Primeras luces
Carlos Battilana
Buenos Aires, Ampersand, 2024
Leer antes de morir
Texto leído en la presentación del libro, marzo de 2024
Por Jorge Monteleone
Simular que soy un lector circunstancial de este libro sería olvidar lo más evidente. Hace muchos años, cuando leí Sollers escritor, de Barthes, encontré un fragmento que me deslumbró por su lucidez elemental. Defendía la idea muy simple y antigua de que escribir acerca de la obra de un amigo constituía un valor crítico en sí mismo. La llamó “crítica afectuosa”. No se trata de una crítica que se contemplara en ausencia de toda subjetividad y empatía, sino que fuera escrita como mirando el texto por sobre el hombro del amigo que escribe y como si escribiéramos al mismo tiempo que él: “¿Cuándo tendremos el derecho de instituir y de practicar una crítica afectuosa, sin que ella pase por parcial? –escribió Barthes– ¿Cuándo seremos lo suficientemente libres (liberados de una falsa idea de objetividad) para incluir en la lectura de un texto el conocimiento que podamos tener de su autor?”. Se trata, entonces, no sólo de leer el texto como indicio elusivo de la vida, sino de leer la vida como efecto textual: cuerpo, memoria, documento, espacio, hábito, voz, familiaridad. La amistad es, entre otras cosas, una comunidad vital de comprensión. No hay nada raro en esto, pero no puedo evitar leer este libro sin reconocer que ya lo había escuchado, casi completo, bajo la forma de la conversación y la risa. Muchísima risa a pesar de estas confesiones solemnes. Y como somos elegíacos y nos complace la melancolía del tiempo que pasa ante el tiempo que resta, creemos que hay un sentido taciturno en este acto de hoy: un día de lluvia de 1992, en el Instituto de Literatura Hispanoamericana, donde estaba Noé Jitrik, presenté el primer libro de Carlos Battilana, Unos días. Lo traje aquí como un talismán. Ya entonces, hace más de treinta años, éramos amigos y hay tantas historias vividas y tantas lecturas compartidas, que al leer Primeras luces reconozco allí el largo diálogo de voces que se intercambian. Y sobre todo la adhesión a tantos libros que amamos por igual y a la idea misma de la poesía, que comparto total y puntillosamente. Tantas coincidencias, incluso en el remoto pasado, cuando no nos conocíamos: Dos años de vacaciones, de Julio Verne, fue el primer libro de nuestras vidas que leímos completo en nuestra distante niñez –para no hablar de San Lorenzo de Almagro, o del cine. Y todo esto, que no es distancia sino afecto, no distrae sino aumenta mi enorme admiración por Carlos Battilana: un extraordinario poeta argentino cuya obra ya es central y que sin duda perdurará –y no es esta una fórmula retórica. Una obra que fue formada con persistencia, a menudo con un esfuerzo y una convicción admirables en medio de tremendos desafíos personales, para usar una palabra tan propia de Carlos: lo tremendo. Una obra que pasaba desapercibida cuando los focos del escenario iluminaban poéticas más efectistas e histriónicas, mientras Carlos insistía en la reticencia, la demora, la ausencia de énfasis, el pudor, lo diminuto, los restos, los detalles, el saber de lo mínimo, los brillos instantáneos y el claroscuro: Ramitas, como sólo él pudo nombrar a su Poesía reunida en 2018. Fue una laboriosa poética de la sustracción para entrar en el centro del mundo y que nació a contracorriente de la eficacia, cuando las políticas de la ganancia irrestricta y la prepotencia de los mercados del capitalismo salvaje de los noventa dominaban la historia. Hoy de vuelta estamos aquí, si cabe aún más brutalmente. A la realidad le gustan las simetrías y los falsos anacronismos, decía Borges.
