Claudia Prado

Primero*

Yo he vivido cerca de otras personas
y me he guardado en la memoria
recuerdos que no me pertenecen.
Felisberto Hernández

el mar. Natalia

Tres rosas artificiales,
conservas de su país y una hilera
de matrioskas.
A la del medio alguien la giró
y nos da la espalda.
En Novonikolaevka los inviernos
son nevados, sin embargo
en su relato hay tierra suficiente
para que cada cual
vea nacer la primavera, otros días
la música es de Ucrania
pero en esta siesta sin sol
desde las mesas de “El samovar”
solo se escucha el golpe
de platos contra platos
y un desorden de cubiertos
que en todas las cocinas
del mundo será el mismo.
Mamá me quería hacer dormir
se había acostado también
en mi cama. Duerme
duerme, dijo, que hace rato
yo sueño con el mar.
En el invierno de Novolikonaevka
estos mismos ojos desvelados:
Ma, no veo tu sueño.

 

un ojo. Aidé y Jéssica

El muñeco preferido, de trapo
o de peluche, envejece. Los colores
más lavados, las costuras flojas,
se lo nota desganado en el abrazo.
Un día pierde un ojo. Es difícil
sostener esa mirada
incompleta. Si le faltase
una cosa singular como la boca
lo hubiesen aceptado diferente.
Pero todavía
conserva el brillo de una cuenta
de plástico, ahora sola
y el otro lado de la cara liso.
El ojo que falta no aparece, no rodó
a ningún rincón, no está
debajo de la cama
donde comprueban
de paso y con alivio, que no vive
ese espanto de mujer
la del rostro oculto bajo el pelo.
No, no hay nada brillante
en los rincones, nada oscuro
solo un poco de pelusa.

 

la certeza. Daniella

En los 80, en un departamento
de Lafayette Street
amanece tuerto un animal de trapo.
Aunque su dueña
busca durante horas, el ojo
no aparece. Mira la superficie
azul ahora vacía, inquieta
porque la casa entera está distinta.
Sin embargo, oyó decir,
las cosas no desaparecen.
En su habitación de adulta
Grover, el muñeco, ofrece
la mitad de una mirada.
Una pierna está cosida; se ven
algunos otros desperfectos.
Ella lo conservó a pesar de todo
y todo acepta.
Lo único que le duele todavía
es lo del ojo. Aunque de niña
no comió, no jugó
por encontrarlo, sostiene
que hoy sí lo encontraría.
Y es por esa certeza, que Grover
puede envejecer en un cajón
confiado.

 

lejos. Claudia

De pronto en ese lugar de la siesta
allá por el tendal o el lavadero
donde a esta hora
solo ella se mueve, canta.
No habrán sido tantas veces.
Las palabras antiguas e infantiles
y la voz de mujer grande, un hilito
casi hablado que se sostiene apenas.
Siempre nos dijo: Sordos
como una tapia.
En esta casa no sabemos cantar.
Trabaja
cuando la casa está en silencio
sacude una sábana
dobla, marca el pliegue
los gestos que repite son más viejos
que ese pedacito de canción.
No se podría decir que está contenta.
Es otra cosa.

Yo en medio de la noche en la que leo
pienso en ella –la voz pobre de tan tímida–.
Nunca oyó cantar a su madre, dice el libro.
Pero tiene una boca dulce.
Y siento un golpe, un hueco
el tiempo yéndose.
Estoy lejos. Mi mamá a veces canta.

 

velocidad. Eduardo

Cuando yo vi esa foto
fue volver en el tiempo a escribir con tiza
mi nombre en esa puerta de chapa:
“Corredor de autos, Eduardo Gatica”. No sé
cómo pueden seguir
treinta años más tarde esas palabras azules
en una chapa oxidada. La puerta
me acuerdo, daba a una caldera
de entrada prohibida, calor y negrura.
En esta parte del mundo, tan lejos de casa
la foto de mi nombre con tiza
abre una pregunta.
Yo contesto que sí, soy el mismo.
El nombre es idéntico, la velocidad
me gusta igual que de chico.

 

caramelos. Chela y Emiliano

¿Qué es lo primero para vos
Emiliano? Para mí la abuela de negro
sentada en la galería que da al mar.
Sí, un vestido que llegaba casi al piso
y en el medio una hilera
de botones claros.
Siempre tenía caramelos
escondidos en el bolsillo.
Y escondida también la botella de anís.
Era muy vieja la abuela. ¿Vieja
como nosotros? No tanto.

Cerca de los ochenta
conversan los más jóvenes
de los cinco hermanos, juntos
hacen equilibrio en el recuerdo
como sobre un tronquito
de esos que se tiran
para cruzar un charco.

 

la ruta. Eduardo

En su casa habla portugués, en la calle
y el trabajo una lengua
seguro más lejana. Será por eso
que siendo tan distintos
conversamos hace horas.
La infancia de mi primo en un hotel de ruta
el mismo escenario que la mía.
A veces le cuesta encontrar una palabra
y empieza una oración que yo completo
con gente, objetos, materiales.
Me cuenta que estuvo ahí
hace unos meses:
cuando vi el piso de laja
sentí que podía arrodillarme
y pasar el día como entonces.
Cargar un camioncito, hacerlo rodar
sobre las piedras desiguales
despacio, que nada se cayera.
Me lo imagino ahí agachado
un hombre grande, imitando con su juego
el andar de los camiones
en la realidad vecina de la ruta.
También hay algo de eso en esta tarde:
los dos ocupados
con la carga de recuerdos, hablando rápido,
cada vez con menos eses,
usando interjecciones comunes más al sur.

