Ofelias y soles fríos/ Sangre del día, de Laura García del Castaño

tapa1Sangre del día
Laura García del Castaño
Buenos Aires
Añosluz
2018
56 pp.

 

 

 

Por Damián Lamanna Guiñazú

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En los fondos de la casa, a plena luz del día/ pende una mujer sola/ y sin remedio/ Como el animal desobediente al que corregiste la osadía/ Como un panal vacío ya sin miel ni moradores/ Como la planta que arrancaste por ruda por incierta/ pende en lo alto/ tu objeto preciado con dos vueltas de odio/ Qué harás ahora que no puedes elegirle otra muerte?/ Qué harás ahora que tu hambre se serena?/ Si está creciendo en otro lugar/ y ya no puedes cercarla?/ Si es agua de un río que separas/ y aún así trasluce su destreza:/ el impetuoso caudal, el olor de las bestias que la habitan,/ su precipitado encanto?/ Una mujer pende sin remedio/y atrae al mundo que aún muerta la traiciona:/ convida el espanto que sigue al cinismo/ ejerce también su lenta torsión/ Una mujer muerta/ es una lámpara/ Nos quema, nos delata, nos orbita/ Pende de un puño/ del brazo firme que estira el captor/ Y está sin morir/ porque lo hizo de pura confiada/ porque está espantada de su anterior vida/ maldiciendo en el final su entrega/ esperando que alguien de nosotros vea/ más que el peso de un cuerpo/ impasible en lo alto/ con dos vueltas de odio

En los fondos de la casa de la imaginación, a plena luz del día, el cuerpo de una mujer pende de un árbol que no se nombra. La luz del sol es condición para que el cuadro exista, revela los contornos y superpone figura y fondo, el movimiento de las sombras. La casa, que también es el poema, es el espacio para que el sujeto se desdoble, se abra, un sujeto cuadruplicado. Por un lado la voz, la mirada que observa y denuncia, la voz que encarna y decide hablar, preguntarse; por otro, esa segunda persona del singular invisible, culpable de la muerte, la que quizá anudó la cuerda con dos vueltas sobre un cuello vivo y lo oyó quebrarse en el aire, o de otro modo hizo que la angustia trepara y pateara el banco o la escalera con un golpecito: los pasos finales de la suicida, una línea punteada de sonidos detrás de la superficie de palabras. En tercer lugar, los lectores y las lectoras, integradas como parte de un nosotros cómplice, el vaivén adentro de nuestra cabeza, el tiempo detenido y la belleza que nos muestra su rostro más atroz. Por último, el cuerpo que flota en el aire. Ofelia lejos del río. Un yo último que es a partir de su clausura y de su historia, vuelto palabra gracias a la voz de otros. Un yo —todos los que lo inundan— silenciado que a la vez interpela a la época, a la coyuntura y se abre hacia el pasado. ¿Hacía qué pasado?
En La poética del espacio Gastón Bachelard opone los conceptos de metáfora e imagen. Mientras que la metáfora siempre evoca una ausencia, un elemento que no está, y abre los caminos de la evocación y la interpretación, la imagen, sostiene Bachelard, condensa la potencia de un instante, una revelación. La imagen es en su forma única, en su brillo efímero que no necesita de ningún sentido previo, de ningún discurso subterráneo para dejarnos sin palabras. ¿Qué decir ante un cuerpo que ya no tiembla y parte el cielo en dos? En dónde situar la imaginación, qué hacer con esa extraña sensación de belleza sobre este trasfondo de violencia. El poema de Laura García del Castaño, la fuerza de su poética en sentido amplio, reside allí. Nos obliga a movernos en diferentes dimensiones, nos disloca y a la vez nos deja perplejos ante lo que no podemos inteligir: ese pájaro que persigue flores representadas y se loopea adentro de la imaginación. Y así se abre un camino de sentidos y direcciones, la historia repetida de Ofelia, la primera (no) asesinada de la literatura occidental. Envuelta en las ramas de un río, ahogada y oculta sin que nadie hiciera preguntas. Su cuerpo luminoso en la pintura de Millais. También vuelta fantasma para habitar un linaje incluso si sólo rastreamos en la poesía argentina: las abogadas ejecutadas por la Triple A que nos vuelven a hablar en un poema de Costantini, el cuerpo descampado de “El lapacho es la imagen de la furia” de Gabriela Clara Pignataro, los basurales que reemplazan los cadáveres en las Notas al pie de Silvana Franzetti, la mujer muerta con los pies comidos en “Yace”, texto de Daniel García Helder incluido en El Guadal, por dar algunos ejemplos. Y justamente allí el poeta rosarino se/nos pregunta. “Si hay imágenes, por qué hay memoria?”. Ese cuerpo que pende en el poema de García del Castaño, esa lámpara, vuelve indisoluble la distancia entre metáfora e imagen. Aunque lo que vemos sea demasiado poderoso y nos deje sin palabras (ya) no podemos quedarnos en silencio: estamos obligados a recordar, a tirar las ventanas abajo. Detrás de cada muerte hay una narración que nuestro gran otro quiere silenciar. La imagen carga dentro de sí su disolución. La memoria, cada vez más artificializada, nos recuerda algo de la humanidad que nos queda. En esa inestabilidad crecen los poemas multidimensionales de García del Castaño.