Trato ahora de distraerme de mi atención al recuerdo y releo Primeras luces y me hago una sola pregunta: ¿cómo lee un poeta? Carlos Battilana es un gran docente, un doctor en literatura, un investigador, un crítico literario, tiene una vasta carrera académica que es su profesión, pero todas esas intervenciones y modos de mirar llevan, secreta o explícitamente, la marca del poeta. Incluso en este mismo libro a menudo la experiencia de la lectura deriva en la crítica y hay lúcidas páginas de interpretación y exégesis –las páginas sobre Vallejo son ejemplares– porque la crítica de poesía tiene con la poesía una diferencia de grado: la crítica de poesía es poesía por otros medios. Pero, además, la poesía excede la literatura, va más allá de sus límites, como el teatro, que no se reduce a la dramaturgia e incluye un ritual: la poesía es una experiencia que comienza y finaliza en el cuerpo, el cuerpo rítmico, y por eso mismo Carlos dijo una vez que un texto “tiene que afectarlo en mucho planos y sobre todo en un plano físico: no sé cómo ocurre esa cuestión, pero en mi caso tiene que ocurrir algo físico para aceptar un texto”. El tiempo del poema también participa del ritual, como afirma Carlos en su libro: “el ritual como un juego donde el estremecimiento genuino se volvía posible”. Primeras luces es el relato autobiográfico que documenta algo esencial para la poesía: el modo en que un poeta nace al lenguaje. Porque el vínculo del poeta con el lenguaje es motivado, es decir, se desvía de la noción saussureana del signo, que lo considera arbitrario. Carlos lo afirma en su texto y percibe en la imagen acústica el ritmo y una materialidad sonora: “descubrí que la imagen de la letra y la grafía del vocablo podían tener música mientras se los pronunciaba y que el ojo y el oído podrían concordar en un mismo punto”. Por eso el poeta que nace a la lengua materna y aprende a leer, siente las palabras desde una transfiguración, incluso una metamorfosis sensorial: cuando la señorita Zulma en primer grado escribía las primeras letras en el pizarrón algo se fugaba en el sentido y las letras eran dibujos, pájaros raros, frutas exóticas; designaban objetos pero también eran como dobles, como cosas en sí mismas o semejaban la duplicación del mundo en la fantasía. Y los carteles de las calles eran para Carlitos un festín visual y la ciudad nueva a la que entraba cruzando el puente era otro lugar y la llamaba “Ciudad Gótica”. El poeta, por afirmación o negación, como voluntad o derrota, tiene presente una mitología claudicante: que el ser mismo de las cosas es lingüístico, que el mundo puede ser proferido y puede terminar en un libro, como quería Mallarmé. O incluso que el mundo mismo es un libro, un Texto, legible o ilegible, que las cosas en su incandescencia le hablen y lo posean, como en los versos de Juanele: “De pronto sentí el río en mí, / corría en mí./ (….). / Me atravesaba un río, me atravesaba un río!” Esa fe y su contrario, el hecho de que lo que se nombra ha perdido el lazo con las cosas, que no estén ya en el poema y se alejen para siempre; que la palabra sea otra lengua en la lengua, la lengua de la otredad y la extranjería y algo más: que cada palabra sea un incremento de mundo. Todo esto se halla en Primeras luces, pero encarnado, vivido, incluso padecido.
No es casual entonces que el poeta haya elegido como espacios primordiales la infancia, la niñez y la adolescencia, porque lo que busca reconocer es un origen de lenguaje, un acontecimiento, una desembocadura, una boca –“a way of happening, a mouth” como decía Auden. Ya lo hizo nuestro amado, nuestro venerado Baldomero Fernández Moreno en Vida: es la autobiografía de un poeta cuya vida misma es motivo del poema, “memorias como el agua que se adelgaza sobre la arena de la playa”, escribe Baldomero; “la corriente del río en los bancos de arena amarilla”, escribe Carlos, el oleaje que trae palabras como primicias de los restos. No es casual que todo comience en Paso de los Libres, Corrientes, una ciudad de frontera con Brasil, frente a Uruguayana, en la otra margen del río Uruguay. Una ciudad que se jacta de ser la Cuna del Carnaval Argentino y en la que el vocablo contrabando es común y que antiguamente se llamó “Restauración”. Y así Carlos restaura y transfigura en una experiencia poética esa topografía, transforma el lugar en mito originario y fuente de lengua poética. Por eso, sugiere Carlos, Paso de los Libres es un paraje y también un pasaje. El lugar que funda su imaginario poético. Y así la comparsa del carnaval confirma en el baile el ritmo visual y sonoro del poema, es su metáfora, su difusión anticipada, algo que excede, color y movimiento. Y así como Rimbaud había dado color a las vocales, este poeta, como un acto natural, imaginaba que los nombres tenían colores de carnaval: “Delia: blanco. Carlos: negro. Claudia: rojizo. Guillermo: verde. Marta: amarillo, tirando a beige. Celia e Ignacio, plateados. Y así indefinidamente”. Y al leer los problemas matemáticos, el poeta niño no se concentra en la lógica aritmética ni el cálculo sino en las palabras puramente azarosas de la fórmula. El poeta no puede resolver los problemas que le presentan porque se detiene en el espesor de las palabras y si hay que averiguar en clase cuánto pesa un muñeco de nieve hecho con siete copos de 200 gramos, no puede pensar sino imaginar y sobre la cifra se alza, espléndida, la imagen blanca de un hombre hecho de nieve. Le pasó lo mismo que al poeta Wallace Stevens con el Snow-man: “hay que tener una mente de invierno / para mirar la escarcha y las ramas / de los pinos cubiertas de nieve” y contemplar al fin “la nada que no está allí y la nada que está” (“nothing that is not there and the nothing that is”).
