Paisajes con agua en movimiento / Melisa Papillo

Paisajes con agua en movimiento
Melisa Papillo
Buenos Aires, La Carretilla Roja, 2020


La forma de los viajes

Por Daniela Camozzi

canto que se ríe de lo grave
Irene Gruss

En Paisajes con agua en movimiento, el segundo libro de poemas de Melisa Papillo, lo quieto y lo fluido se combinan en un encuentro fecundo, del que irrumpe algo de otro orden, como dice la autora en “El viaje de la tortuga”: una fotosíntesis personalísima que, desde el entrelazamiento de discursos, temporalidades y devenires, le da un brillo novedoso a todo lo que mira. Lo que sigue es una exploración de estas visiones, un recorrido posible por los paisajes que crea el ojo demiurgo de la poeta en este trabajo.

Preludio. Ante la dificultad de definir qué es la poesía, suelo remitir al texto que la convoca, al chispazo de conmoción que produce el roce de nuestro cuerpo lector con la piedra encendida del poema. Desde ahora, cuando alguien me lance esa pregunta, responderé con algunos primeros versos o títulos de este libro: «Están cambiando los colores de la noche. Parece el ruido de un ciclón y es solo un poco de viento. Dejo flotar por la casa las piedras que traigo«. Sonimagen concentrada, paisaje exacto y tenue y vibrátil… Vibrátil en el sentido que Suely Rolnik le da al término, aquello que invita a “otra percepción, un estado aún no formateado, que agrega otra posibilidad de mundo en el mundo”.

El deseo mueve. “Como no puedo viajar”, el título del primer poema, es una negación solo en apariencia, de inmediato refutada por la potencia de los viajes intertextuales, de temporalidad arremolinada, de transformación, que se proyectan desde este verso; proyectarse en tanto impulso, arrojo gozoso. Es el preámbulo de una aventura, el llamado a una travesía múltiple que el deseo convoca. Deseo de mirar, de encontrar el tesoro que se esconde “en todas las cosas”.

Un mapa propio. Me corrijo. Ese no es el primer poema, hay otro anterior. Un poema-mapa. No hay búsqueda del tesoro posible sin él. Un mapa como los que calcábamos en la escuela, con las superposiciones que marcaba el oleaje de nuestro pulso. Así es el movimiento en estos paisajes de agua exquisita, “ola que llega” para disponer países, continentes, ríos y autopistas en su justo lugar. Un mapa propio para que la voz salga a descubrirla forma de su Tierra, como pide Herzog en el epígrafe. La forma, otro de los nombres que damos al ritmo, a las posibilidades del sentido que ofrece la dicción poética, la yuxtaposición medida, una cartografía que nos hechiza y hace que esas masas de tierra y esos cuerpos de agua se amalgamen ante nosotros, y nos convenzan de que es así, están reuniéndose.

Vaivén, estrella. Si el deseo de ver es ver, hay transporte verdadero y, también, vaivén del ver al ser: de surfista a leona a cóndor. El símbolo gráfico que nos lleva a las notas al pie, más estrella que asterisco, es otro instrumento de la cartografía. Si el ojo es catalejo creador de mundos y el mapa los pone a andar, la estrella es guía, da pistas, señala sendas para la exploración.

Diálogo, abrazo. Varios de los poemas portan estas estrellas, pero no habrá en las notas al pie anotaciones bibliográficas, sino, para nuestra alegría lectora, más poesía. Son textos tomados de películas, documentales, escandidos con una música sutil, el paso de la poeta apenas interviene con su lirismo fresco estos originales. ¿Llamarlos originales implica darles estatus de traducción a los poemas que se yerguen por encima de las notas? Traducción intralingüística en todo caso, en su mejor posibilidad: diálogo libre, como el de “Reposar en la jungla” entre el perezoso –que ya vio lo que quería desde arriba: la poesía en las cosas– y el movimiento pausado debajo, el abrazo allí, por si el animal bajara, aunque no necesite hacerlo.

El mal aire. Ese lirismo se entrama y dialoga suavemente con los otros discursos, siempre atento a su pulsación. Como quiere Mercedes Roffé en Glosa continua, este es un espacio de “aleaciones, de fundiciones, de refundiciones” que “acarrea material de otras tierras”. Una atención que, en ese ir por el agua, se conjuga también con zonas dolorosas, como en “Lo que queda”: la ferocidad de la supervivencia, el exilio, ese magma ineludible de la dictadura, aunque se hable de otro exilio, de otros muertos, de otro aire. Un océano que cruzaremos incluso sin saber en qué estado de ánimo viajamos, sostenidos por la fuerza de las preguntas.

