Rubén Sevlever: Entrevista inédita y poemas

Rubén Sevlever (Rosario, 1932-2011) fue un poeta, librero, periodista y figura del ámbito cultural rosarino. La entrevista, realizada poco antes de su muerte, estaba programada por lo menos en dos encuentros, pero pudo realizarse solo uno. Se agregan textos de Poemas elegidos y otros escritos (2012). La nota fue originalmente publicada en la revista digital Poesía Argentina, en enero de 2013.

«El ritmo es un canon interior»

Por Osvaldo Aguirre

A mediados de 2010 me encontré con Rubén Sevlever en el diario donde trabajo. Hacía un tiempo que no lo veía. Estaba con problemas de salud y quería publicar un libro de poemas, textos en prosa y aforismos en el que había trabajado durante muchos años. Me contó que un editor rosarino le había ofrecido publicar 300 ejemplares, siempre que él se pagara la edición. Nos pusimos a conversar y llegamos rápidamente a la conclusión de que no podía ser, que merecía publicar su libro en otras condiciones.
Sevlever no usaba computadora, por lo que un amigo librero le pasó los textos a word. Me envió el archivo y a mi vez lo reenvié por correo electrónico a dos editoriales que publican libros de poesía y que, pensé, podían valorar los textos con conocimiento. Una de ellas, Bajo la Luna, nunca contestó. La otra, la Universidad Nacional del Litoral, manifestó su interés por el libro. Así comenzó el proceso de edición de Poemas elegidos y otros escritos, libro que terminó publicándose en septiembre de 2012. Como puede leerse en la entrevista que sigue, fue absolutamente coherente que el libro apareciera con ese sello, no sólo porque la UNL ha publicado a los poetas de la misma generación de Sevlever, a los que integraron su mismo grupo en los años 50, como Hugo Padeletti, Juan José Saer y Hugo Gola, sino porque él mismo, pese a que pasó gran parte de su vida en Rosario, se sentía profundamente santafesino.
En ese momento, cuando lo reencontré, Sevlever estaba contento. Jorge Monteleone lo había incluido en su antología 200 años de poesía argentina. Después de mucho tiempo algunos de sus poemas volvían a circular. Tenía dos libros publicados, Poemas 1956-1964 (1966) y Enjambre de palabras (1995), y siempre había cultivado un perfil muy bajo. Entre 1958 y 1961 dirigió Pausa, una revista de poesía en la que colaboraron entre otros Aldo Oliva, Francisco Urondo, Hugo Padeletti, Hugo Gola y Willy Harvey; en los años 60 y hasta principios de los 70 tuvo una librería, Aries, que concentró el movimiento poético de aquellos años. Pero en los últimos años se alejó del ambiente.
Entonces le propuse hacer una entrevista para hablar acerca de su obra y de su historia como escritor. Nunca, por extraño que parezca, siendo que se trataba de un poeta reconocido al menos en Rosario, le habían hecho una entrevista. Quedamos en que haríamos al menos dos encuentros. Pero sólo pudimos concretar una primera reunión, en su casa. Sevlever murió el 29 de enero de 2011; tenía 78 años.
La conversación quedó en suspenso, pero aun así ofrece datos y opiniones valiosas para comprender los primeros años de Sevlever y su iniciación poética. Volví a escucharla y la desgrabé recién este año; es inevitable advertir que la muerte le agrega nuevos sentidos, pensar que Sevlever hablaba no sólo conmigo sino con otros, con sus lectores por venir.

¿Cómo comenzó tu relación con la poesía?
Esto requeriría un encuadre. Yo viví la mayor parte de mi adolescencia y juventud en la ciudad de Santa Fe. Si bien yo nací en Rosario, y mis padres vivían en Rosario, mi madre estaba recién recibida de maestra cuando se casó con mi padre y cuando yo cumplí un año le llegó un nombramiento para una escuela provincial en Monte Vera, una localidad a 60 kilómetros de Santa Fe. Ese nombramiento lo hizo Miguel Ángel Correa, Mateo Booz, que era ministro en esa época. Mi padre, que trabajaba en Rosario en una cerealera importante, en Dreyfus, pidió el traslado a Santa Fe. Todas las noches lo íbamos a esperar con mi madre, a la estación de trenes, cuando él terminaba de trabajar. Transcurrieron siete, ocho años en ese lugar y a mi madre le dieron el traslado de su puesto de maestra a la ciudad de Santa Fe, a la escuela Juan José Paso, que fue después mi escuela primaria. Desde entonces hasta los 25 años yo viví en Santa Fe.

