Para siempre a ese fantasma / Damián Lamanna Guiñazú

Para siempre a ese fantasma
Damián Lamanna Guiñazú
Merlo (Buenos Aires), Promesa, 2022


De padres e hijos

Por Jorge Monteleone

Al abrir el libro de Lamanna Guiñazú lo primero que acontece es un fantasma. Mejor dicho, un tiempo interminable, ese “para siempre” y luego aquel fantasma al que se dirige: “a ese fantasma”. Para siempre a ese fantasma. Esa forma de la lengua nos hace pensar en una dedicatoria, como si todo el libro fuera destinado a un fantasma, como si toda escritura fuera una donación perpetua y conlleve el dar del dativo: a ese fantasma y para ese fantasma. Ese título (lo sé al recorrer aquel diario virtual del blog al que se nos invita el poeta desde el libro) y el nombre de autor están suspendidos sobre los collages y pinturas del hijo, niño, que también porta los nombres del padre y de la madre: la tapa está formada por los peces y el bosque leopardo superpuestos que creó el primer hijo, Vicente. Padre e hijo enlazados: el niño Vicente Lammana Guiñazú Papillo es el autor del arte de tapa. Compruebo en el epígrafe que hay un poema de Juana Bignozzi y allí está la otra clave que nos da el blog: el título proviene de un verso del libro de Bignozzi que más le gusta al poeta: Si alguien tiene que ser después. El poema habla de escribir poesía incluso en la vejez, cuando ya casi nadie sabe de qué habla. Habla de la sensación, cuando avanzamos en el tiempo, de que van quedando pocas personas que pueden comprendernos, de que el mundo se va vaciando y nos vamos quedando solos al atravesar la plaza vacía. Esa plaza es la muerte. La poesía, dice Bignozzi, única resistencia –Bignozzi dice “resistencia” allí donde Pizarnik decía “refugio” o “escondite”, pero las dos estaban a la intemperie– la poesía, la historia indescifrable que cuenta la poesía, escribe Bignozzi, “ya solo enamora para siempre a ese fantasma // siempre se escribe para un fantasma”. Ese fantasma proviene del pasado, es íntimo, es propio y con él atravesamos la última plaza. Es el que camina a nuestro lado: ese fantasma. Lo dice también el poema de T. S. Eliot citado en el epígrafe, vamos caminando acompañados en el mundo, vamos yo y tú, pero hay un tercero, encapuchado, embozado, que camina a nuestro lado. ¿Quién es el que camina a tu lado? pregunta el poema. El primer título del libro de Damián Lamanna Guiñazú es un verso inolvidable y perfecto, uno de los mejores que he leído:

“Hay que atreverse a enterrar el nombre propio”.

Con ese verso y con ese título el poema abre la fiesta verbal de un despojamiento, de un retorno y de una fiesta. Trataré de explicar lo que sentí al leer eso que en la poesía de Lamanna Guiñazú le hablaba a mi propio fantasma, ya que somos el lugar de sus apariciones.

         Hace mucho leí una frase de Martin Amis en su libro de memorias, llamado Experiencia, que me impresionó mucho. La he citado varias veces. Se refería a la muerte de su padre, que era el novelista Kingsley Amis. Y decía: “La figura intermediadora, el padre, el hombre que se halla entre el hijo y la muerte, ya no está aquí”. Entonces, parece decir Amis, si aquella intermediación del padre, que además disipaba el miedo con su presencia, ya no está, entonces estamos cara a cara frente a la muerte. Solo queda para atravesar la última plaza vacía, al decirlo con Juana Bignozzi, el fantasma. El fantasma del padre: aquella figura mítica que ya estaba en Hamlet, ese espectro que aparece como memoria y como nombre, como presencia del ausente en el lenguaje. El nombre del padre que llevamos al ingresar al mundo de la lengua en nuestro propio nombre. El nombre propio. Como si la huella que dejara en el mundo ese fantasma paterno se marcara en el nombre propio. Pero el verso de Damián Lamanna Guiñazú dice: hay que atreverse a enterrar el nombre propio. Esa es la primera premisa de un libro que está dedicado para siempre a ese fantasma: despojarse del nombre propio. Porque al enterrar el nombre propio hay algo que, sin embargo, continúa presente en el legado al  hijo: cuando nace el hijo retorna el fantasma del padre en el hombre que se transforma en padre; el que era hijo para ser, ahora, padre. Y así conviven todos en una doble escena: el duelo y la celebración, el fin y el origen, el pasado y el futuro.

