El yo como punto de paso/ Poesía reunida, de María Teresa Andruetto

Poesía reunida
María Teresa Andruetto
Buenos Aires
Ediciones en Danza
2019

Por Elisa Molina

Sobre los últimos poemas de María Teresa Andruetto

Si la poesía tiene la capacidad de asombrar y cautivar a sus lectores, se debe a que con pies de paloma cerca un matiz inusitado de la cambiante realidad que nos rodea y nos lo pone al frente. La emoción que suscita, acaso vinculada inescindiblemente al hecho –que no es mero hecho– de descubrir, no necesariamente es violenta como una revelación, porque también el arco de las emociones parece infinito; en ocasiones, produce en nosotros una especie de asentimiento, de reconocimiento. Algo ya estaba allí, como una brasa latente, y el texto la aviva; nos recuerda que algo de eso somos. Incluso quizás eso mismo que leemos. Cuando esto último sucede se comprueba su máxima eficacia comunicativa.

Esto me pasó con el penúltimo libro de María Teresa Andruetto, incluido (no sé si completo) en su Poesía reunida. La manera de compilarla procede desde lo más reciente e inédito a lo más remoto, de modo que el lector toma contacto primero con lo actual y luego desanda el camino que, en sentido contrario, hizo la autora. Esta forma de presentación favorece de alguna manera la inmediatez del hecho poético, al predisponer a una mirada y a una consideración de lo que se lee que no admitirá los puntales que el proceso lector va construyendo cuando se nos propone partir de los primeros libros hacia los últimos. En ese caso, tal vez de una manera no siempre consciente, uno va aquilatando sentidos, continuidades, disrupciones en el camino de la escritura del autor. De modo que hay que subrayar que esta publicación nos ubica frente un nuevo umbral, no solo de nuestra lectura, sino también de la experiencia de escritura de la poeta. En esa novedad quisiera afincar este comentario.

Últimos poemas (2018/2019) encierra cinco composiciones numeradas bajo el título general de “Rosa”. El epígrafe de Gertrude Stein que los antecede, “Rose is a rose is a rose is a rose”, sugiere no solo la multiplicación, sino también la singularidad de cada rosa multiplicada, que es una rosa, no la rosa, esa que en el contexto sugiere el arquetipo (Monteleone) conveniente para construir un estereotipo. Algo de la fluidez sintáctica de la cita de Stein se vuelca en lo que leeremos a continuación. Llama la atención la forma del poema, particularmente de los enunciados poéticos en dos tipos de letra, cuya diferenciación remite a más de una voz. En una relativa indefinición de su identidad –en ocasiones, pero no siempre, es la misma voz que repite y retoma palabras de otro–, el conjunto de los enunciados flota tenso en una especie de intemporalidad de pentagrama. El lector “interpreta” esa melopea (parte esencial de la tragedia) y, al hacerlo, asiste al juego dramático de voces que se entrecruzan.

La disposición de los versos tiene la característica de yuxtaponer lo que podrían ser versos independientes separados a través de barras pero en una misma línea. Las barras niegan la identidad rítmica de cada verso, mientras que la asonancia genera un efecto de vaivén de la masa discursiva, que incorpora en su movimiento referencias claras a un fondo lorqueano. Esta identificación con la poética de Lorca se advierte no solo en el timbre por momentos exhortativo, y en algunos segmentos del lenguaje poético (“toda de piedra y agua”, “lirio de agua”, por ejemplo), sino principalmente en el afantasmado clima de una historia mil veces repetida: la mujer domesticada (entre otras cosas, por el arquetipo) hasta la negación de sí misma:

“Una mujer pequeña/una buena esposa/una voz ahoga en la boca/
que da vueltas

Por si alguien manda…”

Los poemas van desplegando de modo parcialmente elusivo un contenido programático que se define de forma explícita en su quinta y última sección. Este brevísimo poema (“Deja de cantarle a la rosa / ché / Hacé que florezca”) anuncia un eje de sentido presente en gran parte de toda la Poesía reunida. Es un punto de inflexión que se destaca del conjunto no solamente por la literalidad y el abrupto cambio hacia la coloquialidad, sino porque pone de manifiesto que la refracción de las voces y de las rosas (y Rosas) se reúne en un propósito. Podríamos decir que es como un llamado de atención, una especie de reto, que introduce al conjunto algo completamente diferente al dramatismo de los poemas previos. Su valor específico se precisa en el contexto: cierra, dando un portazo a lo anterior y abre no sabemos a qué poemas del futuro.