¿Cómo empezaste entonces a escribir?
Bueno, yo hice todo el primario, hice el secundario en una escuela técnica, hice el servicio militar en el Liceo General Belgrano, en Santa Fe. Toda esta situación me sirve para ubicarme en mi condición de provinciano y de santafesino. Yo nací en Rosario, en Gorriti al 612, en el barrio Refinería. Ahí estaba mi abuela, mi familia de Rosario. Pero mi ciudad, la que yo siento que es mi ciudad, todavía, es Santa Fe. Ahora, si te tengo que contar, después de este encuadre ambiental, cuando empecé a escribir, fue en la escuela. Más o menos a la altura de tercer grado yo tenía un cuaderno especial para mi escritura. Muchas veces ese cuaderno lo trasladaba a la escuela, la maestra lo apreciaba. Escribía todo lo que se me ocurría, inspirado en los libros que leía. Supongo que eso puede ser un inicio, una semilla. Tal es así que mi profesor de dibujo y acuarela, Juan Sol, un pintor andaluz al que yo aprecié mucho, amé casi, por varios motivos, porque nos sacaba del colegio, nos llevaba a estaciones del ferrocarril, a ver los trenes, o nos llevaba a los barrios, y allí nos daba la clase de dibujo. Era muy querido, y un pintor excelente. Un día yo estuve enfermo, no sé si tuve sarampión o qué cosa, y el profesor vino a saludar a mi madre. “Él tiene un cuaderno donde escribe y no sabemos qué orientación va a tomar este chico”, dijo mi madre. Se le ocurrió mostrarle mi cuaderno privado. Él leyó el cuaderno y dijo “este chico está destinado a ser un gran soñador”. Vaticinó eso, que yo seguiría toda mi vida ese camino.

¿Y se cumplió el vaticinio?
Por supuesto que se cumplió. En ese momento yo estaba en tercer grado. Esa fue la primera semilla; después, por supuesto que con gran mimetismo, seguí leyendo los libros. En aquel entonces leía a Salgari, a Julio Verne, a Enriqueta Beecher Stowe, la que escribió La cabaña del tío Tom. Leía  todo lo que encontraba. Recuerdo que en la escuela me distinguían por ese cuaderno y porque yo sacaba buenas notas en redacción. Posteriormente, ya iniciada mi experiencia de secundario, mi padre, aunque tenía un concepto de la vida muy amplio, pensó en la cosa práctica de ir a un colegio y recibirse ahí, recibirse lo más rápidamente posible. Entré en la Escuela Industrial de la Nación, que está anexa a la Facultad de Ingeniería Química, y durante esos años yo leí más; es decir, aparte de la enseñanza oficial que era rigurosamente técnica, yo leía libros. Tenía una pequeña biblioteca, y seguía con mi cuaderno privado. Pero un día descubrí la poesía. Era muy intrigante para mí, como era una lectura que tenía mucho de musical, de ritmo, muy diferente a la prosa helada de los textos de física y de electricidad que leíamos en aquel entonces. Yo me refugiaba en ese tipo de lecturas. Pero era un buen alumno, seguía rigurosamente los estudios. Además me hice amigo de algunos jóvenes de mi edad, entre los cuales hubo algunos que ejercieron influencia sobre mí, que tenían mayor cultura, mayor preparación y también empezamos a hacer diálogos, sobre lo que leíamos. Yo leía los poemas y un poco de la técnica de la poesía, de la forma de escribir. Me encontré con que había una métrica, traté de escribir siguiendo ese método, con la métrica, la rima, los poemas clásicos que leía, de Espronceda, los españoles. Pero llegó un momento en que me sentí atado por esa preceptiva, ese academicismo y llegué a la conclusión de que yo nunca iba a ser un poeta. Fue triste, pero llegué a esa conclusión. No obstante, seguí intentando, leyendo, y descubrí que existía una poesía libre. Vi que la poesía libre no era estrictamente libre, porque el ritmo siempre existe, la aliteración. Bueno, tuve un panorama más completo de lo que la poesía podía abarcar. Me sentí más libre para escribir. Luego llegué a otra conclusión, que yo tenía el ritmo internalizado, de manera tal que yo escribía y luego descubría que mis poemas tenían una secuencia que era un encabalgamiento, que era totalmente lícito con respecto a la otra poesía que era para mí encerrada porque tenía que haber una correspondencia muy grande en lo que se decía y en la medida.

