El ciclo Mardafón
David Wapner
Buenos Aires
Caleta Olivia
2020
Por Sebastián Bianchi
La palabra “asco”, alrededor de 1968, remitía casi inexorable –por denotación– al cuerpo ausente y a la esquiva figura autoral de Denisse de Colonia y luego, transitivamente, al controvertido círculo Malacadabra, en el cual señoreaba la voz cantante de Héctor Rolando, su involuntario descubridor. Faltaba poco para que la pulseada grafitera del “Tucumán arde” ganara las calles y hacía poco que veníamos de sacudirnos el sopor –que empezábamos a “mirar” a través del ojo mental– en los pasillos engolfados de kitsch y neón de “La Menesunda”. En ese apretado contexto en el que el más nimio movimiento podía acreditarse a la maliciosa descarga del happening, era preciso calibrar a cada paso el alcance existencial de las propias acciones, no fuera cosa que una palabra dicha al pasar o un gesto caído de los hombros por descuido terminaran atrapados en la pantalla del acto demodé. Hijo de tal época, el ladrillo en verso de Denisse de Colonia apodado “Manutención del Día y la Noche” vio la luz en forma de libro, acercando al despabilado lector el contenido de aquellas 200 composiciones que antaño circularan como simple papelito “anotado por mí”. De la obra de esta precursora involuntaria, ¿qué marcas campean a lo largo de El Ciclo Mardafón?, ¿qué imperceptibles inflexiones del declamar de Héctor Rolando pasaron tamizadas por entre el verso seco y escueto de “Manutención” a la polifonía disolvente y medianamente eufórica de Wapner?
Para el ávido consumidor de Mardafones –cabría aventurar– no existe ni punto medio ni delicado equilibrio, ya que tanto el contenido sabido como la forma enunciada es justo de lo que se quiere escapar. Casi como si en off implorase la figura del lector promedio: “No me cuentes ninguna historia; pero si no queda otra, que sea un resumen de frases sin terminar, una sugerencia de posibles ficciones; de la novela, apenas el índice y las erratas quiero para mí”. Porque este autor novísimo nos convida una obra para la cual tenemos que trabajar aunque, paradójicamente, esa labor implique un trato continuo con la instancia idiomática feliz, con el envite de la lengua a la gracia. ¡A armar!, su poética para decirnos: un armar con los materiales dispersos totalidades inútiles, agrupaciones de palabras que no querrán ser retenidas en tanto géneros estables y que, al momento de hacerlos pasar a los estantes de bibliotecas y antologías, preciso será anexarles un lugar entre las notas al pie, junto a los bodoques que eligen para anunciarse el escueto paratexto cervantino: De cómo Mardafón abrió la boca para cantar pero salió arena.
Bueno, trataremos de ceñirnos a cierto orden expositivo. Hablaremos primero del canto, después del teatro de sombras, luego de las sombras afónicas, luego de las bambalinas como lugar de enunciación, posteriormente de las preguntas –aquí nos preguntaremos si no será acaso aplicable a estos Mardafones “la sorna, la parranda léxica, la curva sonomática” que el poeta detecta –ya tempranamente– en “Ganas de ser ardilla artillada”, esa explosiva caladura del signo por el ácido en la obra de Uriah Marraquesh–, después de las listas, de los blogs que se mueren y de algunas otras cosas más, para por último tentar una hipótesis en espejo: si “Alma Ricardo” –aún en verso– no es un poema, ¿cabría decir otro tanto de las metapoéticas que nos arrinconan contra conjuntos de palabras –pienso en “Revalorución 2 y Revalorución 3”– en las que cierta concepción de la poesía quisiera asomar, wapnerianamente hablando, y copar el terreno?
Desde las primeras composiciones parece ir instalándose el canto como eje vertebrador, tema que habilita al autor a trabajar el contenido mediante una doble vía especulativa: en tanto acción preferida de los personajes que dan título al poemario y en cuanto concepto que juega al interior de la poesía, es decir, un embragador metalingüístico que pliega al proyecto sobre el propio hacer y a cada Mardafón lo enfrenta con un espejo en el cual mirar su lengua reflejada mientras canta. La carga sobre el componente fónico, sobre la materialidad sonora del significante, irá dirigida en ese sentido. A su vez, los juegos desplazados de la lengua le sirven de excusa al canto para interrogarse sobre aspectos que hacen a su dimensión musical, al rol social de la melopeia y a los protocolos de reconocimiento en el mundo Mardafón donde la cosa es y no es al
mismo tiempo: “¿El canto tururú es un canto?”; “El canto, puesto en medio de dos líneas de texto animado, / como jamón de un / sándwich, esclarece y oscurece la poesía”. Paradójico, sobre todo cuando se trata de una oscuridad que ilumina los fragmentos verbales adyacentes con la enunciación opaca pero brillosa de unas elegidas palabras: “Mardafones se cargan la boca con pasta de borgar”.
