Martín Prieto

Retratos de ciertas personas de importancia en mi vida*

 

Un amigo, cuando cumple años por vigesimoséptima vez

Apoyado contra la pared blanca de la cocina observa
un fruto en proceso de descomposición.
No es su olor lo que lo alerta, ni su consistencia:
bajo una campana de vidrio,
son sus tonalidades, cada día más fuertes, más oscuras,
las que manifiestan el paso del tiempo.
Se pregunta qué es lo que lo mantiene expectante
ante el espectáculo de la putrefacción y,
Narciso, hasta llega a pensar
en la imagen que de sí le devuelve el fruto:
sombras violáceas bajo las circunferencias de los ojos,
verdes apagados sobre la tez que no toca el sol,
sin llegar a comprender que la hipnosis no proviene
de la ciencia ni de la psicología elemental:
apoyado contra la pared blanca de la cocina,
disfruta de las coloraturas cambiantes
que la naturaleza le ofrece como un don.

 

El Zaguero

Todavía puedo escuchar, como escuché esa vez,
tumbado en una habitación,
la percepción auditiva afinada por la fiebre,
el singular ruido de sus pasos
el traqueteo que provocaban en el piso de madera
de la casa de mi huésped
los tapones de los botines de fútbol
que usaba como calzado regular
acompañando una ropa de calle común
–unos vaqueros, una camisa–
que le valían, entre sus amigos de entonces,
un apodo que a mí me resultaba mitológico:
el Zaguero. Pero cuando finalmente nos conocimos
–su risa áspera y sincera
que coronaba cada una de sus opiniones
sobre todo lo que le concernía
(política, literatura, ideología, sociedad)
y unos desvíos regulares hacia la figura titánica de su padre
y otros, más esporádicos, pero no menos amorosos,
hacia la de su madre, de quien también puedo escuchar,
ahora mismo, sus pasos discretos, subiendo las escaleras
que llevaban al altillo donde dormía
(¡pero ya eran las tres de la tarde!)
con el teléfono en la mano
y “te llaman de Rosario”–
no me pareció que imaginara su lugar
a la zaga de nada, sino adelante,
en un espacio de la estructura
que le permitiera a la vez mandar y dar pelea
un par y un jefe
que fue lo que finalmente acabó siendo
de un grupo de jóvenes
más universitarios
que lo que hubiera preferido
menos raspados por la mugre social
que lo que hubiera deseado
pero abnegados como apóstoles
para descular el sentido de cada uno de sus versos
pero bien dispuestos como enfermeras
para escuchar sus iluminaciones sobre el pasado
(“la batalla del presente se libra
sobre el mapa de la historia”,
y los pibes emocionados hasta llorar)
y lo suficientemente curtidos
en las modestas pero formativas batallas
de los centros de estudiantes
para soportar su sarcasmo, sus desplantes, sus ironías
que lo alejaron de otros, a los que quiso más, y que son, ahora,
los revirados fantasmas de su conversación.

 

Un viejo con un saco de tweed

Un poema que no recuerdo salvo
porque nombraba una foto de Newell’s.
Posiblemente su autor estuviera posando,
un poco holgazanamente,
teniendo en cuenta el tamaño del mundo,
la vista por su escritorio, o su mesa de trabajo,
y entre objetos convencionalmente poéticos y prestigiosos
–una pipa, una lapicera fuente, un libro antiguo,
un caleidoscopio, y en el cajón,
seguro pero sin nombrar, casi como un supuesto,
o como una clave,  una botella de whisky–
esa foto de Newell’s.
Y un saco, que no hacía falta ser sastre ni tendero
para saber que era de tweed
y una cara siempre joven,
en la foto que acompañaba aquel poema,
como si a esos cuarenta años
que ya debía tener entonces
no los hubieran tocado todavía
ni la sombra de una duda ni la de un dolor
–y es a esa ingenuidad a la que
como a una capa de hielo
irían a quebrar a los piedrazos
todas las decisiones que tomó apenas después
en nombre de un partido, de un salario,
de un escritorio cada vez más majestuoso,
con cajones cada vez más grandes
en los que ahora no se trataba de guardar
sino de esconder unas botellas de whisky
cada vez más caro
y en medio de ellas, perdido,
imposible de alcanzar si la ocasión lo ameritara
un revólver
que les mostraba a los amigos
que aun lo frecuentaban
como un comentario implícito sobre la época
que, más o menos, quería decir
“hasta dónde hemos llegado”.