¿Cuál es tu idea del ritmo?
El ritmo de la poesía es un canon interior, personal, de modo que es algo natural.

¿Cuándo descubriste que tenías ese ritmo internalizado?
Lo descubrí haciendo experiencias propias, escribiendo los primeros poemas que yo suponía como tales, aunque evidentemente les faltaba mucho para ser poemas. Pero bueno, mi cuaderno de poemas comenzó a crecer hasta transformarse en un carpetón inmenso. No escribía siempre poesía, escribía también cuentos, ensayos, narraciones. Todo eso lo ponía en la carpeta.

¿Tuviste algún maestro en ese momento?

Al principio trabajé sin ningún tipo de guía, desde ningún punto de vista. La única guía eran los libros que podía leer o que me prestaban. Hasta que algunos trabajos míos fueron valorados por gente que los escuchó; ahí comenzó mi conocimiento del mundo de las letras, ahí comencé a medir mi trabajo por la opinión ajena. Llegó un momento en que decidí con mucho temor pedir la opinión de un escritor. Le solicité audiencia, me fui con toda esa carpeta a su casa, decidido a escuchar su opinión, a meditar en lo que me decía y aguantarme cualquier cosa negativa. Me sometí al juicio crítico de esta otra persona, que era José Luis Vittori, uno de los directivos del diario El Litoral. Yo fui llegando al diario El Litoral por varias razones. Una de ellas es que mi primer maestro, mi primer interlocutor, fue un escritor mayor, Luis Gudiño Kramer. Un hombre muy grato que me dijo que yo tenía un espíritu crítico muy bueno, que me hizo publicar en el diario. No obstante, acudí a alguien que yo pensaba que tenía un registro mayor y lo fui a ver a José Luis Vittori. “Acá está lo que yo he escrito, quiero tener una opinión”, le dije. José Luis era un tipo muy riguroso; “dejame la carpeta, yo la voy a estudiar”, me contestó. La dejé como una semana en sus manos. Cuando vuelvo me dice “bueno, hay algunas cosas que me interesan, que pueden ser”. No me ilusionó de entrada. Más bien tuve un bajón terrible. Agarro la carpeta y veo correcciones con lápiz, anotaciones –“retórico”, “inapropiado”–, tachaduras por todos lados. Me fui con un bajón impresionante. Él vivía al lado de la laguna Setúbal, muy cerca del puente colgante de Santa Fe. Salí caminando por la avenida, masticando la cosa, la experiencia. Pensé que si me había dado tanta pelota, si había marcado lo que yo había escrito, lo que había de espontáneo, lo que le parecía de valor, era porque me había tomado en serio. Entonces me dije: “por qué estoy tan acongojado”. Pensé que era una experiencia que debía aprovechar. Y continué escribiendo.

¿Tuviste contacto con los poetas jóvenes que estaban en ese momento en Santa Fe?
Bueno, José Luis Vittori era el director de la página literaria de El Litoral, uno de los más jóvenes de los hermanos que dirigían el diario. Después me hice amigo de Hugo Mandón, excelente cuentista, de Hugo Gola, de Paco Urondo, de Rodolfo Alonso. No me sentía todavía un igual, un par, yo me estaba formando, pero iba a las reuniones donde ellos leían poesías o daban conferencias. Después estaba todo el grupo de cine.

¿Dónde publicaste los primeros poemas?
En El Litoral, en 1954. Después de recibirme en la Escuela Industrial. Estudié siete años. Tuve un profesor muy bueno, que sí, él sí fue una semilla de mi formación. Se llamaba Oscar Murúa. Era un profesor que nos daba castellano y después le dieron una serie de materias, Geografía, entre otras.