Presentes también en los primeros poemas, estas aproximaciones al canto se tramitan mediante un contrapunto de preguntas y respuestas que no necesariamente se ciñen a motivaciones causales, a una ilación lógica popperiana, sino que se articulan a partir de una lógica poética que habilita sus propios verosímiles. El interrogante que inmediatamente surge aquí es de dónde provienen estas intervenciones verbales, quién pregunta y quién responde, a qué tipo de entes corresponden estas enunciaciones en bambalinas más acordes a un teatro de sombras sonoras que a un libro de poemas. Las criaturas verbales que instala Wapner en la página son como esas cabezas de títeres moldeadas en papel maché, vestidos con tela de repasador o mantel de cocina, engalanados con algún viejo calzón que sirva de frac para el lucimiento de los fantoches. Disimulados tras de la voz, su presencia es intermitente y oral. Parlanchines escorzados, como criaturas aptas para la vanguardia, su camuflaje los torna invisibles y la flacidez corporal los vuelve impávidos luchadores de gelatina que, frente al embate hostil, oponen la inmaterialidad del agua azucarada, pegajosa.
Hay otra paradoja –otra más– que se desprende del programa que Wapner asume respecto de la palabra y el juego del hacer poético. Aunque proliferante, acciona a través del resumen y, pese a ser polimorfo y nada taciturno, trabaja una retórica de la adenda y el esquema, de la paráfrasis y los cantos dichos a través de su argumento. Como si uno sacara boletos para ir a un concierto de Nicola di Bari, y cuando se abre el telón aparece un locutor que nos cuenta de qué trababa el espectáculo. Fiel a esa lógica del suplemento por la cosa –del significante por el referente–, el locutor pasa a leernos para cada canción el género al que adscribe, los nombres de los personajes involucrados y el tipo de sentimientos que motivaron las efusiones líricas ausentes. Una empresa poética, en definitiva, que allana el camino del lector y le ahorra un montón de tiempo, ya que despachada en cuatro o cinco líneas nos da entera la novela y mediante dos oraciones comprime los cinco minutos que dura la canción.
Nota aparte merece la sección titulada “Addenda Editoriales”, suerte de guía para el viajero que facilita el acceso al libro impreso, aportando datos ciertos al autor que se inicia. Así, por ejemplo, si su carpeta rebosa de pequeñas estrofas cuyos contenidos perfilados en métrica contada siguen los esquemas de rimas al uso, podría acercarse a la Editorial De La Pena por la Palabra, ubicada en Arcabuses 668, 5b, Segunda Rubiales, Estado Carrizo. En cambio, si de una novela epistolar se tratara, convendría mejor darse una vuelta por las oficinas de Ediciones del Mar que Duerme, cita en Fernando Rossen 6, Piso Superior 3, Camaratta, donde avisan que no publican desde 1993 y que en el lugar ya “crecen matas”.
En resumen, además de ser una actualizada plataforma de blogs que se mueren, El Ciclo Mardafón nos enseña algo: que no se puede calcar un destino –no se puede trazar el perfil de otro ser (humano o de ficción) sobre papel manteca– ya que quien pretenda emular una ajena aventura vivencial termina como Fernando Boller, que después de seguir paso a paso las mismas estrategias de Liliana Padua, en lugar de arribar a un texto maestro acabó sus días escribiendo garabatos, enajenado con el sonido de su propio mar interior, Mardafón otra vez.
Links
Sobre El ciclo Mardafón. «El que muere se nota», por M. López
En op.cit. Poemas de David Wapner: La guía cangrejo / Texto sobre Wapner: «La infinidad musical», por Cecilia Bajour / Entrevista: «La arbitrariedad es un privilegio del poeta», por Diego Colomba