Soy bruja
Eugenia Straccali
Buenos Aires, Ediciones en Danza, 2020
La máscara nocturna
Por Germán Osvaldo Prósperi
I. Soy bruja. La afirmación es del orden de lo ontológico o, mejor aún, del (des)orden de lo ontológico. Porque ser bruja, nos damos cuenta al recorrer estas páginas endemoniadas, significa alterar nuestra relación con el Ser, con el Mundo, con el Hombre. Estos términos nunca son inocentes. ¿Qué es el Mundo sino el horizonte donde el Ser se devela y qué es el Hombre sino el hacedor de Mundo? Para la tradición occidental el Hombre es la luz (de la conciencia, de la razón) que abre un campo de objetividad posible. Sin embargo, esta luz no es imparcial ni inmaculada. Es un faro, un falo, de cuya altura soberana surge un mundo y un orden, un cosmos. ¿Por qué es bruja Eugenia, entonces? Porque escribe. Y su escritura es un hundimiento en los confines del mundo, un testimonio implacable de que la brujería, en su esencia, vaticina la caída del cosmos humano, de la Armonía fálica: “la invocación de una bruja herida / puede romper la armonía cósmica”. La escoba deviene pluma. La tinta de estos poemas, la sangre negra de las brujas, mancha al Hombre, lo desdibuja, el Mundo cae, como cae un falo, ese “miembro lamentable”. La tumefacción del falo se transmuta en impotencia: “su puñalito le cuelga más lacio que una acelga tierna, / nunca se le levantó ni a la mitad de la túnica”. No se trata de biografía ni de acontecimientos personales, sino de ontología y política. Se trata de brujería.
El texto, como la transparencia de las brujas, se inscribe en la estela fugitiva de una huida: “voy a fugarme otra vez / quiero irme”. Se abandona un territorio, una geografía antropocéntrica, un perímetro humano, demasiado humano. Este movimiento de fuga, que recuerda acaso el “abandono Europa” o el “¡me evado!” de Arthur Rimbaud, otro vidente, es una danza sobre los arquetipos que han sostenido la civilización, y puntualmente sobre el arquetipo: “el varón es solo un arquetipo de barro / llueve / las brujas danzan sobre el lodo”. La huida no es entonces renuncia ni retirada, sino acceso a otro mundo, conversión del cuerpo y del alma, aullido político, temblor ontológico: “una bruja aúlla y tiembla / su trance detiene el soplo de Bóreas / paraliza el mundo”. La parálisis del Mundo marca el comienzo del bosque. Por eso Michel Foucault ha podido decir, en uno de sus cursos en el Collège de France publicado bajo el título Les anormaux, que “la bruja es la mujer de la orilla de la aldea o el límite del bosque”. El libro de Eugenia es una invitación a traspasar ese límite.
II. Se ingresa al libro como se ingresa a la noche, como se cruza una frontera más allá de la cual el lenguaje se convierte en el mejor intérprete del silencio. La poeta nos advierte: “Este libro es la entrada a un mundo liminal / un mundo al margen de las normas de los hombres”. ¿Cuál es este mundo, este espacio que se abre más allá del Hombre? Eugenia lo nombra, en este y en varios de sus libros, porque es el espacio específico de su poesía: es el bosque. No es un lugar fijo, no es una ciudad humana ni un templo consagrado, es un pasaje, un tránsito que sin embargo puede constituirse en albergue y abrigo para las brujas: “el bosque es un pasadizo / solo para aquellas que podemos creer / que en la boca de la noche / hay un refugio”. Una vez internados en el bosque, “ya no hay centro”; como el océano, es un “hueco sin fondo”.[1]
La lectura de este libro, de esta escritura fronteriza y diabólica, supone “la entrada a lo salvaje”. Lo salvaje es el elemento de la bruja. Escribir es atravesar el límite del mundo e ingresar en el bosque, en lo indómito, es animalizar el sentido, dejarse devorar por el animal: “Al pasar la frontera / voy hacia el animal / me rindo a él / el animal come de mi carne”. El animal es antropófago. Pero el punto importante es que la digestión –la transubstanciación– del cuerpo ingerido es condición de posibilidad del poema: “la escritura –dice Eugenia– me devora”. El animal escribe en la bruja y la bruja en el animal: la escritura escribe. El poema es una digestión animal.