Sucede que el desvío del razonamiento correcto es otro rasgo poético que Carlos afianza en su aprendizaje: el desvío de la norma. Son numerosas, no sólo en este libro sino en toda la obra de Battilana, las reflexiones sobre la paradoja del don, la riqueza íntrínseca de lo que se aparta de lo productivo, de la eficiencia, de lo previsible y lo calculado. Ya que ese orden instrumental puede ser opresivo e injusto, o incluso oprimir para ser alcanzado. Cuando el niño se desplaza al gran Buenos Aires, a Hurlingham, se pone a dibujar –hay muchos ejemplos de poetas que dibujan, desde Jean Cocteau y Lorca a Hugo Padeletti. Y Carlitos halla en el dibujo repentino y azaroso otro placer de ritmo analógico, replicar lo visto en la línea que busca su forma, que en su imaginario confluye con otra de sus grandes pasiones: el fútbol. La convicción de que se podían dibujar gambetas en el espacio ínfimo de una canchita y a la vez relatar en voz alta para amplificar la solitaria escena futbolística y luego dilatarla en las fotografías y narraciones de la revista El Gráfico y al fin memorizar, hasta hoy, ese saber inútil. Y asiste así a una clase de dibujo. Pero pronto debe abandonarla: el docente le obligaba a repetir, a copiar, a sostener la perspectiva, la armonía codificada, el trazo mutilado: “Lo que pensé que sería un espacio de libertad estaba sitiado por la proporción”. Sabe desde entonces que desde la gramática misma la poesía puede quebrar el código, toda expectativa, que es puro acontecer, “dinámica de lo impensando”, y que lleva la lengua a su máxima expresividad en el apartamiento paradójico de lo comunicable, es decir, como una lengua extranjera en el seno de la propia, o incluso como una lengua inventada en medio del babelismo. Carlos lo ha descubierto varias veces en este libro, como en ese fabuloso verso de Alejandra Pizarnik que cita: “He yacido días animales”, cuando el poema quiebra y modifica la previsión gramatical. La poesía rehúye de la razón instrumental y sus derivas, desafía la condición intercambiable de la mercancía e incluso del progreso –como Baudelaire, el dandy enemigo del progreso. Pero además suspende el tiempo sucesivo a favor de la plenitud del instante en una apoteosis de la afecto. La lectura le proporciona al poeta esa certeza: “Entre las muchas formas de lectura, hay una que puede contener la dimensión afectiva. ¿Qué gendarme vigila el “buen uso” de la lectura?”, escribe. Por eso cuando el poeta lee a Julio Verne no descubre al divulgador optimista y didáctico de la ciencia y de una geografía infructuosa –como quería su editor Hetzel para formar al público juvenil– sino al creador de mitologías arcaicas que el cuerpo recuerda como si regresara de otras vidas. Al descubrir a Verne el poeta escribe: “Ya había experimentado esos estados de éxtasis al vivir el carnaval, al jugar a la pelota o mirando mi serie favorita. Los ritmos de diversa intensidad en relación con el fenómeno temporal habían dejado su memoria en el cuerpo. No obstante, el trance de la lectura era de otra índole. Se relacionaba con la invención de un mundo autosuficiente a través de la letra”. El poeta lee todavía hoy a Julio Verne, espera cada nueva lectura con ilusión, aunque tiene la honestidad intelectual de describir con detalle la diatriba que César Aira, con genio y error, lanza contra Verne, demuestra a su manera cómo lo lee un poeta hasta el presente: lee su fe mítica como un anhelo constante, como un viaje extraordinario a la otredad de la tierra y el cielo, para dilatar en la aventura una forma de exorcismo contra la muerte. “No existe la muerte mientras leemos: somos niños y adolescentes en estado de éxtasis. Los efectos de la lectura son como una droga benigna. Buscamos el tiempo pleno”, dice Carlos. Lectura contra la muerte y contra la pulsión mortífera, que atraviesa el malestar de la cultura incluso en un acto mínimo, íntimo que se nos vuelve universal: “El íntimo acto de ser tomados por una aventura en la noche veraniega sin presiones laborales a la vista, no deja de parecerse a otra aventura: descansar en el viaje ajeno”.