Por lo pronto, seguimos avanzando hacia atrás, y nos encontramos con un conjunto de nueve poemas bajo el título Del mismo pan, la misma leche, también inéditos, que paradójicamente parecen un paso adelante de la propuesta de su libro posterior: los poemas aquí incluidos cumplen aquella admonición, porque la rosa florece en la hondura reconcentrada de cada uno de los poemas. Una perspectiva minuciosamente atenta al espesor de la experiencia de la propia vida observada y pasada por el tamiz de una reflexión que no se expresa, pero que le da un sentido, es el punto de origen de estos retratos que ofrece la autora. Hace años, y no sé si en Un cuarto propio (me gustaría encontrar la cita), Virginia Woolf se preguntaba cuándo maduraría una escritura en que las mujeres dieran curso a su peculiar y única sensibilidad, una escritura no hipotecada por la interpretación imaginaria, ignorante e ideológicamente producida por los (y no las) intelectuales. El tema viene siendo un tópico hoy y creo que el último libro orbita simbólicamente en torno a las dicotomías formuladas por la cultura machista, hechas carne, piel y hueso en las mujeres. El logro de María Teresa en Del mismo pan, la misma leche es dar en el blanco. Como si el título fuese una clave, se trata de prestar atención a cierta materialidad elemental y humilde. Lo que nutre es lo mismo de siempre. Allí está lo único importante a ser dicho. A partir de una situación vivida, la primera persona del poema expone con mínimos trazos descriptivos lo que en ella está en juego. “Versos de hospital” abre el conjunto con una nota más que intensa y sombría, pero de una piedad infinita. El recurso a lo narrativo nos ubica en un hospital. Los personajes que convergen son dos mujeres (la propia poeta, su compañera de habitación) y un enfermero, todos en una situación de completa vulnerabilidad, donde el pudor, la impotencia y la vergüenza resaltan en la presentación directa y sucinta. Unos pocos datos contextuales, que no eluden sino antes bien enfocan con precisión las miserias del propio cuerpo como algo extraño, unas pocas palabras dichas como un pedido de disculpa, bastan para poner en movimiento una burbuja “de azul hielo en la noche” en la que cuaja el recuerdo de una situación en la que algo se llegó a saber y, acaso, a aceptar: la fragilidad e indefensión de la condición humana. No solo la propia, sino la de otros, por ejemplo, la de ese joven enfermero de Salta que limpia a las dos enfermas. Sin embargo, no es la “crueldad de los hospitales” el centro del poema, sino una especie de piedad no violentada por ningún juicio. La mirada se desenfoca del “yo” y va hacia el otro. Relación y reconocimiento.

Justamente esa alteridad es la que se destaca a través de la estrategia narrativa. Cuadros/fotos mentales o reales que se actualizan, no un presente intemporal (como en los poemas que se incluyen en “Rosa”), sino algo que sigue vivo y en movimiento:

Cierto día, en un campo allá lejos
una yegua se preñó y al potrillo que le vino
lo llamaron Milagrito. Una mujer tira de las riendas
con la pollera desprolija entre las patas…

(“Una mujer y un caballo”)

… Es la foto de una campesina
joven, ya con la espalda curva, una mujer muy flaca,
con la quijada hacia adelante, husmeando como un perro
y los ojos, ay los ojos, tan despiertos, como una rata
o una ardilla, ojos alertas como los de una perdiz
o los de un tero.

