Actos mínimos / Carlos Battilana

Actos mínimos
Carlos Battilana
Buenos Aires, Kintsugi Editora, 2022, 96 pp.


Destellos de futuro o la grandeza de lo pequeño

Por Bárbara Alí

«No se trata ni más ni menos que de repensar nuestro propio principio esperanza a través de la manera en que el Antes se encuentra con el Ahora para formar un resplandor, un relampagueo, una constelación que libera alguna forma de nuestro propio futuro”
Didi- Huberman

Cada diciembre repito el mismo ritual, la lectura de un poema de Carlos que me ayuda a hacer cable a tierra, que me enseña, como sólo saben hacerlo algunos poemas, a sostenerme en lo pequeño, a dejar atrás la estridencia y el brillo ruidoso de estas fechas, y me habilita un tiempo suave, donde demora y observación son la brújula para orientarse en mitad del vértigo. El poema se llama “Ramitas” (título que más tarde recibirá su obra reunida, en un gesto que es estético pero fundamentalmente ético). En estos versos encontramos el recorte de una escena: el armado de un pesebre con los elementos que se encuentran a mano: una porción de papel plateado que hace de oasis y pequeñas estatuillas de arcilla que representan los personajes de una historia conocida. Pero, detrás de esta narración, se trama en filigrana otra, una que podríamos pensar casi como una suerte de ars poética. Perdida la fe en los grandes relatos, los personajes que allí aparecen asisten a un ritual que no comprenden del todo pero que introduce una especie de fe pagana en medio de este mundo roto.

Y es que la obra de Battilana se funda en estos actos mínimos, que quizás tengan su origen en la observación de lo cercano y pequeño: el jardín, las ramitas, unas hojas secas, la familia, una pausa en una localidad costera cercana, un pueblo, el polvo de sus calles, sus habitantes, una charla en una terminal. Elementos que no son lo prototípicamente poético, son lindantes con lo frágil, a veces lo efímero y marginal. La grandeza es ese gesto que los coloca en el centro del poema, que nos recuerda la necesidad de huir de los discursos totalitarios y totalizantes, que nos dice que la poesía está en ese tiempo otro, tiempo de suspensión de las certezas, los egos, las dimensiones apabullantes.

“El acto de mirar, de recoger la piedrita que olvidó el capital, es una fuerza” nos dice Battilana en Actos mínimos, y es que la potencia de cierto modo del objetivismo no está en lo mirado sino en la forma de mirar. Elegir qué mirar y cómo, es allí donde ética, poética y política se enlazan. Una noche de marzo, en el marco del FLIB, lo escucho a Carlos decir en medio de un escenario montado sobre Av. Boedo que Baldomero fue para Borges el primer objetivista, porque fue el primero en concentrarse en lo relegado por otros y entonces pienso que este momento es una suerte de justicia poética desfasada en el tiempo, y también que es un acto de belleza en sí que existan poetas que nos recuerden lo que la vorágine del sistema fagocita: que existe un espacio-tiempo, robado al capital, para escuchar todo lo que este presente silencia.

Y eso es lo que hace Carlos en los textos que componen este libro híbrido, a medio camino entre el ensayo, la prosa poética y el diario íntimo; nos recuerda “la preciosa fuerza de lo mínimo”, que se vincula con “la aventura y el riesgo de ser un principiante cada vez que se escribe”, y agregaría también, cada vez que se mira, y en eso consiste la fe que es esencialmente una fuerza que nos impulsa a reconectarnos con el mundo desde un lugar de asombro.

“Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria”, dice Gluck. Recuperar en cada acto de escritura y de lectura (¿la escritura no es acaso primero una lectura del mundo?) esa mirada primera, porque allí se halla “el sitio de un infinito amparo y, al mismo tiempo, de una infinita posibilidad”.

En uno de los textos más bellos de Actos mínimos, Carlos distingue religión de religiosidad. Mientras que la primera está asociada a la institucionalización, la segunda se vincula con la presencia de ese estado de asombro y agradecimiento del cual nace la poesía. Esa poesía que, quizás sin saberlo practica (sí, porque la poesía también se hace con el cuerpo y con el modo de atravesar las experiencias), “Marcos, el niño grande, el niño interminable”, cuando se apega a las imágenes religiosas y hace de ellas “un destino visual / un lago interminable / donde contemplar el secreto de sus días”.

Quien recorra las páginas de este libro encontrará otro gesto poético: el autor no es tan autor, no sólo porque reconoce que “no es que damos lugar a la poesía sino que es la poesía la que nos da lugar a nosotros como sujetos de una experiencia verbal”, sino también porque se ubica en la trama que fueron construyendo otrxs: Basho, Kavafis, Pizarnik, Vallejo, Darío y Baudelaire son algunas de las voces que hacen eco en sus textos, parte de esas presencias un tanto fantasmales que susurran detrás de cada territorio textual.