Fotosíntesis. Si en química la síntesis es la obtención de un compuesto a partir de sustancias sencillas, en este libro hay un procedimiento asimilable: los elementos se concatenan en una síntesis poética singular, sorprendente, como en “El viaje de la tortuga”, donde nos deslizamos por la serie bebé duerme viejo enjutocaparazónplanta: el devenir vegetal de Deleuze como estrategia poética. Y no solo pasa dentro del mismo texto: la bolsita de alimento de un poema se vuelve bolsa negra picada en otro –con una belleza que remite a la que Joseph Brodsky observa en un basurero de Nantucket, en esos versos donde, también para él, las aves vienen con premeditación hacia nosotros–. Y en otro más, será ataúd inconfesable para una lagartija bizca, en una de las tantas torsiones temporales de esta obra: la voz dice la verdad hoy anticipando el pliegue del futuro, la mentira piadosa, literaria (y, por lo tanto, portadora de otra verdad), que contará.

Nitidez que insiste . Nada nubla la visión de Papillo: su ojo insiste hasta el borde del llanto sin caer en él, porque esa agua empañaría, y es preciso ver bien, registrar el otro movimiento, las otras aguas: las que se arrojan en el juego de la felicidad y, así, no importa que la noche afuera sea de tormenta. Aunque siga lloviendo, se insistirá en mirar, en registrar, en la fotosíntesis que la poesía habilita. Ese es el chispazo, el clic de “Cae la noche y sigue lloviendo”. Como Kurt Vonnegut cuando nos pide reconocé la felicidad, la autora desea, capta y captura. Y la imagen aparece, cápsula a la que será posible volver, para recuperar, re-conocer lo importante.

Marea negra. En Paisajes…, no hay un trayecto lineal ni una temporalidad única. Igual que en Arrival, esa película de ciencia ficción donde los tiempos se fusionan y, como en la cultura y la escritura circular de sus seres intergalácticos, todo pasa a la vez. En estos poemas, el tiempo se presenta también con un poderoso efecto de simultaneidad: el bebé dormido del principio, el hijito de los juegos, el que crea el mar con su palabra, el puerperio. No hay orden. Todo es vértigo. No se puede frenar. Pero no se cae. La voz advierte el borde y lo esquiva, mira de frente la ola que llega… altísima sin ceder a esa opacidad. Hace un gesto de nuevo, pero no es el mismo. Ya no es el clic de la foto para guardar la fugacidad feliz, sino el saludo instantáneo, en una reversión de Sexton: no es un rumor insistente y ominoso que machaca desde el exterior. Sino ritmo vital, amable, que acompaña la marcha.

Piedra, piedrita. Nací para documentar… fragmentos de la inmensidad, dice en la última nota al pie, la del poema que da nombre al libro. No es casual que se interrumpan las notas: ya no son necesarias, la voz poética empieza otro diálogo, uno amoroso, sobre cómo guardar, cómo soltar, lo que se ama. Es el último de los paisajes, el de las piedras, en las tantísimas formas que Papillo moldea: piedra-amuleto hecha cuerpo, piedra a la que se le habla, no te pido nada, la piedra-hijo del enorme “En el interior de una roca hay vida”. Hay aquí fusión acompasada de forma y sentido, recursividad aparente, piedra-dentro, piedra-afuera, te dejo, te llevo, en un devenir complejo y fluido al mismo tiempo. Es un rezo, una nana, siempre en el vaivén del agua suave: el movimiento de acunar, un ritmo conjunto. Y, ahora, el gesto de guardar, no lo amado (que se suelta delicadamente en la orilla), sino su sensación, esa materia poética: la imagen de lo amado.

