La condición de todas las épocas / Dossier Joaquín Giannuzzi


La crueldad de la luz: Contemporáneo del mundo
Por Marcelo D. Díaz
La misteriosa materia histórica
Por Diego Colomba
Joaquín Giannuzzi: Pintura, paternidad y periodismo
Por Ignacio Di Tulio
Teólogo en la ventana
Por Jorge Aulicino
Los márgenes del sentido
Por Carlos Battilana
Un verdadero clásico
Por Jorge Monteleone


La crueldad de la luz: Contemporáneo del mundo

Sobre Contemporáneo del mundo, Buenos Aires, AméricaLee, 1962
Por Marcelo D. Díaz

Creo sí en el deterioro universal
J.G.

a) El corazón inmóvil
Hace días falleció Alejandro Rubio, no sé si hay poetas que se puedan encuadrar en el concepto de generación como una noción venida del universo de la biología. Creo más bien en una idea disruptiva de la lectura y de los libros; entonces hablar de Alejandro Rubio es una forma de releer en retrospectiva sus propias lecturas. En una entrevista realizada por Damián Selci, Rubio recupera a Giannuzzi.  ¿Por qué? Porque en Giannuzzi encuentra un tono que se corre del registro místico, de esa suerte de aura que tienen algunos nombres del canon de la poesía argentina. En lo personal Rubio resuelve lo que quizá intuyeron Casas, Gambarotta o Raimondi.  En su momento Leopoldo Brizuela desde su trabajo de archivo en la Biblioteca Nacional también recuperó ese tono por su singularidad, ya que no es estrictamente objetivo, testimonial, pero sí es muy cierto que la lengua mantiene la orientación clara hacia el mundo exterior, los objetos, las cosas, de a poco cobran sentido en la visión de Giannuzzi.

Quién dice que Joaquín Giannuzzi no abrió una ventana para autores y autoras de los años noventa, no lo prefiguró, eso seguro, pero esa voz mental, como un ladrido de ideas rumiando en la cabeza del poeta desdoblándose una y otra vez dejó una huella hasta el día de hoy. En el poema que le da título al libro ya se puede leer entre líneas esta idea: “no esperemos nada bueno del fin del mundo”. Somos contemporáneos porque estamos anudados en tres tiempos en forma simultánea: ayer, ahora y mañana. Y somos contemporáneos porque no sabemos qué dejaremos para el porvenir y lo extraño, lo anómalo se instala en nuestras voces como si hubiese estado desde siempre.

Lo creativo de Giannuzzi es que la sensibilidad poética, si es que cabe hablar en esos términos, la materia sensible, podríamos decir, opera amalgamada con un registro casi testimonial, es un yo pero no el yo lírico lleno de emoción, sino más bien es un yo de claridad, de la percepción y de una capacidad para describir el entorno exterior hasta el detalle.

Eso no es lo único que lo va a volver un poeta increíble, pero una primera aproximación viene por allí, el ejercicio de la mente es equivalente al ejercicio de la escritura, y las abstracciones terminan por convertirse en formas líricas de una intensidad que se desvanece a medida que avanzamos en la lectura. El corazón del poema existe, pero está quieto, suspendido en una aventura personal, introspectiva, reflexiva, llena de dudas.

b) Una gota del universo
Es muy difícil explicar el mundo, enuncia Giannuzzi, si aceptamos que el universo está compuesto por más materia oscura que materia conocida quién dice que la poesía no esté tangencialmente en órbita girando alrededor de esa misma materia oscura. El núcleo de todo poema es lo desconocido. Hablo de lo que no llegamos ni llegaremos a saber, por eso Giannuzzi entiende que explicar el mundo es como querer explicar el funcionamiento no sólo del cosmos sino de nuestra historia, y de nuestras tramas subjetivas y subjetivadas en un siglo que ya dejó de existir hace tiempo. Tema que desarrolla en un memorable poema con la fórmula aprendida de memoria de Einstein y con el cielo ardido de tristeza de fondo por un mundo que ya no nos es familiar pero es el único que tenemos.

