olvida del dolor, pero deja que el viento empiece a obrar lentamente. Como los árboles de Klimt.

 

El árbol de manzanas

 

Quisiera ver los árboles de Klimt.

Quisiera oírlos,
incluso,
hoja por hoja.

Son muchas hojas.

Tal vez más
que los días iguales de una vida.

 

***

Tu voz va y viene en el teléfono
como la sombra de un pájaro
que anduvo alguna vez
entre nosotros.

Pero tu risa
no.

Tu risa es una hoja
sobre un río que no vuelve.

 

***

Esta tarde estuve recordando tus pies.

Miraba en silencio unas medias de hombre
enormes, oscuras. Y sí, tus manos
eran blancas, poderosas. Tu pecho
era tan ancho como un río.
Pero recuerdo tus pies y vuelve intacto
el cansancio del amor que me tuviste.
Viene desnudo, del fondo de la casa.

Siempre fue grave el peso de tus pasos.

 

***

Mi vecina ha lavado ropa oscura
y la ha extendido en una cuerda al sol.

Admiro la coherencia del conjunto.

Me regocija
la pulcritud de mi vecina:
la economía con que ordenó el tendido
y dispuso los broches de madera
sin encimar las prendas
ni estirarlas.

Solía tender cuando tenía un patio,
un hijo pequeño, un compañero.

Fui dulce y cuidadosa con sus ropas.

 

***

Ahora vivo frente a un parque,
en un altillo blanco,
con mi gata.

Cuando cruzo el parque
en el invierno
veo caer las flores de los árboles.
Podría afligirme,
como el poeta chino al escuchar
la flauta.
Pero decido,
igual que Fu,
que el viento puede hacer
lo que le plazca.

 

***

Hace muchos años, cuando nos conocimos,
dijiste que yo no te enternecía.
Pero después, durante muchos años,
fuiste tierno conmigo, en nuestra casa.
Hoy, quizás, al recordarme,
te sientas como ante una flor deshecha,
fría, que se mira rodar por la vereda.

 

***

Mi vecina no ha lavado hoy.
Pero ayer sí:
sábanas blancas,
casi transparentes.
Cómo mojaban el viento.
Cómo crujían liberadas
de los cuerpos cansados
y calientes.
Saludos, sábanas piadosas,
que abrigan a la vida
y a la muerte.

 


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