(“Genealogía”)

La selección que se opera para darles una entidad sólida y convincente se basa en captar el detalle  que da al conjunto una identidad propia; en el acierto selectivo y metafórico se despliega una gama riquísima de maneras de sentir, apreciar y valorar alguna hebra de vida de otras mujeres y de sí misma; un universo femenino, para decir el cual se declina la lengua en un habla propia, lo que equivale a decir algo nuevo. Esa especie de continuidad sugerida entre la madre y la hija; el yo, como punto de paso, pero también como espejo que recibe y refracta a su vez las imágenes que nos vienen de nuestras madres, es para mí, como lectora, el condensado final de la poesía de este libro. Sin dudas se hace evidente en “Genealogía”, con el protagonismo de “las madres”, pero esa condición particularmente femenina, no la única, pero sí privativa de las mujeres, encuentra su lugar apenas susurrado –porque requiere de toda la delicadeza– en el resto de los poemas.


Versos de hospital

Un amigo estuvo internado/ por una operación extraña/ por primera vez me asomé/ al mundo de los enfermeros/dice/ a la crueldad de los hospitales.

También yo ingresé a emergencia hospitalaria/ con un palpitar menguado/ Así dijeron los médicos/ y me pusieron en la zurda/ una pequeña máquina.

Mundo de los enfermeros.
Recuerdo al que me cuidaba/ era de un pueblo de Salta/ No quería orinar ante sus ojos ni que viera el pelo de mi pubis/ pero él dijo/ Es mi trabajo, madre y me lavó las partes con merthiolate/ El muchacho empezaba a ser hombre/ los ojos achinados como rajas/ Vine a Córdoba a estudiar/ dijo/ era de un pueblo de Salta/ Es mi trabajo, madre/ yo no podía levantarme.

Crueldad de los hospitales.
En una cama, yo/ otra mujer en otra cama/ amigas por esos días/ Él le dijo al poner la chata,/ hay sangre, ¿está menstruando?/ A ella le dio vergüenza/ se me adelantó la regla…, perdoname/ No se preocupe, dijo el muchacho.

No se preocupe, madre.
De azul hielo en la noche/ el televisor encendido/ y nosotras en un barco/ a merced de aquel muchacho/ que limpiaba nuestra sangre/ y nuestras babas.

Así es nuestro trabajo/ dijo/ y nosotras/ coloradas de vergüenza/ diciendo y diciendo/

Gracias


Ha visto

Ha visto la luna temblando sobre el Po en el agua
que se ondula, y en la noche de allá lejos, los yuyales,
las chicharras, sentaditas con su hermana en unos sillones
de jardín que chirriaban. Y vio una ciudad dorada y escuchó
sobre el Moldava conversaciones animosas sin entender nada.
Y una escena perfecta con su padre en el patio de una casa
de la que pronto se fueron y la mudanza a otra casa, ella llevando
un gato y su hermanita una pelela en la mano. El gato
se llamaba Geppo y dormía junto al brasero. Vio también allá
en el sur una ciudad con palafitos y en el norte una sobre agua
y otra de sal prendida a una barranca. Y una ciudad rosada
como un labio y los últimos damascos del verano y una tropilla
La desamparada corriendo sin bocado por el campo y una niña
tan pequeña que cabía en la palma de una mano. Ha visto
los basurales, las barracas del hambre y los puppi sicilianos,
y el sol hundiéndose en los maizales, tristeza de puro rojo
sobre la pampa. Animales como troncos manando hilos
de sangre y un camino de penurias cuando ya ha caído
el rayo. Por limitada que sea la vida de cada uno, hay
un rebaño invisible que come pasto en la noche
estrellada.


Del mismo pan, la misma leche

¿Cómo está tu mamita?, me decía
Y yo, muy perdida, tía, muy perdida.
Después mi madre murió
y ahora murió ella
y yo aquí, en la casa
muy perdida.



Links

Entrevista. «La escritura es un acto de libertad», por S. Friera / «Lo personal es poético», por P. Jiménez España / «En la poesía he escrito sobre los más míos…», por B. Couto
Video. Lectura de poemas