No es sencillo atravesar la frontera e internarse en el bosque, reemplazar el logos, la Ley, por el mythos, el oráculo demoníaco. El logos filosófico fue también, en su momento auroral, mythos poético. Parménides, el “Padre Parménides” en términos de Platón, vislumbró en épicos versos transmitidos por Sexto Empírico las puertas del lenguaje y del pensamiento: “Allí están las puertas de los caminos de la Noche y del Día, sujetas entre un dintel y un umbral de piedra, altas hasta el éter, cerradas con ingentes hojas, de las que la Justicia fecunda en penas guarda las llaves maestras” (B I, 11-14). Pero Parménides, el Padre del logos, optó, en un gesto que marcaría la tradición metafísica del Occidente, por la puerta del Día y de la Luz “verdadera”, del faro-falo soberano. Eugenia, la parricida, por el contrario, nos abre la otra puerta, el umbral de la noche y de la luna, de la Mujer-hechicera. La escritura poética es la llave maestra que nos permite traspasar el portón de la Noche. Eugenia es bruja: tiene la llave. En lugar de permanecer ante la puerta de la Ley, como el campesino (varón) del relato kafkiano, la bruja nos insta a profanarla e ingresar en el sentido alucinado del bosque: “Más allá de las puertas de la noche y del día, / Más allá de los límites del tiempo y del sentido.” Más allá de la Ley, entonces. Por eso la estrategia fundamental del logos inquisitorial consistirá en convertir a la bruja en un sujeto eminentemente jurídico y por lo tanto susceptible de ser imputado. Es la tarea a la que se abocan Heinrich Kramer y Jacob Sprenger en el tristemente célebre Malleus maleficarum, el Martillo de las brujas. Sin embargo, el aullido nocturno de Eugenia que es Soy bruja opera un ligero pero decisivo desplazamiento: el genitivo objetivo se vuelve subjetivo: ahora son las brujas las que tienen el martillo: Maleficae mallei, podría decirse, las brujas del martillo. Y el subtítulo de este crepúsculo de los Varones bien podría ser, parafraseando a Nietzsche, “cómo se poetiza a martillazos”.
III. Hay un desfasaje fundamental en la figura de la Maleficia: la bruja nunca coincide con lo humano, ya sea porque se eleva por encima para entregarse a los demonios (“los demonios me ofrecen su ayuda / la acepto”), ya sea porque desciende a las profundidades para comunicarse con los muertos (“lo subterráneo tiene otra música / oído de los espectros”). En estos dos movimientos, de ascenso y de descenso, de anabasis y de katabasis, la forma humana se evapora, se volatiliza. La bruja no posee identidad fija, es vuelo y desgarradura, ave y fantasma, devenir e intermitencia. En la batalla se juega el “soy” del soy bruja: “Soy capaz de pelear en la batalla / cambiar de forma / de mujer a cuervo hembra oscurecida / no me provoques”. La primera persona a la que remitiría el soy bruja es una ilusión, una máscara nocturna. La bruja indica la imposibilidad de anteponerle un “yo” al “soy”. “Yo” no soy bruja o, mejor aún, la bruja es la imposibilidad de ser un yo: “el yo se pierde, zozobra / trance ambulatorio de una bruja”. La brujería, o sea la escritura poética, es un trance y una zozobra. El libro de Eugenia es un aquelarre de demonios, de animales, de elementos, de fuerzas, “un millón de formas de animales-humanos-animal-humano-huma-animal-no”. Lo humano se desdibuja hasta negarse en lo animal. Como la famosa revista de Georges Bataille que se proponía impugnar el logos de la tradición occidental, la bruja también es acéfala: “Renacida lo peor de la muerte pasó / ya perdí la cabeza humana / tengo una serpiente en la frente”. Es preciso aludir al Apocalipsis para ponderar la profundidad de estos versos. En el fin de los tiempos, luego del Juicio Final, cuando el Anticristo haya sido derrotado y la Jerusalén celestial haya descendido a la tierra, dice el profeta, “ya no habrá más maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará allí, y sus siervos le servirán. Ellos verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes. Y ya no habrá más noche, y no tendrán necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los iluminará, y reinarán por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 24:3-5). A diferencia de estos pasajes, las brujas nos dicen que habrá más noche, que el rostro de Dios no será visto ni su Nombre será grabado en las frentes de los justos. El hechizo es irreversible: en el vacío del Nombre del Padre se inmiscuye la serpiente, no para llenarlo, sino para mantenerlo precario e insubstancial. La muerte del Nombre (logos) es la posibilidad de los nombres (mythos). Existe la poesía, como la bruja en la mujer, porque no existe Fundamento: “¿Ha nacido el apocalíptico Anticristo? / Se han sabido presagios y prodigios se han visto / y parece inminente el retorno del Cristo. / No / la mujer avanza, la bruja la está habitando”. La mujer, que es el hábitat de la bruja, debe también internarse en el bosque, traspasar la frontera y el umbral, para devenir hechicera. La bruja es la mujer endemoniada, animalizada, excedida y descentrada. Por eso Eugenia puede hablar de un “espectro de la noche / demonio femenino”. La bruja es la mujer espectral y demoníaca, es un resto y un desborde, un bramido y una fisura: “me escuchás silencioso / sin comprender mi fisura”. Esta fisura es la fuente, el vientre o el magma del que surge el canto poético, el aullido animal; por allí se huye del hombre y se ingresa en el bosque; la fisura del yo es un aquelarre, la hendidura que convoca a las potencias negras del abismo: “dicen que manifesté desprecio por el Creador / la poesía rompe los cerrojos del infierno”. ¿Y qué otra cosa es escribir sino romper los cerrojos para liberar a los demonios del infierno? La bruja no sólo desciende al inframundo, no sólo pasa una temporada en el infierno, sino que hace subir el infierno al mundo, demoniza lo humano.