Los textos de este libro construyen comunidad a partir de una multiplicidad de voces que relampaguean como luciérnagas en este y otros tiempos y que nos muestran también otra forma de ser y estar en el mundo. Didi- Huberman escribe Supervivencia de las luciérnagas para traer al presente a esos insectos que fueron la metáfora de un mundo concreto para Passolini. El cineasta y poeta hace referencia en sus cartas a la casi desaparición de esas luces intermitentes a causa de otras luces, estridentes y ruidosas, las de los reflectores que simbolizan los regímenes totalitarios y también el fulgor enceguecedor de la sociedad del espectáculo. Frente a esto, las luciérnagas aparecen por las noches para emitir su diminuto fulgor, su luz intermitente, que es también un llamado a la unión.

Creo que los textos que componen Actos mínimos, y también toda la poesía de Carlos, están hechos de esa materia suave y luminosa que nos conecta con esa pequeña voz del mundo y que nos invita a construir horizontes y formas de resistencia, no desde un lugar todopoderoso sino desde la fragilidad y la potencia de la imaginación como una forma de compasión.  Y la compasión alberga, lo sabemos quienes recorrimos Curar y ser curados de Claudia Masin, una fuerza política enorme. La llama del principio esperanza no debe apagarse, parece decirnos Carlos Battilana, y quizás el modo en que eso ocurra no sea a partir de grandes proezas sino sosteniendo en el tiempo una épica de pequeños gestos que nos salven del caos.


Dos textos de Actos mínimos

Iniciación

Más allá de quien nombra, es posible pensar con muchos otros poetas que no es que damos lugar a la poesía sino que es la poesía la que nos da lugar a nosotros como sujetos de una experiencia verbal. De allí que más que hablar o enunciar, somos hablados por el poema. ¿Qué supone esto? Que no controlamos la escritura sino que el flujo de lo poético deja su marca como la inscripción de una lengua social en permanente ebullición. Con los materiales de la lengua concebida como un sistema codificado, la aspiración del poema parece ser la de construir otra lengua más allá de la adscripción a una autoría. Una lengua extranjera. Según el curador y crítico de arte Rafael Cippolini, “la imaginación es una tecnología insuperable”. El arte de combinar puede suponer distintas tecnologías (verbales, plásticas, sonoras), pero la imaginación es, finalmente, la matriz indispensable que da vida a los lenguajes artísticos. Cuando se piensa en la escritura como flujo verbal, tiende a pensarse inmediatamente en técnicas como la escritura automática de los surrealistas. No obstante, corregir un poema, ese acto posterior (suprimir una coma, tachar un verso, separar una palabra del resto en el blanco de la página) también es una forma de la imaginación y el pensamiento que da lugar a la escritura poética. Una escritura del pensamiento imaginativo que incluye el deseo. Y esos actos mínimos, posteriores al primer borrador, que hacen emerger el detalle y el matiz, contienen el anhelo de que el lenguaje de la poesía no se anule sino que, por el contrario, pueda manifestarse. El tipo de ritual que se ejerce para escribir un poema es particular, incluso una superstición que forma parte de la mitología de cada poeta. Lo que no se puede nunca es abandonar la aventura y el riesgo de ser un principiante cada vez que se escribe. La poesía va a contrapelo de las nociones de profesionalismo y pericia.


Viajantes

Me gusta la palabra “viajante”. Me gusta en su acepción original (“dependiente comercial que hace viajes para negociar ventas o compras”), pero también me resulta interesante imaginarla como un participio de presente, algo que va ocurriendo de manera simultánea y continua. Recuerdo una canción que hablaba de una muchacha que se peinaba en la cama, y de los viajantes que se iban a atrasar. Esa administración del tiempo por parte de los viajantes, que se desplazan y recorren rutas y caminos recónditos por tareas comerciales, siempre me provocó curiosidad. Qué rareza… Una parte de la palabra pareciera que tuviera ganas de merodear o de pasear por las diferentes localidades por donde transita, demorarse en sus calles misteriosas, en la plaza pública, en las primeras luces nocturnas del pequeño centro a las siete de la tarde: Saladillo, 25 de Mayo, Pellegrini, Bragado, Tapalqué… Esa hora de la tarde-noche en la que un martes, un miércoles, los vecinos del lugar se retiran a la TV, a la cena, luego de plegar sus sillas en la vereda, o de haber hecho el último mandado, quizás con un poco de frío. ¿Y los viajantes? ¿Quién los acompañará en el pequeño hotel? ¿Quién sostendrá su cena? Esas horas de silencio: ¿en qué sitio se guardan, en qué cofre? Hay un libro de Osvaldo Aguirre, Lengua natal (2006), que hablaba de los amoríos furtivos del viajante y la modista, esas mínimas historias que se destinan al olvido polvoriento de los pueblos. Viajante como oficio, sí, como último avatar de una tarea que se vuelve anacrónica en la era de Internet; y viajante también como acepción imaginaria: robarle un pedacito a la palabra, robarle su raíz, y soñar un viajecito sin objetivo, sin cálculo al centro de la llanura.



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Reseña. Revista Otra Parte, por Marcos Herrera