El fondo perfecto El acto de soltar trae otro desdoblamiento. El hijo ahora es autónomo, mira lo que quiere mirar, les habla a otros, construye con su palabra un paisaje propio, por supuesto, de agua. Que diga Esto es agua es una revelación tal que produce un deslizamiento: ya no es la voz poética la que hace el gesto de registrar: son otros los que, ante la maravilla de lo revelado, corren a capturar el instante: es la dicha de nombrar, sencilla y libremente, sin vueltas de cordón. Resuena acá la justeza de Irene Gruss, la levedad de aquel canto que se ríe de lo grave del mar, allá, a pocos pasos

El sonido de la vida. Papillo es de esa estirpe de poetas: como Gruss, se ríe de lo grave. Trabaja sus materiales para que cada texto alcance un equilibrio entre profundidad y soltura, su gracia exacta. Así ocurre en “Como se lanzan una a una las piedras”. Todos los elementos del libro confluyen en este epílogo: la escritura como viaje para entender-se; la profusión de temporalidades; el diálogo con el hijo para advertirlo de la seducción de lo enredado. La voz poética ubica en una tarde lejana el momento del rumor de una ola al alejarse. ¿Cuántos tiempos hay aquí? La voz en presente, en el borde del agua; la voz-niña de un pasado antiguo, que disecciona para comprender; la voz-madre del pasado reciente, su murmullo protector. Pero hay un tiempo más: el nuestro, donde se funden todas esas voces, y nosotros también viajamos. Cerramos los ojos con la viajera, la niña, la madre, y somos ella/ellas en sus devenires. Escuchamos el ruido rastrillero que hacen las piedras y caracoles, estamos en la música clara y nueva de estos poemas.


Reposar en la jungla

De un color durazno claro
se asoma la flor del árbol de ceiba
en el páramo colombiano.
Cuando no está colgado
el perezoso es una manta arrastrándose por el verde,
encontrarlo fuera del árbol
nos hace dudar sobre su fama.
Tiene todo para escaparse o atacar
pero sigue trepado al árbol.
Crecen sus uñas en el ocaso del día.
¿Qué poema mira el perezoso
desde la rama inclinada?
Se sonríe desde lo alto, ya vio hace tiempo
lo que tenía que ver.


Lo que queda

¿Con qué estado de ánimo
se cruza un océano en un barco gigante
y se deja atrás
lo que se aprendió a nombrar?

¿Qué último recuerdo
queda en la mirada de mis abuelos?
¿Su antigua casa será
escombro de falsas ilusiones?

¿Si se muere un primer hijo
qué prenda suya llevaríamos en el barco?
¿Si nuestros muertos aparecen
en los sueños
somos su hogar por esa noche?
¿Con qué sueñan
los buscadores de lugares?

Empiezo de nuevo.
¿Con qué estado de ánimo
se cruza un océano?


En el interior de una roca hay vida:

puede contener diminutos lagos de agua.
Y si una mano la agita y un oído escucha
lo de adentro, se lleva el eco de la piedra
para siempre.

Ahora mismo me siento así
llevo una piedra
de la suerte, talismán pesado,
dentro del cuerpo.
Apretada al estómago, revuelve las costillas,
me hizo mover todo orden en casa, pensar
en ríos que no conozco aún.
Sentí fuego en la piel
sin estar al sol.
La piedra-hijo como talismán,
como un amuleto que no voy a soltar,
aunque sé
no voy a poder llevar siempre conmigo.
Pero sí tengo el poder
de dejarle este talismán al río,
a las aguas que se chocan contra qué
y se hacen más claras.
A veces
vos, hijo, podés nadar
y recorrer los mares también.
Te dejo, piedra, un día de estos
al cuidado de las aguas hinchadas
con sal o azúcar.

Te dejo, piedra, clavada en una orilla
a mi cuidado hasta que lo decidas,
te apoyo suavemente sobre la tierra
del río o la arena del mar,
te apoyo tiernamente y mi mano
acaricia tu superficie, la otra
me agarra la frente de mujer
que sabe no siempre pelear
pero cuida de este amuleto
y lo deja amorosamente,
no solo eso: despierta, consciente
de la marea.

Piedra que toco ahora
redonda fuerte,
no te pido nada
y me tapo la boca para no hacerlo.
No te pido nada
porque sos talismán nuevo
y qué sabés aún
de las exigencias de este mundo.
No te pido nada pero te dejo
en la orilla en la arena
suavemente y me guardo
para mí
esta sensación de llevarte
siempre conmigo
como suerte que tengo.

Te dejo suave para que las olas te choquen,
la sal te acompañe.
Yo me llevo tu peso
cambiante
tu imagen inventada por meses,
tu fuerza un ritmo conjunto
lo guardo.



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