IV. La rotura de los cerrojos del infierno embruja el lenguaje, lo puebla de potencias oscuras, de demonios y espectros, de cuervos y difuntos: “escribo epitafios invisibles / con la tinta del diablo y sus garras”. El Diablo es la fuerza disyuntiva, la potencia que separa al Creador de la creatura, a la bruja del Hombre. Cristo es el symbolon, el puente que redime al hombre y restablece el nexo, la religio, entre lo humano y lo divino. Los hombres, a través de Cristo, vuelven a tener un Padre. El prefijo syn (con, junto a, en compañía de), que forma el término symbolon, posee en griego un sentido conjuntivo. Resulta curioso notar que el término opuesto a symbolon es diabolon. El diablo es la fuerza contraria al símbolo. Si éste une y conecta (al hombre con el Padre), aquél separa y aleja. Por eso la bruja, aliada terrenal del Diablo, lleva como marca una fisura, una herida o hendidura, es decir un estigma que indica separación y desgarro: “Una bruja conoce también los desencantos / la fisura que hace sangrar los pies en la huida”. En el preciso momento en que la bruja firma el pactum cum diabolo, invalida la alianza con el Dios soberano. La bruja huye del símbolo cristiano, el Symbolum Apostolorum según la expresión de los Padres de la Iglesia, y se interna en la fisura diabólica. Es la entrada al bosque: “Conoce los sonidos del bosque, / la revolución de los astros / los movimientos de los demonios entre los árboles altos / llega al claro / abre los brazos / aúlla / hace una invocación abierta a los malignos / recibe otra vez auxilio del diablo”. Los sonidos del bosque componen la música del poema, el canto de los cuervos (animales paradigmáticos en Soy bruja), la sinfonía nocturna. El poema rompe la homogeneidad del sym-bolon –que es siempre, según indica Platón en El banquete, un symbolon tou anthropou (191d), un símbolo del hombre–, lo transmuta en dia-bolon; introduce el dia en el syn, la disyunción en la conjunción, la fisura en lo continuo. El lenguaje adquiere así su potencia oracular: “Lenguaje ciego del poema / poder oracular / velo que recubre el nombre / esta es la pira funeraria del diablo / en la que grabo cada palabra”. Soy bruja convierte al lenguaje en un bosque: sobre las palabras, ramas de un árbol indescifrable, los cuervos conviven con los ruiseñores y los demonios conversan con los ciervos. De repente, en la orgía del sentido, bajo la luz negra de la luna, una forma inaudita de amor, decididamente extra-humana, se vuelve posible: “escribo / hoguera en la garganta / nos amamos / mientras / los árboles, las montañas, los animales / todos hallan su verdadero lugar”. Esta geografía umbría encuentra su correlato en el retorno al bosque que sella la transmutación de la niña en hechicera: “regresé al bosque / última encrucijada / curva del tiempo / ya soy una hechicera”. Finalmente, la poeta puede decir: “ahora me convierto en mí”. Pero este “mí”, sabemos, es un pandemónium femenino. Este libro, por eso, contiene el bramido infernal que estalla desde las hogueras y los cadalsos. Quien recorra sus páginas advertirá rápidamente que el infierno de las brujas, tan encantador y embriagador como el de otro gran poeta luciferino, es también “un espejo para nuestra vergüenza”.
[1] El océano y el bosque constituyen la topografía característica de la poética de Eugenia. Su escritura nos invita a sumergirnos en las profundidades oceánicas y a internarnos en el follaje boscoso. Este desplazamiento a lo inhóspito es condición necesaria para escuchar la música del poema que cantan las ninfas (no musas), para descifrar el alfabeto de los árboles y comprender ¿por qué no hablan las sirenas?
Links
Poemas del libro. En Otra Iglesia es Imposible / Revista Poesía
Más datos de la autora en op.cit. «Atlas de poesía argentina»