Él, cuyo trayecto más real
más cambiante y trascendente
lo había llevado, a los veinte años,
hasta el centro de la ciudad
desde Fisherton, un barrio cuyo nombre
y estilo de construcción de sus casas más viejas
(según se entendía dicho estilo por acá:
paredes de ladrillos a la vista,
techos de tejas negras
y, eso sí, un inmenso jardín alrededor)
les concedía a sus habitantes,
o eso creían ellos,
por desplazamiento,
si no una nacionalidad
que ni siquiera vibraba en sus apellidos,
por lo menos sus aires.
Pero no los de aquellos ingleses
que efectivamente habían venido
a trabajar en el ferrocarril,
unos muertos de hambre
conchabados por William Perkins
a cambio de un pedazo de tierra
donde cavar su tumba,
sino los de quienes
habían provocado su emigración:
aires de lores, de ladies y,
llegado el caso, total
qué más daba si se trataba de impostar,
de duques, de condes, de príncipes exiliados
por alguna razón que nadie terminaba de explicar
en un recoleto suburbio del culo del mundo.
De ahí, en un tren que lo llevó
de la estación Antártida Argentina a la Rosario Central,
o en un ómnibus de la línea B que cortaba
la ciudad al medio
del extremo Oeste al extremo Este
o, en fin, más probablemente, en un taxi
vino al corazón del centro,
a Sarmiento y Córdoba,
a mezclarse, pensarían ellos, allá,
los que lo vieron partir como un desclasado
como un dilapidador de oportunidades
o, más taxativamente, como un traidor,
con la turba de una ciudad modesta y cosmopolita
a la que iría a conocer desde la redacción de un diario
menos, sin embargo, como uno más,
que como un visitante, un mosquetero curioseando
la vida de los artistas, las fondas,
las viejas bailantas de Pichincha,
los amaneceres devastados por el alcohol
e iluminados por ideas libertarias o rojas
que desaparecían al mediodía
con la misma instantaneidad con que se disolvía,
en el agua,  la pastilla de Alka Seltzer
con la que acompañaba el desayuno tardío
o el almuerzo temprano
que compartía, ya más sobriamente,
con generales, gobernadores, arzobispos
y que a la postre conformarían la base
de un anecdotario fabuloso
que les regalaría, muchos años después,
en renovadas rondas de copas,
a unos jóvenes periodistas,
recién salidos de la Universidad
que se decían hijos de la democracia,
herederos de los intereses del pueblo
y que no querían más que untarse la piel
con los ungüentos aristocratizantes
que emanaban aun,
sesenta años después del gran salto,
del saco, de los zapatos, de la barba,
de la cabellera y de los gestos del viejo
que parece, de golpe, todavía instalado
en la casa de su infancia y primera juventud
como si el latigazo del mundo
no hubiese tocado aun a su puerta
y la vida fuese sobre todo una frivolidad
cuyos pocos asuntos serios
quedaban en manos de unos sirvientes
cuyos semblantes el viejo
un poco perdido, medio en pedo,
cree reconocer
en las caras de la tertulia que lo celebra.

 

Nota del autor.
* Me llamó, a fines del año pasado, Francisco Garamona. Me dijo que les había comprado a los hermanos Alemián la editorial Spiral Jetty. Me dio detalles de la compra. No los recuerdo. Me pidió un poema, sobre todo un poema, que quería publicar en la, para él, nueva editorial. El poema se llama “Elegía”. Es un retrato. Le dije que tenía otros retratos y que podíamos armar un librito. Me dijo que le mandara el librito inmediatamente. Se lo mandé. A mediados de este año salió el librito o, como prefiere llamarlo el editor, la plaqueta. Se titula Retratos de ciertas personas de importancia en mi vida. El segundo y tercer poema que publico aquí forman parte de ese volumen. El primero es un retrato anterior, de mediados  de los años 90, publicado en La música antes.
El año pasado estuve leyendo unos ensayos de G.K. Chesterton. Un libro que sacaron en Chile, Blake y otros temperamentos, que tiene, sobre todo, un ensayo excepcional: el dedicado a Charlotte Brontë. Mientras leía ese libro me llamó mi sobrina María Di Masso para decirme que levantaban la casa de su abuelo, que había una biblioteca, que pasara a llevarme lo que quisiera. De allí me traje una veintena de libros hermosos (resulta que el abuelo era un gran lector y un gran comprador de libros). Entre ellos, una edición del Robert Browning de Chesterton (Barcelona, Lauro, 1943, traducción de Simón Santaines), que he leído con devoción. De allí saqué, como paráfrasis del Parleyings with certain people of importance in their day, de Browning, el título general de estos retratos.



Martín Prieto
(Rosario, 1961)

Poeta, crítico literario, novelista, historiador de la literatura. Integró la Redacción de Diario de Poesía durante los ochenta y parte de los noventa. Fue profesor en la Universidad Nacional del Comahue, director del Centro Cultural Parque de España (Rosario) y director del Festival Internacional de Poesía de Rosario, que ha llegado a ser el más importante del país durante su gestión. Actualmente, es profesor de literatura argentina en la Universidad Nacional de Rosario.

Poesía
Verde y blanco, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1988
La música antes, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1995
La fragancia de una planta de maíz, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1999
Los temas de peso, Bahía Blanca, Vox, 2009
Natural (reúne libros anteriores y agrega textos) Bahía Blanca, Vox, 2014
Retratos de ciertas personas de importancia en mi vida, Buenos Aires, Spiral Jetty, 2016

Novela
Calles de las Escuelas número 13, Buenos Aires, Perfil, 1999

Ensayo
Breve historia de la literatura argentina, Buenos Aires, Taurus, 2006

Otros
Juan José Saer, Una forma más real que la del mundo (Martín Prieto, compilador), Buenos Aires, Mansalva, 2016

Links
Poemas. En El Poeta Ocasional / Otra Iglesia es Imposible / Nueva Provenza /
Entrevistas. “La mayor parte de los malos poemas son producto del tiempo libre”, en Vía Rosario / “La literatura argentina está menguada de poetas”, en Página/12, por Angel Berlanga / «El único problema que tiene Aira es Saer», en La Capital, por Gonzalo León
Artículos de M. Prieto. «Todo lo que soy», en Badebec / Introducción a la reedición de En el aura del sauce, obra completa de Juan L. Ortiz / Introducción a la compilación de entrevistas a Juan José Saer, Una forma más real que la del mundo, en Eterna Cadencia
Libro. Breve historia de la literatura argentina
Reseñas. Sobre Temas de peso, en Inrocks, por Alejandro Rubio / «Prieto vuelve», en Bazar Americano, por Ana Porrúa /
Audios de poesía. En La Canción del País /Sonidos de Rosario