Para arder
Alejandro Méndez
Buenos Aires, Bajo la Luna, 2021, 64 pp.
Poética, vivencia y destino
Por Leandro Llull
En el devenir de una poética, el mito de la madurez suele desencadenar una serie de equívocos respecto de la identidad y la realización, o, por el contrario, abrir la posibilidad de un reconocimiento y una relajación hasta el momento desconocidas. Este último efecto es el que testimonian las páginas de Para arder, el reciente trabajo de Alejandro Méndez, ya que en ellas el verso, el tono y la imagen alcanzan tal grado de distensión y refinamiento que dejan percibir a lo largo del libro un equilibrio natural en el cuerpo, fruto de la purificación del peso de los días.
Las formas que la voz encuentra en su praxis la revelan ante sí. Sentires y pensares son captados en sintaxis libre y desnuda de puntuación visible, y cada verso o estrofa —según el caso— da la impresión de emerger de modo incausado y arbitrario, desconectado de su antecedente y reacio a su sucesor, como en una corriente de conciencia lábil donde el yo se asume un maelström donde se entrecruzan los años. Sin embargo, existen reglas implícitas en la expresión y todo se ensambla en el fondo de la carne que enuncia, porque «la sangre conspira / el corazón sienta / sus reales / y mide el ritmo».
En «El otro surco», primera sección del libro, el yo se detecta y se relata a sí mismo anegado en el río del tiempo: «Tengo un corazón antiguo / indulgente como dos hombres / enamorados a la sombra / de una nube que pasa / por el campo. (…) Arritmia asintomática / dijo el cardiólogo, yo / digo un corazón anacrónico, / preverbal, el corazón / en la boca». Este sopesar se extiende por el cuerpo y por el ánima, y «crujen los huesos / en deuda / con la vitalidad / prometida». De esta manera, lo óseo cobra un papel determinante, ofrece la sensación de superficie de una fuerza calcificada y, a la vez, expone la latencia de la médula que todavía perdura enérgica en el núcleo de lo dicho.
Seguidamente, el «Entreacto» despliega el traspaso de esa ponderación ensimismada hacia el espejo externo de los otros. Lo ajeno flota sobre la superficie del yo; el amor, el sexo, la amistad reflejan desde su exterioridad e iluminan las zonas oscuras a las que el ojo no llega: «Hombres jóvenes / cuya única fe / vive en el cuerpo / ya no / me desean. // Viejo lobo / en los arrecifes / varado exangüe / respiro / como si fuera posible / una ola última / que me lleve / mar adentro». El poema es confrontación que hacer arder a quien lo sueña.
La última sección, «Umbilical», trama un arco de amor materno que configura la consumación de ese vínculo. La enfermedad y el cansancio de la madre, proyectados sobre el yo, evidencian el orden de la vida, la decadencia de las fuerzas orgánicas y espirituales que comienzan esa negación del vigor que nace con la madurez: «Había visto / ese bocado amargo / en otras bocas / ahora lo grito en la mía / pero no para mí». De este modo, poética y vivencia se unen, y lo que se anuncia al principio como destino descubre en el final su concreción, con el inicio del ciclo de la prudencia: «Un susurro / que llega débil / pero sostenido / diciendo lo que sabe / en sílabas // eco halo aurora // para alguien invisible y presente / como la luz menguante / del invierno».
En su elipsis, las tres secciones implican un abordaje de lo mismo, pero con distinto enfoque. Son caras en el poliedro de una existencia poética que se colma de sí en el sentido de quedar al alcance de toda su extensión y, a la par, por experimentar el punto de desfonde que le permitirá seguir deseando, aunque de ahora en más lo haga con el sabor agridulce de los límites, con la «fe ciega en la idea / de que por contagio algo llegará».
Nocturno
El pasillo estrecho sin escuadras como quiso
el albañil italiano que a ojo moldeó una ruta
llena de plantas hace casi imposible tu paso
con la camilla. Cada vuelta cada avance ruego
que la proa de este amasijo de fierros y sábanas
hospitalarias ancle en el living abarrotado
de platos colgados en la pared. Que se detenga
y te dejen en la cama pero tampoco ese deseo
será cumplido. Las medidas exiguas de la puerta
no permiten el giro de la camilla. Te tendrás
que conformar con un campamento en el comedor
entre el tapiz cubano y el reloj de cuerda del abuelo
detenido en aquella hora. Suelto los billetes
de la propina. El martirio de la travesía ya terminó
exhaustos nos desplomamos sin gracia pero rotundos.
