Ioana Catsigyanis

Al costado de la ruta*

Inéditos

Kimono

Todas las mañanas, la vendedora de ropa cruza
las vías de la estación con pasitos cortos y se dirige
a abrir su tienda de ropa “Kimono”. Es el último
negocio de la galería y, para llegar,
hay que atravesar los primeros locales, usurpados,
casi siempre, con remeras expuestas
como si fueran carteles y pantalones de jeans colgando
del techo. También hay un puesto de panchos,
que emana desde temprano el vapor grasiento
y familiar de la galería. Justo al fondo, se distingue
Kimono,
con su vidriera amplia y la ropa prolijamente
acomodada, de estilo sobrio,
para las mujeres que desean cuidar la elegancia,
incluso al costado de la ruta.

Su padre, el señor Tamazaki, tiene un vivero
detrás de las vías del tren. Se lo puede distinguir,
justo antes que comience el barrio de casillas
de chapa. El señor Tamazaki se levanta a las cinco
de la mañana para comenzar su trabajo.
A esa hora
la señora Tamazaki le ceba unos mates y se pone
a remover la tierra de la huerta.

Por las tardes, la señora Tamazaki recibe
a su grupo de alumnas de arreglos florales
en el comedor. Las mujeres llegan
con canastos repletos de tijeras de podar,
esponjas y masas de confitería.
Mientras se ríen de sus ocurrencias
toman el té en pocillos blancos con dragones azules,
cortan hojas y acomodan flores y ramas. De repente,
todas advierten que una vara de falianopsis,
erguida e inmóvil, como una flecha,
revela una gracia particular. La señora Tamazaki
hace una reverencia y sonríe a sus alumnas.
Los ojos se le afinan y se pierden en la cara redonda
y blanca, como de orquídea. Al atardecer,
la vendedora de Kimono, atraviesa el campito
que está detrás de la estación,
sombrilla en mano,
entre los pastizales, rumbo al vivero de sus padres.
Todavía hay chicos que juegan al fútbol,
mientras que en la parrilla encienden el carbón
para asar la carne de la noche.
Al fondo,
el sol cae, entre los vagones viejos y abandonados
en el depósito del ferrocarril.


Bengalas

DOMINGO DE SOL
El cielo es celeste de punta a punta,
oscurecido de golpe
por una bandada de gorriones que levanta
vuelo, mientras que en el aire se respira
la primavera, aún fría, mezclada con el humo
del carbón recién encendido en los patios.
En el terreno de atrás de la estación
la feria de los domingos está terminando.
Los vendedores desarman los puestos y apilan
cajones con verdura marchita. Algunas frutas
quedan desperdigadas en el piso, entre charcos,
sin despertar más interés que el del hocico
de un perro vagabundo. Justo en frente
del terreno, en el jardín de una casona
algo despintada, yace, florecido, el cerezo
de la cuadra. A sus pies, un grupo de chicos
de la asociación japonesa se prepara
para almorzar, inmersos en una nube rosada.
Bajo el cerezo y como quiere la tradición, allá lejos.

Por la tarde, en el salón de la casona colonial,
una feria japonesa
recibe a los visitantes, entre puestos de plantas,
kimonos, vajilla de porcelana, lápices de colores,
termos de té y dulces de arroz y rosa. El viento
recorre el salón y hace tintinear los cascabeles
de los móviles que adornan los stands. Las grullas
de papel plegado se balancean, como si levantaran
vuelo. Chicos y grandes esperan la ceremonia
de la noche. El día se clausura con una ofrenda
de fuegos artificiales, con la promesa
de que guíen el alma de los ancestros. Entre
la multitud, me estiraré como el único
abeto del barrio, para acompañar
las bengalas, los estallidos que se desvanecen,
las esquirlas que se hunden en el cielo.


Ruta 197

El cielo seguía oscuro a pesar de ser casi
las ocho de la mañana. En la camioneta,
vieja y destartalada, que manejaba mi padre,
el frío entraba por todas las hendijas y así
sacudiéndonos ante cada bache, avanzábamos.
La radio ocupaba el silencio,
con noticias intrascendentes, de esas que rellenan
un domingo por la mañana. Solo la interrumpía
el ruido del motor, cada vez que la camioneta amagaba
con detenerse del todo, luego de un pequeño
trayecto en punto muerto. La ruta
parecía completamente desertada de toda
presencia humana, salvo por algún ciclista o algún
grupo de jóvenes que volvían
a sus casas, trasnochados.