Verne es oxígeno, dice el poeta. Y luego escribe, en uno de los capítulos de belleza estremecedora, “Los alimentos primordiales”, lo siguiente: “La poesía de Vallejo comienza en mi autobiografía asociada al oxígeno. O a la falta de él”. Para resumir ese hecho fundamental, que fue la lectura primera de César Vallejo –del cual ambos pensamos que es el más grande poeta latinoamericano– leamos un poema de Carlos, “Al día siguiente”, que se encuentra en su libro Un western del frío (2015):
Cuando leí por primera vez a Vallejo
–a los 18 años–
fue un relámpago
algo que no podía comprender bien
…dije, esto era lo que había que hacer
recuerdo que lo leí
previamente
a una operación
yo estaba feliz en mi cama
en la soledad del hospital,
al día siguiente me pondrían anestesia general
pero yo había leído a Vallejo
por si acaso.
Aquella operación era para sanar eso que por entonces se llamaba “carne crecida”, rara metáfora para las amígdalas. La carne crecida impedía respirar bien y hacía al cuerpo presa de todo tipo de enfermedades respiratorias. El poeta relata en Primeras luces aquella lectura iniciática, antes de la operación. Y también antes de morir, como me dijo alguna vez Carlos: “esta es la lista de cosas, y también de lecturas, que debo hacer antes de morir”. La lectura anterior es como “la vie anterieur”, la “vida anterior” de Baudelaire, un espacio de conjuro y a la vez de resguardo del tedio de vivir, del spleen, del tiempo que se come la vida en un acto que quiere ser definitivo, ulterior. Leer antes de morir es también leer antes que morir. El poeta de la intemperie, el poeta del hambre, el poeta reacio al capitalismo, el poeta social y colectivista y único y singular, César Abraham Vallejo, también se desmarcaba “de la obediencia y la sumisión”. Y aquella operación de hospital, con exceso de anestesia y la ablación tan cerca de la lengua y la garganta del habla, con el cuerpo expuesto y despojado, llevó al encuentro con ese modelo absoluto de la poesía hispanoamericana que significa, cada vez que se lo lee, un nuevo comienzo, un nuevo renacimiento en el aprendizaje de la lengua poética. Se dijera que es el segundo origen en esta autobiografía y tuvo, escribe Carlos, “el sentido vital de las grandes experiencias”. Y es otra lección poética. Porque el poeta escribe: “Yo deseaba respirar”. Y así esa liberación del aire que pasara oxígeno por la nariz y los pulmones se abría también con Vallejo. El poeta comprende finalmente, otra vez en su propio cuerpo en el ritmo físico del habla, que la poesía es una forma de respiración. La poesía, podríamos decir, es habla respirada. Como una lingua franca cada poeta lo sabe a su modo. Paul Celan ya lo había dicho en los sesenta y por eso llamó a uno de sus libros Atemwende, “cambio del aliento”: “La poesía puede significar un cambio en la respiración. (…). Tal vez la poesía allane el camino por el bienestar en tal cambio del aliento”, dijo. Y hace poco, después de la pandemia, lo repitió Franco Beraldi en su libro Respirare. Caos y poesía ante una crisis respiratoria mundial, no solo por efecto del COVID-19, sino porque el organismo planetario está al límite de la asfixia y del colapso que estrangulan a las sociedades, desde la depredación ecológica y la usura financiera hasta los racismos y la exclusión. El mundo se volvió irrespirable y hay que retomar el ritmo de la respiración, un cambio de ritmo, un cambio de aliento, el oxígeno poético. Escribe Beraldi: “Es imprescindible un trabajo de elaboración colectiva que tiene lugar a través de signos, gestos lingüísticos, propuestas subliminales y convergencias subconscientes. Es precisamente el campo para la poesía, porque esa actividad modela nuevos dispositivos de sensibilidad, y nuevos ritmos respiratorios”.