En el hijo, el padre nuevo se ve también a sí mismo duplicado en espejo: es, a la vez, el doble del fantasma del padre y el doble del fantasma del niño que fue: “un niño sin medias / saluda a sus fantasmas desde la copa / más alta”, escribe Lamanna Guiñazú. En este libro está ese árbol primordial del niño que regresa bajo variadas formas: es el árbol que el padre plantó “a imagen y semejanza de los dioses” que empieza a levantar los cimientos de la casa pero no puede ser olvidado; es el árbol que representa la propia vida: “por mi existencia de árbol hundido / más allá de la tierra seca / fui creciendo”; están las cabezas desplumadas de los árboles que se ven desde la ventana en el presente del hogar familiar y están los árboles cuadrados cuando se regresa a lo imposible, que es el pasado: “pero ahora yo también puedo dejarme ir como un niño / vuelvo a casa. vuelvo a lo imposible / camino entre los árboles cuadrados”; los poemas mismos caen de los árboles. Hasta percibir, en fin, la más aguda conexión en lo más aurático del poema: “un árbol de fuego en el origen de la palabra bosque / en tu zona segura resiste un muerto”. Porque el bosque, en la poesía de Damián, es el lugar del aura de la memoria, el lugar mágico, “imposible”, al cual se puede regresar en el poema, o que el poema intenta reconstruir como si retornara a aquel árbol donde hay un niño y ese árbol se encendiera en la palabra y esa palabra se multiplicara en cientos, hasta hallar el bosque. O “la vida –dice el poema– como un bosque que se incendia lejos del presente”.

Pero en ese lugar también resiste un muerto, es decir, en ese lugar hay un fantasma: “Hay un muerto en tu zona segura”. Y la condición para que la palabra-árbol se multiplique en el bosque es enterrar el nombre propio, es enterrar el nombre de ese fantasma paterno que, no obstante, camina a su lado con alucinatoria nitidez cuando el poeta mismo comienza a ser padre.

El poeta escribe con la lengua materna, el poeta le escribe a ese fantasma, incluso a cada fantasma que regresa en el poema donde el escenario fantaseado en el recuerdo es el barrio, la esquina suburbana de Ramos Mejía, en el Oeste; allí en el poema donde todos están, otra vez, vivos. Pero el primer acto necesario, ya lo sabemos, es atreverse a enterrar el nombre propio. Lo que se implica en esta sepultura es también el entierro del nombre del padre: evaporar la figura patriarcal en este tiempo en que esa ley vacila. Ser padre hoy es enterrar el nombre del padre, encarnar el resto del padre que sobrevive no solo en el ser-padre sino, sobre todo, en aquellos otros nombres que no son el nombre propio, es decir, todos los nombres del poema.

Escribir todos los nombres es escribir las cosas, escribir el nombre de las cosas para que aparezcan allí de nuevo en el poema. Los versos de los poemas de Damián Lamanna Guiñazú son como esos cables tensados con precisión y fuerza que separan el cielo donde el poeta cuelga la ropa, donde cuelga aquello que nos cubre y nos sitúa en el mundo: en el poema bien tensado cuelga las camisas del trabajo, escarpines, pantalones del tamaño de un juguete, hasta un corpiño con encaje que la luz se encargó de percudir. Y mientras lo repite en el poema, otro poema del libro repite lo imposible, que es el regreso del pasado del niño peronista en el barrio suburbano: “mamá fuma mientras cuelga la ropa y escucha la campaña del campeón por la radio, y cada uno vuelve a su rol: papá se arrodilla y me espera con la barba crecida”. Y ahora entendemos uno de los modos en que las palabras pueden multiplicarse en el espejo de lo imposible –el pasado que vuelve– y del presente –donde vive el hijo–. El poeta lo describe así: transformar las cosas percibidas en el presente como si formaran parte del pasado. “Trato de imaginarme la plaza del barrio como si estuviera en la década del 70 o 60 o 50”. No es un ejercicio de melancolía sino una reinvención. Algo de eso hacía Benjamin cuando miraba las primeras fotografías de París: descubrir en la imagen un relámpago donde el pasado se abriese en el presente mismo. O como el poeta que lee el mundo: “Proyectar el pasado / como una obra donde los actos pueden repetirse”. O bien: “La imagen que en el pasado todavía resiste”.

El poema es ese relámpago que ilumina de golpe los objetos del poema y entonces es así como el poeta reingresa al mundo que perece, con su modo de hacer magia para sobrevivirse: las cosas mismas son las que vuelven, o en las cosas nuevas vuelven las antiguas. Las mariposas regresan, un pato amarillo, un balde, una lancha desinflada, jazmines, las mangueras que dibujan el silencio del verano, los anteojos, el mate, una muñeca sin brazos, la pava, un libro para chicos en blanco y negro, una lapicera roja, un tren, una página: el poema se puebla de cosas como mojones para resistir el paso del tiempo. “La potencia que cada cosa carga para transformarse / en la imagen de un parque de diversiones / que aún no ha sido abandonado”. Por eso uno de los gestos de este libro no es solo admitir el fantasma que camina al lado, no es solo repetir el escenario poético para resistir el tiempo y resistir haberse convertido en el padre que puede también ser enterrado, resistir más allá del miedo: también se imagina qué pasaría “si volviera a escribir estas líneas” o qué poema escribirá el día después. Y eso es aquello que el poeta resigna al enterrar el nombre propio: volver a escribirse cuando ya no esté, ser también él un muerto en el momento mismo de su escritura: ser el propio fantasma.