Qué le queda al poeta si no dispersarse en ideas que parecen vagas pero que no lo son: somos antropólogos, biólogos, astrónomos, músicos, letrados y así. No seguiría la pregunta qué significa ser contemporáneo, creo que Giannuzzi tampoco sé si se la haría a sí mismo, por qué: porque no seríamos contemporáneos a nada ni a nadie en el sentido más asertivo del término. Y esa es la gracia de su voz, ese es su faro, su horizonte para los que llegamos a su libro. Decir que sea un faro no quiere decir tampoco que sea una estructura que se sostenga, como si se tratara de un programa, digo, una luz construida sobre ruinas pero que proyectaría lo que luego ayudaría a muchos y a muchas a releernos.

c) Lumbre
Este mundo reclama otro tipo de poesía diría Giannuzzi, me libero de la cita textual para ejercitar la interpretación desde un lugar más libre, y ahora sí pregunto qué poesía necesitaría el presente ya. ¿Podríamos hablar de una poética que sea consecuente con nuestros tiempos? ¿Una poética ardiendo en el vacío de todo lo sensible y lo significativo? No lo sé, porque el principio es la incertidumbre, el punto de partida y el punto de llegada son idénticos: preguntas.

El lenguaje para el poeta es un animal a veces luminoso, a veces sombrío. No hay leyes del poema porque no hay leyes naturales en el universo. Todo ejercicio objetivo, toda pretensión programática termina por ser nada más y nada menos que un ejercicio pleno de la imaginación: no es fácil acordar con el lenguaje, nos es fácil encontrar qué decir. Por qué: porque no es fácil estar ni habitar el mundo tal como lo conocemos.

Empecé hablando de Rubio de manera reticular porque Rubio partió recientemente, quizá ser contemporáneo sea eso también: un efecto recurrente del corazón donde la pérdida regresa una y otra vez, un sentimiento diferente al de Mark Fisher, no una nostalgia, un espectro que de forma circular vuelve una y otra vez hacia nosotros, un sentimiento sí, pero es una experiencia la lectura y la escritura que regresa y con ella se anillan otras lecturas y libros, y hoy si nos dedicamos a Giannuzzi es porque en los últimos 40 años su voz sigue regresando no como un ejercicio nemotécnico más bien como una voluntad que nos lleva a poner la atención en nuestro tiempo.

Por qué la crueldad de la luz, porque pareciera ser que ese universo interior aniquilado por un estallido luminoso, universo desolado, acumulando soledades y ausencias de milenios en la obra de Giannuzzi hoy dialoga con nuestros tiempos. En otras palabras, podríamos preguntarnos lo que él mismo se preguntó: qué hicimos para llegar a esto, para defraudar el fuego original de la esperanza, para perder el don de la lírica, por qué continuamos con el drama de la tristeza, hacia una aventura que sólo nos llevará a la disolución como especie. En fin: qué conclusión vamos a sacar cuando ya no podamos ver absolutamente nada y ni si quiera el poema más luminoso de la historia nos pueda salvar.


Marcelo D. Díaz es poeta, crítico literario y docente. Publicó, entre otros libros de poemas, Oscura llamarada de otra luz (Salta el pez, 2024), Los cuadernos de la lírica (Vera Cartonera. 2018), El fin del realismo (Viajero Insomne, 2014) y Newton y yo (Nudista, 2011). En ensayo literario publicó Constelaciones deliberadas. Lecturas para una cartografía posible de la poesía contemporánea argentina (Unc Ediciones, 2023). Ha colaborado con diversas publicaciones gráficas y sitios digitales, entre estos Revista Ñ, Hablar de Poesía, Hablar de Poesía y Otra Parte. Es integante del staff de op.cit.