Con esa ansia de respiración finaliza el libro, pero dejo para nuestro final un capítulo que me conmovió especialmente, llamado “La tierra baldía”. El título evoca el poema de T. S. Eliot “The Waste Land”, pero sabe que también evoca un lugar desierto por el mal y la muerte, como aquellos fantasmas que atravesaban el London Bridge. Hoy regresan aquí otros fantasmas, a dos días del 24 de marzo, y de nuevo quieren ser negados en un número, el número de 30.000, porque los negacionistas creen con fanatismo en el poder de las cifras como valor en sí mismo, como si 8.000 o 9.301 o cien fueran un argumento para convalidar el Estado criminal de la dictadura y la desaparición forzosa de personas y la tortura seguida de muerte con la suspensión de todas las garantías y derechos individuales. Carlos evoca el trasfondo sombrío de su adolescencia. La llama la tierra baldía, esa tierra que retorna como un hecho traumático: “La dictadura de 1976 fue la tierra arrasada. El hielo. El lado ciego. El lugar baldío que era también el territorio ‘natural’ de lo cotidiano. Eran los días largos. Los días de la repetición”. Pero una vez más la poesía dice algo acerca de lo no dicho. Y Carlos reconstruye esa lectura de la poesía como salvación, si no de la vida, del instante: salvación o, mejor dicho, redención. La lectura de Pizarnik, de Miguel Hernández, de Perlongher. Y tiempo después lo que persiste en busca de un sentido, la lectura de un poema minimalista de Irene Gruss en el cual, mientras mucha gente desaparecía, vivió y dijo: “y mientras pasaban sirenas y disparos, ruido seco, / yo estuve lavando ropa, / acunando, / cantaba, / y las persianas a oscuras” y otro poema de Juan Manuel Inchauspe en el cual, ante el ulular de las sirenas policiales, el hombre acude a tocar a su hijo en la cuna para palparlo, “suave, cálido, como un animalito”. Carlos sabe que la poesía puede hablar de los días largos como la palabra que vuelve del horror con esa desmesurada fuerza del acto mínimo. Un acto maternal, como la lengua misma que da la vida. Es su ética y su convicción. Hablar donde hay silencio pero no en voz alta, espacio de disidencia de una poesía susurrada como en esa hora que todos vivimos alguna vez cuando los niños –ellas, ellos, nosotros, nosotras– se duermen y nos cuidan, les cuidamos. Poesía como respiración y morada, resistencia y desobediencia incluso cuando no se note, cuando parece que no está. “En ese hecho de discreción –escribe Carlos– consiste la fuerza del poema”. Es la conjura de lo tremendo, es la voz contra la mudez del miedo. Lo que persiste.
Recuerdo siempre un poema de Carlos que apareció en El fin del verano (1999) y habla de la monotonía de aquellos días largos, cuando el tiempo acaeció como un hecho vacío y pasaban las estaciones y solo corría el viento:
En el instante
en que el sol de invierno
nos anunciaba lluvias
y pesadez en la tarde, lo gris
de ese año
consistió en extrañas simetrías.
Palabras más palabras menos
en ese lugar
solamente hablábamos
colmados
del tiempo y del agua
de las estaciones.
Por otra causa a la tristeza
caminé muchas veces
por esa calle lateral,
y no pude más que recoger
la presencia del viento.
Es un poema político, aunque no se note de inmediato por el énfasis del pudor de la poesía de Carlos. La clave está en el título: “1977”. Es uno de los años de la tierra baldía. Ahora sabemos que también entonces, en sus rituales poéticos, el poeta preparaba su poesía. Leyendo para dotar de un sentido a la incomprensión: “Un sentido seguramente precario, provisional. Pero sentido al fin. Como si la actividad de leer forjara un presente perpetuo. Flotante. Siempre fuera de cualquier amenaza de repetición, de alienación”, escribe Carlos Battilana. Con Primeras luces sabemos cómo lee un poeta, cómo descubre que en la intimidad, en la cercanía, en la comunión solidaria que todo poema labra también se libra la resistencia contra la muerte que traen los heraldos negros.