Un verso es lo que vuelve pero nadie vuelve en el verso. Lo que salva el poema volveremos a perderlo, porque solo en el poema puede persistir el delgadísimo sonido de un lápiz que cae mientras nos vamos de allí mismo donde continuamente está cayendo, cayendo en el suelo imaginario, cayéndonos allí donde no se hace pie (porque “no se hace pie en lo que la imaginación puede capturar”). Se cae con un sonido mínimo como cae el ritmo en los poemas de Damián Lamanna Guiñazú, donde nadie grita, no hay énfasis sino, apenas, fervor: no hay letras mayúsculas en sus poemas y los títulos a veces, a la manera a medias silenciosa de Padeletti, son también el primer verso. Hay puntos que enlazan más de lo que dividen, como si cada frase se entrelazara con otra en esa irisación de pasado y presente; como si fuera un sonido tornasolado entre tiempos por esa puntuación que extiende el poema largamente hasta que en ciertos versos, de pronto, se cifra una plenitud breve y redonda, como en estos: “que el niño // en tu corazón multiplique / la fuerza / de una luz al desgarrarse”.

Y eso es lo que el poeta sabe: escribir para siempre a ese fantasma es soltarlo como el lápiz que cae, olvidarlo en el lenguaje, y al mismo tiempo es encarnarlo para ser a la vez padre del hijo y poeta. Se trata de una alianza entre el nombre perdido y el deseo del nombre, de otro nombre: el nombre inaugural, el nombre del origen, el nombre del hijo que comienza a vivir en nombre de la poesía. Este libro está hecho así en la trama de padres e hijos con la lengua materna como un juego interminable de encastres: “mi hijo juega a encastrar piezas en huecos vacíos”. Y el chico juega incluso más allá del hallazgo de las formas, tal como haría un poeta, que no desea completar sino continuar en el juego, unir las palabras como esas esferas de plástico y madera en los huecos que deja la vida a la luz del sol. “Este poema termina acá –dice– pero va a continuar adentro de tu cabeza”.

Y así el padre no se detiene sino que se transforma en custodia de un misterio, la de ser padre, la de engendrar y al hacerlo mirar cara a cara a la muerte en la consagración absoluta de la vida. Y, finalmente, ser responsable de una herencia. Y así para soltar al padre, el nuevo padre suelta al hijo: “te dejo ir y que tu nombre sea / una bandera sobre los bosques de otros mundos. te suelto la mano hijo, te suelto el paso”. Lo libera ante la epifanía del mundo y lo aguarda como fantasma en el futuro. Pero un poeta tiene, para eso, alguna ventaja: una ventaja pobre, limitada y sin embargo sagrada –como el “canto sagrado de su hijo en brazos”: el poeta puede nombrar. Abolido el nombre propio, desplazado el nombre del padre, puede nombrar. Nombrar incluso lo que se pierde; nombrar no solo su infancia sino la infancia del hijo; ser otra vez en un libro el hijo que el padre protege y el padre que cuida al suyo en la morosa hora nocturna que la ternura acecha. Escribir el poema que un día su hijo, que ha dibujado la tapa del libro, va a leer, toca, está leyendo. En ese libro, otra vez, están, estarán todos vivos. Damián Lamanna Guiñazú ha trasmutado la melancolía en engendramiento y celebración. En el último poema no se recuerda sino se va a recordar. Y aquello que se recuerde es el tiempo del hoy, donde hay más poemas, donde nacerán más hijas e hijos. Libres en libros. En la era del duelo la poesía levanta la voz porque con el poeta está viva, incluso buscando, con las manos sucias, otros lenguajes. Mientras el libro se escribe para ese fantasma pero sobre la pintura incandescente del hijo, mientras el primer poema del libro se atrevía a enterrar el nombre propio pero retornaban las cosas en las palabras, allí, en el final del poema, el poeta innominado, el poeta padre, el poeta nuevo, declara al fin su nombradía. Hace su cuerpo de nuevo en el cuerpo del poema: “el poema  / que alguna vez vi volar y ahora incendia los cielos / estoy solo gracias a él. estoy sólo cuando digo / y con ese fervor construyo mi cuerpo”