 

el vestido. Isabel

A esta rama, cree
no llegó ningún hermano, no saben
que desde acá se alcanza a ver
la huerta del vecino, el lomo
de las vacas, un perro
que tira de una cuerda, le gruñe
a un fantasma.
Desde acá los tomates maduros
son puntitos salpicados
debajo de las hojas.
Mientras observa, piensa
qué van a decir cuando les cuente,
o mejor sería que la vean.
Puede ir más alto. Pero se estira
y siente el tirón. Había olvidado
que hoy tenía vestido
nuevo, feo, igual a todos
de ese algodón
que elige el padre en el pueblo
cuando compra
los tornillos y el azúcar.
Llora y mira la piel
entre las dos partes de tela.
Las junta con las manos
como si fueran a pegarse.
Esta vez, no va a bajar
rompió el vestido el primer día.

 

* Nota de la autora.
“¿Qué es para vos lo primero, Emiliano?”, le preguntó mi tía a mi papá cuando les pedí que me contaran su recuerdo más antiguo. Sentados alrededor de la mesa de fórmica, empezaron a conversar completando cada uno el recuerdo del otro. Yo los escuché (y los grabé) como si estuviese volviendo a un paisaje que conozco, el de la infancia de mi padre y de mis tíos, cuando la ciudad era veinte veces más chica, los juegos consistían en dejarse empujar por la cuesta de la loma adentro de una rueda y, en invierno, la playa y el mar resplandecían igual de solitarios. Escribí primero acerca de esas imágenes y esas anécdotas que de alguna forma son mías, pero después grabé a mucha otra gente usando como excusa la misma pregunta: ¿cuál es su primer recuerdo? Así también esos recuerdos empezaron, en parte, a pertenecerme. Me acuerdo de la charla con Natalia en un día de tormenta, cuando en el restaurante ruso-peruano del que era dueña quedaban pocos clientes. Los manteles rojos que había heredado del dueño anterior se mezclan en mi memoria con un gallo que nunca vi, persiguiendo enloquecido a una nena de cinco o seis años. Me acuerdo de Clarisa en la cocina:  le daba de costado la luz que entraba por la puerta de vidrio y hablaba de la escarcha en las mañanas de Santiago del Estero. Me acuerdo de Luciano diciendo que él tiene una imagen muy nítida de tomar la teta y yo, ignorante: eso no puede ser cierto. Casi es mío el recuerdo de Fer después de una operación. Su mamá se negaba a darle agua por instrucciones del médico. Solo un algodón mojado y ella convencida de la maldad de su madre. Me acuerdo de Laura que no recuerda nada. Hasta los doce o trece, nada. Escribí poemas sobre algunas de estas entrevistas. Engendros amorosos de su memoria y la mía, del ritmo entusiasmado o reticente con el que me hablaban y el que encontré cuando escribí los poemas. Me interesan mucho algunos temas que son un lugar común –la ruta, los recuerdos de la infancia–. Justamente, por ser un lugar común, son elocuentes para mí. Me gusta partir de ahí y ver a dónde llego o simplemente dejarlos entrar en los poemas. Cuando me mudé a Nueva York, hice nuevas entrevistas, acerca de algunas de las cuales también escribí. Neshi me habló de cuando se comió crudos los huevos de la gallina. Ndivi es huevo en Mixteca. Solly, de unas sábanas ventilándose en una terraza, en Beirut. Ahora, que vivo en Jersey City, al lado de un viejo siciliano que me regala lechuga y habla un inglés tal vez peor que el mío, me dan ganas de volver a usar la misma excusa para que me invite a entrar en su casa o, al menos, a cruzar a su patio. Pero como este libro ya está llevando demasiados años, creo que llega la hora de terminarlo, salga como salga.

 


Claudia Prado (Puerto Madryn, 1972)

Poeta y docente. Coordina talleres de poesía y narrativa para adultos y jóvenes. Codirigió los documentales Oro nestas piedras, sobre el poeta Jorge Leónidas Escudero (2008) y El jardín secreto, sobre la poeta Diana Bellessi (2012). Entre 2006 y 2011 participó en la coordinación del taller de poesía del proyecto Yo no fui, en la cárcel de mujeres de Ezeiza.

Poesía
Viajar de noche, Neuquén, Limón, 2008
Aprendemos de los padres (collages y poemas), en colaboración con Víctor Florido, Rijkasakademie van Beeldende Kunsten, 2002
El interior de la ballena, Buenos Aires, Nusud 2000

Links
Poemas. En Poetas Argentinos / Bariloche 2000 / El Señor de Abajo / Tuerto Rey
Entrevista. «Claudia Prado y El Jardín Secreto de Diana Bellessi», por Verónica Yattah, en Sigamos Tramando