Por esa época volviste a Rosario. ¿Cómo fue el regreso?
Cuando yo me recibí me anoté en la facultad de Ingeniería Química. Pero duró poco porque me fui con un compañero que tenía, un gallego muy inteligente, que me dijo “Rubén, vení conmigo, yo te enseño a vender libros, vamos a Mendoza, vamos a conocer ese mundo, después seguís estudiando”. Y me llevó. Ese muchacho se llamaba Peirano. Me fui a Mendoza, donde vendía libros. Allí conocí a una serie de poetas. Habré estado un mes o algo así. Era aprender a vender libros. Primero este muchacho me enseñó, yo miraba lo que él hacía. Era un tipo con grandes dotes de comerciante y entonces sabía dónde buscar. Yo tenía cierta formación, había leído a Neruda, a García Lorca, y las obras de esa gente estaban saliendo a granel en la editorial Aguilar, y en la editorial Losada, que nos daban materiales, es decir, vos ibas y vendías las obras completas de García Lorca, que eran diez tomos. Eso se vendía en aquel entonces a pagar en cuotas y todo el mundo compraba. Íbamos a Tribunales, a timbrear, y pasamos una temporada holgada, muy linda, llena de experiencias. Eso duró un tiempo. En la facultad de Ingeniería Química estaba también Urondo y otra gente conocida de Santa Fe. Venía el servicio militar y yo ese año lo pasé un poco a los tumbos y esperando el servicio militar. Y vine a Rosario porque un tío mío, que era ingeniero, y fue el que me preparó para entrar en la Escuela Industrial, me dio una recomendación para entrar a una oficina de Gas del Estado. Tenía que viajar a Buenos Aires para llevar la recomendación y buscar trabajo. Salgo en el ómnibus de Santa Fe, llego a Rosario y me voy a saludar a unos parientes, antes de seguir para Buenos Aires. Y me topo con un tipo que estaba en un café, recuerdo que me miraba cuando yo entraba y que resultó ser Aldo Oliva. Empezamos a charlar de literatura y me dice “caramba, vos tenés inquietudes, cómo puede ser que te vayas a Buenos Aires, quedate acá, yo te presento a los amigos, yo voy a la Facultad de Filosofía y Letras y hay mucha gente en Letras que te va a interesar”. “Bueno –digo-, vamos”. Ahí me vinculé con gente de la facultad, de la mano de Oliva, que fue uno de mis maestros nocturnos, de la bohemia. Entonces me quedé en Rosario, vivía en pensiones, iba de acá para allá. Trabajé en la mutual de la universidad, varios años, y me iba a escuchar a profesores de Letras. Después de la Revolución Libertadora vino una ola de profesores de Buenos Aires a Rosario. Cuando yo llegué el centro de estudiantes de Filosofía y Letras, donde concurría Oliva, estaba fuera de la facultad, estaba fuera de la ley incluso, porque había sido prohibido, el ambiente universitario estaba dominado por el peronismo. Entonces el centro de estudiantes de Filosofía y Letras estaba en un pasaje, en un altillo de la cortada Ricardone. Ahí conocí a mucha gente y decidí entrar a estudiar en la facultad. Pero como yo era técnico electromecánico me pidieron un examen de ingreso. Me preparé leyendo cosas que nunca había leído de lógica y filosofía. El examen me lo tomó Tulio Halperín Donghi, y él me puso una buena nota y entré. Después fui amigo de Halperín Donghi. Toda esa gente de Buenos Aires estaba en la revista Contorno y se venían al Colegio Libre de Estudios Superiores, de Rosario. Allí también conocí a gente muy interesante, a Ramón Alcalde, de quien también fui amigo, a Vicente Fatone.

¿A Hugo Padeletti?
No. Padeletti estaba incrustado en la biblioteca de la facultad, él había estudiado bibliotecología. Yo lo conocí ahí, porque me iba a estudiar en la biblioteca. Padeletti leyó mis primeros poemas, y me orientó mucho. Teníamos unas charlas fantásticas en la biblioteca. Toda esa pléyade de gente que venía al Colegio Libre, además, pasaba por la casa de un tío mío que era un amante de las artes y las letras, un médico psiquiatra, don David Sevlever. Todos iban allá invitados a comer, a pasar un rato, a charlar con otra gente. Ahí también tuve charlas con Fatone, con Alcalde. Me hice un panorama bastante amplio de la cultura, de la ciudad de Rosario. Ahí encontré un ámbito donde podía desarrollar mi vocación verdadera, que era la literatura.

¿Cómo te vinculás con la revista Pausa?
En el cuarto número de Pausa yo colaboré con dos poemas. Luego iba a las reuniones de las comisiones que se encargaban de hacer la revista. En el número 5 me dieron la dirección de la revista. Las reuniones se hacían generalmente fuera de la facultad, en el bar Laurak Bat, en el Ehret, en distintos bares de la calle Santa Fe. Ahí se cocinaban todos los contactos. Yo me vinculé con Willy Harvey, que tenía una librería pequeña, en la calle Córdoba, cerca de Corrientes, una librería con un piso alto y un depósito. Yo iba mucho ahí a leer, a hablar con Harvey, él me leía los poemas que escribía, entonces hicimos una amistad. Aunque en esa época sufría mucho Harvey porque su enfermedad mental había comenzado a trabajarlo. Pero él era estudiante de antropología, entonces me hizo conocer muchos libros, me hablaba de los temas de antropología, había ido a una excavación en Salta y venía a hablarme a la pensión donde yo vivía, en la calle Maipú. Tenía crisis muy violentas, pero cuando estaba bien era un tipo muy lúcido. Además él vendía la revista Pausa, yo iba ahí con Pausa. En su librería yo me encontraba con Leónidas Gambartes, que también fue amigo mío. Gambartes me iba a buscar a la librería de Harvey y después seguíamos caminando.