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Llegué a los poemas de Laura García del Castaño por dos caminos. Por un lado por recomendación de Jotaele Andrade; por otro, por casualidad. Un grupo de poetas cordobeses presentaron en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, espacio donde trabajo, una antología de poemas sobre La Perla y entre los títulos también editados por la editorial me topé con El animal no domesticado, un poemario breve de letras grandes, una polifonía de texturas muy emparentada con Sangre del día. Allí encontré un poema que inmediatamente se convirtió en una  clave para pensar no sólo una poética en particular sino la poesía en general. En este caso no lo voy a citar completo así que voy a tratar de glosarlo. A grandes rasgos el poema reconstruye una escena en una oficina de correo, el diálogo entre la poeta (o el yo del poema) y una trabajadora del correo, que es ciega. Antes de meter en un sobre el libro que será enviado, la trabajadora comienza a hojearlo con el tacto hasta que se detiene en la palabra “ciervo” y la tapa con uno de sus dedos. Dice el poema “Se frenó en la palabra ciervo/ la acarició una y otra vez/ como si hubiese decidido domesticarla/ Su índice se superpuso a la palabra/ que ya no se vio/ como si el ciervo hubiera entrado en ella/ como si nunca se hubiese ido/ como si sus patas firmes en un nuevo territorio/ hubiesen borrado por un instante/ las anteriores pisadas”. La materialidad de la palabra desbordada en unos pocos versos. ¿El poema se lee o se palpa? ¿En cuántas dimensiones escribe Laura García del Castaño? ¿Qué forma tiene su página en blanco? ¿Por qué seguimos nombrando los animales que ya no existen?
En este punto, asir en una idea o en una estructura ordenada La sangre del día es entregarse al fracaso. Cada vez que intenté anudar el libro para poder decir algo relativamente conciso caí inevitablemente en la perplejidad, en el miedo, en anotaciones nuevas sin sentido. Quizá la aproximación más nítida que logré fue la de pensar en una multiplicidad de discursos y lenguajes que proliferan y rodean al sujeto, lo cercan y silencian, en un mundo que se percibe a través de dispositivos tecnológicos (“que borran y almacenan la existencia”) y fluye mientras la muerte, esa joya con un alfiler que nos orbita, se pone la ropa de lo real. Frente a la banalidad de un mundo hecho de repeticiones, noticias y cuadros opacos. Frente a la soledad y la dificultad de las palabras, de la comunicación con el otro, el poder de la muerte se presenta como lo único inevitable e intangible. Sin embargo, qué es lo real y qué es la representación —si sirve esa dualidad— en medio de estos poemas y de esta distopía real metamediada que habitamos. Los poemas de García del Castaño barren con cualquier posibilidad de representación al tiempo que la exigen. La muerte, eso que queda por fuera del lenguaje también se convierte en símbolo dentro del poema. Un símbolo que ya no persigue una correspondencia con los secretos del universo —como en el poema de Baudelaire mil veces citado— sino con otra superficie del lenguaje. Entonces ese panal que crece como un tumor circula entre los poemas para cargarse de sentido, para condensarse. Para decir y enajenar a la muerte. La supresión de la existencia paredes afuera del poema y la lengua. Pienso en un movimiento heroico, todos nosotros un día. De tan poetas niños encontramos la salida a la caverna, a la danza de símbolos del lenguaje, objetos iluminados por la hoguera, y al llegar al exterior nos encontramos con una cuadrilla de operarios quizá humanos que hacen que un sol artificial y frío funcione, un objeto sucio rodeado de esos insectos verdes que parecen uñas, el ruido de los martillos, ventiladores furiosos e invisibles. El sol más poderoso de todos los tiempos, programación absoluta, una ventana luminosa más allá. “Una nube de polvo se levanta de lo verdadero”.

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¿De nuevo la pregunta, cómo abordar, o mejor dicho cómo salir de Sangre del día? Pienso en primer lugar en esa metáfora de la poesía como un goteo permanente, el hilo de luz donde el o la poeta concentran una partícula de la experiencia. El desplazamiento pop que hace de una anécdota un poema contemporáneo. ¿De dónde extraer, sin embargo, esa gota de sangre cuando la experiencia se presenta como representación, como mediación de la mediación de la mediación, como repetición de cliches y recuerdos descartables donde nos despersonalizamos? Allí parece atacar el imaginario de García del Castaño, allí parece resistir. Al respecto, en el prólogo Jotaele Andrade traza un paralelo entre el yo de este poemario (que quizá no siempre sea el mismo) y Mersault, protagonista de El extranjero de Camus. Cita ese pasaje en el presidio donde Mersault pide la posibilidad de recordar “esta” vida en su vida siguiente. Pide que la memoria le permita abandonar su tiempo para ser de todos los tiempos. Invocación que el protagonista hace de lo sagrado —recuerdos más allá de la experiencia, recuerdos de la humanidad— mientras decide dejarse morir sin aprovechar ninguna de sus posibilidades de clase, raza, nacionalidad para salir de la cárcel e ir a nadar con su no tan amada. Quizá allí esté la sangre, en esa gota invisible que escapa más allá de la representación, en lo que nos deja mudos, nos perturba fuera del lenguaje. Vuelvo al poema con el que estas líneas comenzaron “Una mujer muerta/ es una lámpara/ Nos quema, nos delata, nos orbita”. La lámpara, nos dice Bachelard en otros de sus ensayos, es una versión del fuego, una soledad junto a los otros. Miramos a través de la llama y vemos a cada humano que alguna vez vio al fuego. Cavamos hacia el corazón de nuestro tótem. Un cuerpo que pende en medio del aire. Sangre concentrada que nos dice quiénes somos, qué es el horror y hacia dónde no sabemos regresar.

 


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