A mi derecha, el paisaje se sucedía borroso,
como por detrás de una nube de polvo o un vaho
de humedad. Patios traseros con ropa colgada,
terrenos baldíos, gomerías, depósitos
de escombros, en una continuidad que se acercaría
al gris si no fuera por los colores de los restos de afiches
pegados en las paredes. Cada tanto,
el césped bien parejo y la pulcritud
de una iglesia evangélica eran seguidos por montañas
de ladrillos desmoronándose, como restos
de una civilización desaparecida. Por la banquina,
un hombre mayor avanzaba a caballo, con sombrero
y al galope. Su presencia me hace prestar atención
a algunos de los molinos de viento; todavía siguen
en pie no lejos de la ruta, una vida rural que persiste
bajo la capa de asfalto y chapa. Poco después, el tintineo
del paso a nivel en la estación de Ingeniero Maschwitz,
algunos pasajeros atraviesan la ruta corriendo para alcanzar
el tren; de repente la mole de fierro amarillo zarpa
de la estación, como un trasatlántico descascarado
a campo abierto. Fin del tintineo y la barrera nos deja
seguir viaje.

Llegamos. Desde la camioneta salto lo más lejos posible,
para evitar la banquina de agua y barro. Mientras
mi padre se entretiene cerrando la camioneta, yo observo
la construcción de madera con techo a dos aguas,
oscurecida. La galería, que se extiende
bajo el alero norte de la casa, conserva dos viejos
sillones de jardín, oxidados, que dejan entrever
la vida que tuvo la galería durante las noches
de verano. Bajo el escalón, se extiende el terreno,
desprolijo, donde conviven las chapas
que deja tiradas el taller de autos vecino y un resto
de jardín, ahora asilvestrado, donde sigue en pie
un aljibe. Las matas agrestes fueron urdiendo su tejido,
minuciosas, hasta hacer suya la casa, devorarla
o enterrarla, bajo flores diminutas.


Soldado

¿De qué te hablaba esa mujer
que desde hace días
merodeaba la casa,
como una diosa robusta,
brillante, ausente

y vos qué le decías,
desconcertado
por entender su idioma,
la cabeza colgando
como reverenciándola
sin darte cuenta,

los varones más orgullosos
también ceden como una amapola
por el peso de la lluvia,

acaso venía a cobrarte
todas las veces que la habías
eludido, corriendo
por un campo sembrado de minas
de cara al viento
en contra de todos
volviendo la espalda
a los que caían

y que ahora vuelven
como pasos sobre el ramaje seco
a recordarte qué era el miedo
en la trinchera,

acaso vino
a reclamarte los años
que te prestó,
enamorada de un soldado
joven, del brillo
de futuro en sus ojos?


Contratiempo

El segundero se agita y corre,
noche, no te apresures.
El despertador,
como un relámpago,
me arrojará al amanecer
de un día rudo de otro día gris.

Cruza como un relámpago la oscuridad
de la habitación, voy a la cocina por café
se desata el día: intemperie.

Noche, no te apresures.
El despertador va a cortarte,
como un cuchillo en el aire,
y me arrojarás al día rudo
día gris.


Pont-De-Vaux, Icho Cruz, Coutanville

Iglesia de pueblo,
el mediodía se estrella
contra el muro.

Las horas amarillas de la siesta,
las hierbas serranas
para el té,
los ruidos de platos
al final del almuerzo,

la tarde por delante
una tarde larga, de invierno,
que esconde otras tardes,
el susurro
de fondo de mar
que todo caracol lleva adentro.


* Nota de la autora.
Estos poemas fueron escritos y rescritos en el espacio que media en un vaivén, en los trayectos de ida y vuelta que van de una lengua a otra, de la prosa a la poesía, de un acá a un allá, a veces geográfico y a veces temporal. Nada asegura que el paso se ha detenido y que estos poemas no tomarán otras formas, ya escritas o por escribir, durante el recorrido de su órbita.



Ioana Catsigyanis (Buenos Aires, 1976)

Estudió Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de París IV. Fue profesora de literatura y de griego clásico, investigadora y correctora de estilo en diversos sellos editoriales. En el año 2006 se radica en París para especializarse en literatura griega contemporánea bajo la dirección del Profesor Henri Tonnet. Actualmente se desempeña como profesora de lengua y culturas hispánicas en Francia. Las hilanderas y Ruta 197 son sus dos nuevas series de poemas, todavía inéditas.

Poesía
El paso del equilibrista, Buenos Aires, Huesos de jibia, 2018

Links
Poemas. En El Cielo del Mes