Supongo que en esa época estabas escribiendo los poemas de tu primer libro.

Sí. El primer libro reúne ocho años de poesía. Fue una antología que hice de mi obra. No la hice solo, sino bajo la dirección de Nicolás Rosa. Cuando presentamos el libro, Nicolás Rosa presentó un trabajo de quince páginas, que yo todavía tengo. Así me inicié en el quehacer poético, en la ciudad. Pero dejo mucho por decir, ¿no?

 

Hay una sombra en cada abecedario

De Poemas elegidos y otros escritos (2012)
Selección de Osvaldo Aguirre

 

Recuerdos de Hotel

Esta poesía que se alimenta de almohadas,
de toallas solitarias
colgando de algún sucio ropero,
de la luz anémica en bombillas donde hacen
oscuros crecimientos su nido más fiel.
Esta poesía de madera manchada, de ginebra piadosa
suavizando gargantas roncas,
de sueños como cenizas y pantalones sin planchar
que interrogan lastimosamente
a colchones hundidos, destripados por la rabia
de una noche veloz o violenta,
cuando el sudor y las moscas matan
el sentido mas pulcro del amor
y las zapatillas se despiertan
sin duda muertas de cansancio para orar
por la violación
de los objetos que me duelen.
Esta poesía nació de cara a la pared.

 

En el jardín del antiguo hospital

En el jardín del antiguo hospital,
junto a inmóviles palomas
que hieráticas reposan,
espero que regrese la vida.
Aquí, las agujas del reloj
parecen congelarse para siempre
sobre el óxido de amarillos muros
y la oriental expectación
de mudas, introvertidas palmeras.
Aquí es ya un milagro lograr un espacio
de poesía, un atisbo de lo eterno
a través de lo instantáneo,
una gota de plenitud adherida
al verde oscuro de simétricos parterres.
Cuando un cielo de zinc
marca el límite visible de este oficio
parco de inútiles palabras.

 

Tuve un amigo

Yo tenía un amigo.
Mi amigo andaba por las calles
alejado del polvo, de las distancias,
de los sórdidos comercios.
Mi amigo andaba por el viento, por las acequias dormidas,
por las terrazas puras del cielo,
vertiéndose en los anegados parques del mundo,
rociado de muchedumbres y de trinos.
Tuve un amigo inclinado sobre un mar de cenizas,
cultivando resonancias, sensitivas nostalgias,
anhelos que llegaran a los hombros fresquísimos de un dios libre,
en el musical proemio de los desvanes,
en los feéricos altillos que habitaba.

 

La perfección

La perfección es una pluma,
un dibujo grácil sobre el ala furtiva
…..de una mariposa.
La perfección es un resplandor
velado, una leve fosforescencia,
un toque iridiscente en el capricho
…..de una nube.
La perfección es una hierba
que fugazmente despunta.
Es el cuerpo de la luz que aflora,
la huella de una piedra, el azul
…..del aire.

 

Así como en el mar

Así como en el mar
se construyen islas imposibles,
nacen los animales más extraños
en lo profundo de florestas gigantes
y se pierden terriblemente ebrios
los marineros que nada esperan;
así como en el mar
se hacen los misterios con espumas violetas
y doradas escamas de sirena
para el asombro de cada ojo que se atreve
y estallan ¡Oh maravillosamente!
oleajes profundos, insobornables, arcaicos,
con infantiles risas en los peñascos libres;
así como en el mar
fuertemente adheridas a cada sortilegio,
padecen mis criaturas débiles
o surgen los gritos oscuros
que me inundan.

 

Trastrueque

Hay un lenguaje sin palabras
que las palabras ignoran,
un secreto lenguaje de las cosas
que en silencio se revelan.
Hay una sombra en cada abecedario
—un súbito cambio de letras—
en el sabio diccionario,
cuando este oscuro corazón
late en los labios.

 


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