Primeras luces: «Epílogo»
Repaso estas notas de lector. Esta autobiografía fragmentaria que evoca el encanto que proyectaron las letras y las imágenes como signos de un mundo. Esos retazos de infancia y adolescencia ¿buscan una vertebración, un orden? o ¿simplemente se tratan de escenas dispersas para quien leyó un puñado de textos, un manojo de poemas y narraciones? Las letras mayúsculas y minúsculas, las cursivas y las imprentas, las onomatopeyas provenientes del mundo de las historietas y las crónicas de las revistas deportivas, la ficción como contraseña de un diálogo de ultratumba y la poesía como lenguaje desafectado de cualquier régimen institucional, incluido el literario, no son más que los ecos y las señales de una época.
Pienso en los muertos. En eso que seremos. Toda la emoción de lo vivido convertida en polvo. Pero en este instante, mientras escribo, la imagen de la muerte, la imagen de eso que seré para los otros se vuelve inconcebible. Inaudita. Poco verosímil. Aunque lo verdaderamente inverosímil es el anhelo de lo imposible: el cese del fin. Las grandes emociones tienen la virtud (el don) de desafiar la infinita caída. El común olvido. Esos instantes son tan poderosos que el presente parece el único horizonte. Uno de esos instantes pertenece al acto de leer.
Aquello por lo que luchamos para estar por unas horas fuera del mundo, fuera del tiempo. Paradójico. En verdad, lo que queremos, precisamente, es salirnos de las prescripciones de la rutina y de los acosos del capital. Administramos nuestra vida en función de la lectura y la escritura. Actividades que, cuando resultan plenas, dotan de sentido a la incomprensión. Un sentido seguramente precario, provisional. Pero sentido al fin. Como si la actividad de leer forjara un presente perpetuo. Flotante. Siempre fuera de cualquier amenaza de repetición, de alienación.
Jorge Luis Borges construyó la figura del lector en términos de héroe. Una actividad silenciosa, anónima que −podríamos decir− admite una especie de ética en las formas de estar y mirar; de subrayar; de anotar una frase en los márgenes del libro. El ritmo de la vida, o por lo menos parte significativa de ese ritmo, parece estar en función de la lectura y, a su vez, la lectura parece adecuarse a esa cadencia vital. Leer nunca corresponde al rubro de las actividades suntuarias; en mi caso no puede ser el complemento afable de otras labores. Es un hecho irreductible. Más aún que la figura del escritor, la del lector rearma periódicamente el mapa de su biblioteca. Ingresan nuevos libros, eventualmente se desechan otros. Levísimos cambios hacen de ese mapa un espacio mutable. Deseamos leer. Con nuestra mochila al hombro, extraemos un libro en trenes, subtes y ómnibus. Nos acercamos al bar, buscamos una mesa tranquila para estar solos, para leer fuera de toda molestia, lejos de todo contratiempo y, sin embargo, simultáneamente deseamos estar rodeados de ese rumor mundano.
¿Cómo se lee? ¿Cómo han llegado los libros a nosotros? ¿De qué manera? ¿Bajo qué soporte? Tal como sugiere el epígrafe de este libro: la rudeza del lenguaje, al lado de un río guaraní, se fue convirtiendo en una perplejidad. La quietud ágrafa del paisaje se tornó un signo. Las calles de un pueblo de frontera se volvieron un lenguaje. ¿Qué había en la superficie del lenguaje? ¿Qué había en su otro lado? Este itinerario es el intento de reconocer sus formas como residuo de una experiencia. Del habla a la lectura: un puente urdido por la lengua. Creemos que algo sucederá mientras leemos. Que algo fascinante sucederá no solo en las eventuales representaciones poéticas y narrativas del lenguaje sino, sobre todo, en el mismo acto de leer. Evento físico y cognitivo. Acto emotivo. La experiencia de la lectura se abre al orden simbólico. ¿Buscamos en ese instante lo imposible? No existe la muerte mientras leemos: somos niños, adolescentes en estado de éxtasis. Los efectos de la lectura son como una droga benigna. Buscamos el tiempo pleno. Y aunque acechen amenazas y dificultades, interferencias y cortes, nos arreglamos para hacer lugar al acto de la lectura casi como un oxígeno porque sospechamos, creemos religiosamente que ese tiempo pleno sucederá.
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Reseñas. «Algo nuevo, algo viejo, algo prestado, algo azul», por S. Craig / «El fulgor de las primeras luces», por H. Convertini