Toda la casa a oscuras los muebles que reconozco
al tacto las baldosas frescas algunos ladridos. Tu murmullo
acompaña el sueño se interrumpe con la luz clara del velador
encendido como una gruta recién descubierta en la niebla.
Me distraigo con el teléfono voy saltando de foto en foto.
La ventana abierta disipa el olor a encierro. Puedo decir
cómo suena cada cosa. Cuál anunciará la fortuna cuál su reverso.
Qué peso y declinación tiene la espera. Dónde caerá la rama
del jazmín. En qué rincón del patio perdí las llaves.
De esta pequeña tregua cómo pasamos a las convulsiones
que vaciaron tus ojos. No alcanzo a llevarte el recipiente
vomitás cada vez más rápido. Las manos son garras
dones precarios para economizar los gestos del amor.
—Todo esto es tuyo —me decís. Una última voluntad salpicada
de espasmos. Ya es de noche de madrugada aprendemos
a descifrar el ritmo no sé si es tu respiración o mi terror.
No tocamos nada de ese orden que nos antecede. Un naufragio
aguas en avance o repliegue. No puedo seguir durmiendo
sopeso cada movimiento cuido la luz que aparece
cuando pronunciás mi nombre.
Poema de amor
Una línea infranqueable amanecida
entre las montañas más altas, una cordillera
majestuosa e intimidante.
Nada, nada, pero nada detiene
estos latidos. Mi mano se posa directo
en tu mejilla, aterriza en el sesgo
dorado de la luz del mediodía.
Pienso en los poemas
de amor que me escribió Juan,
también en este que te escribo
ahora a vos; en lo poco que agradecí
los primeros, en la sangre
que corre hoy en la letra.
Nadie, nadie debería desoír esta
ni aquellas canciones.
Las canto en mí para vos
desde siempre para todos
para mí sin voz o gritando
susurradas o desesperadas.
¿Quién le pone el cascabel al gato
y al recuerdo?
¿Será una zozobra diaria nuestra casa
de plantas y palo santo?
¿Dónde guarda el cóndor las siluetas
de los amantes?
¿Será cierto que cada vez
que nos tocamos
se rompe el motorcito
ingenuo del tiempo?
Preludio de las glicinas
Tengo un corazón antiguo
incluso para los desbordados
frutos de la historia.
Decimonónico mi corazón
parece florecer
en el halo que desprende
el muchacho de la plaza
y su espalda apolínea.
Promesa y decepción
con esquirlas perfectas.
Un corazón teórico
que derrama excepciones,
ciego ante la evidencia
del desierto, sordo
a las trompetas
y al dios que responde
con un trueno, mudo
para la furia de la naturaleza,
dulcísimo en su religiosa ferocidad.
Tengo un corazón antiguo
descatalogado en los brotes
más verdes, su fulgor
apenas despunta
y ya es molde funerario.
Estas que ahora nacen
son las glicinas muertas,
no sus hijas bárbaras.
Tengo un corazón antiguo
indulgente como dos hombres
enamorados a la sombra
de una nube que pasa
por el campo.
Un corazón pospolítico
con miriñaque
y conciencia social.
Tengo un corazón
que late en el murmullo
del agua, agua que es la voz
del padre de mi padre.
Un corazón primordial
sostenido por los latidos
yámbicos de mi madre.
Tengo un corazón antiguo
cercado por tres murallas
chinas, inaprensible
como el vacío
donde canta el pájaro
de la leyenda,
sólo de buen augurio
si vive en el mito.
Arritmia asintomática
dijo el cardiólogo, yo
digo un corazón anacrónico,
preverbal, el corazón
en la boca.
Tengo un corazón antiguo
guiado por voces
a la manera de los santos,
dilapidado entre glicinas
como el de aquel poeta
asesinado frente al mar.
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