son dos cables tensados con precisión y fuerza

separan el cielo en tres partes como una pileta olímpica
allí cuelgo las camisas del trabajo, escarpines, pantalones
del tamaño de un juguete; hasta un corpiño con encaje
que la luz se encargó de percudir; poco a poco
vamos cerrando puertas, bajamos la música
en las habitaciones del pasado
y salimos a mirar el cielo sin pensar en la nostalgia
el rito sagrado de los vivos, pero hoy
simplemente cumplo y el sol es el mayor aliado
del viento que mueve y endurece la tela

debajo de los pies, la perra se enreda en un río de pis seco
los cables todavía no comenzaron a perder fuerza
dentro de cuánto tiempo se acercarán al suelo
quizá se mezclen con el río
una degradación de oro volverá reales nuestras cosas
no haremos lo imposible por salvarlas.


medio año después la escena es la misma

salvo por la mitad de la luna a la izquierda del cielo
las sogas ahora están quietas, reivindican la elegancia del frío
para construir un escenario poético. piensa y graba en su teléfono:
“esa línea de luz que se abre frente a vos
es tu boca que viene a devorarte
sus dientes podridos por la noche
son un campo sereno rodeado de jazmines
esa boca que se abre frente a vos
y ahora sonríe
es tu corazón que viene a devorarte”

si alguien más viera este laberinto de trapos temblar:
un pañuelo latinoamericano, el pantalón rojo
de las fechas importantes, la remera del águila marchita
si alguien más viera cómo la oscuridad cede
frente a la pantalla. la noche muestra los cuernos
es un toro que infla los músculos y se le viene

por eso baja rápido las escaleras con la ropa en brazos y empuja
con cuidado la puerta, su hijo podría estar del otro lado


habitación de al lado

te dejo ir y que tu nombre sea
una bandera sobre los bosques
de otros mundos. te suelto
la mano hijo. te suelto
el paso, tus dedos, lombrices frías
en el barro, el viento alrededor
para que vueles, el sol
se hunde y no lo vemos. te toca
ir a buscarlo a donde vaya
y si es necesario mirar atrás
que nuestros ojos te hagan luces
y le veas la salida a la niebla, pero ahora
es la soledad
te soltamos y que tu cabeza construya
una intemperie y la atraviese, que escuches
la lluvia a solas, que ames y veas morir

a los jazmines. estiro los pies y ya no toco
tu carne fuerte. dónde
estuvimos todo este tiempo no sé
pero ahora yo también puedo dejarme ir como un niño
vuelvo a casa, vuelvo a lo imposible
camino entre los árboles cuadrados, en brazos
llevo una pelota blanca, la campana
que toco con las llaves, la reja
sin ruido, las mangueras que dibujan
el silencio del verano
el silencio de los rayos
de las bicicletas. mis hermanos corren
por las escaleras como gendarmes, mamá
fuma mientras cuelga la ropa y escucha
la campaña del campeón por la radio

cada uno vuelve a su rol: papá se arrodilla
y me espera con la barba crecida, en una mano
un cuchillo, en la otra una manzana, se abre
la camisa y deja caer
el corazón sobre la losa negra
los dos lo vemos latir. dormir en la cama nueva, hijo
en este poema estamos todos vivos.


estación josé artigas

ese que ves ahí fumando frente a las vías que desaparecen
la estrella roja que parte la noche en dos. tu cuerpo tirado
sobre la cuerina verde, la humedad del metal en las manos
de quién ese cuerpo que te mira. el arranque de los fierros
quema adentro de la nariz. tomaste un trago de la ciudad vacía
te creció una ciudad en los pulmones. el fantasma que soltás
cada noche para mirarte ahora en estas vías que desaparecen
tu mano que busca refugio sobre la suya, tu cuerpo que atraviesa
la ventana para interrumpir tu miedo disfrazado de deseo,
el deseo disfrazado de pensamiento: “bendición para los que olvidan
el escenario y arden”: olerse arder, ver al humo escalar
por el aire negro, escribir con humo negro en el cielo, perder
la respiración en cada trazo, decir yo en un poema que desaparece

estás leyendo un tren en movimiento, la letra torcida debajo de la letra
las luces de una fiesta electrónica en el vapor del cementerio
estás leyendo un tren en movimiento, la respiración del tabaco gotea
hasta el cuello, la ciudad que ya no existe y la aceleración que cercena
los contornos, una voz grabada: “estación José artigas”. lo real no tiene peso
no se hace pie en lo que la imaginación puede capturar, nadie
te va a preguntar por qué te sentís tan solo esta noche
estás leyendo un tren que desaparece. la mirada se dispersa, el vagón
se mueve y nos convertimos en detalle.



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Entrevista y textos del libro. En La Ciudad Web