La misteriosa materia histórica

Sobre Las condiciones de la época, Buenos Aires, Sudestada, 1967
Por Diego Colomba

 Las condiciones materiales
Hay una idea que insiste ─dicha, parafraseada y sugerida─ en Las condiciones de la época (1967): ninguna vida, por anónima que sea, deja de ser “una vida fatigada en la historia”. Pero hay otra idea, no menos recurrente, que parece objetar de algún modo a la primera: una vida nunca se confunde totalmente con la historia. Habría que enloquecer o morir –incluso suicidarse–, bromea el testigo de los poemas “Final de época” o “Para nada”, para no impedir la consumación de “una época decisiva”.

La conciencia, el conocimiento o el sentido de ese desajuste irreductible entre vida y época —como dos polos que se atraen y repelen— se experimenta como náusea, veneno o cáncer que irrumpe, crece o circula en el propio cuerpo. Gracias al personaje contradictorio —¿por qué no digno de compasión?— que actúa en los poemas y padece ese desacople existencial toleramos mejor el tono hiperbólico, tremendista e incluso escandalizado —parecido al de algunos tangos como “Desencuentro”—, la enunciación sentenciosa, la monotonía temática y compositiva (tesis/ antítesis) de muchos textos, rasgos solidarios de otros más felices como su decir paradojal, autoirónico y en ocasiones grotesco que siempre advierte la condición trágica del hombre y las limitaciones de algunas de sus “vacilantes categorías”(cultura, clase, demografía, estadística o campo social, entre otras caídas conceptuales en el absurdo): “Pero me pagarán todo esto, lo juro, / dondequiera que me encuentre,/ adelante o detrás de mis razones, / dentro o fuera del ataúd”.

El poeta civil de Giannuzzi protagoniza el “embrollo jadeante” de una época en crisis, que revela “sus esquemas finales, los accidentes / de su esqueleto dislocado”, a la que intenta comprender sin tomar la distancia necesaria, en pleno fluir vital de su existencia: “Abrumado por el tabaco y la cultura/ y convertido en un engaño por su propia clase / estaba esperando la revolución/ por la desnuda, terrible acción de los otros en la calle”. El poeta, en cambio, se entrega a la confusión de sus ensueños y toma el mundo tal y como lo encuentra, atiende a lo que no puede cambiarse: “Pero detrás de los cristales / a cubierto del viento social donde toda culpa / entra en crisis con sus razones podridas, / resolvió que el cambio acontecía en las pequeñas mutaciones / permanentes del cielo y el polvo, / en el giro de la cuchara en la taza de té, / en las decepciones periódicas del hígado, / en la muerte de papá y de las moscas”. Sobre el fracaso que implica toda vida humana, reacciona aceptándolo y hundiéndose en él: “Pero no hay salida / sino algunos alaridos / informando que me hundo / arrastrando conmigo a toda la época”. Su único actuar es su decir, una momentánea y mínima liberación, pues vuelve a caer en aquello de lo que se ha liberado: “Fue indulgente, ubicó / su enjuiciamiento en la poesía, / de modo que el orden de los otros quedó a salvo”.

La poesía para Giannuzzi es siempre un retorno, un subir para volver a caer, y el poeta “un dios lustrándose los dientes” que no saca conclusiones: “El viejo poeta se durmió en la puerta de su casa con la pipa en la boca / mientras pasaba el tumulto por la calle / y su sueño no significaba conclusión alguna.”

Las condiciones lingüísticas
Las condiciones del “vate” de nuestro país —al menos, las que más pesan en su hacer— no son la lucha de clases ni sus condiciones materiales de existencia sino su naturaleza lingüística, su naturaleza enferma, que no lo dejará en paz mientras viva. Es la agitación invencible de su propia alma, la impotencia que lo habita, lo que resulta fatal. El lenguaje lo ha convertido en un animal inquieto e impaciente: “Vomito por la ventana hacia el campo social, / contribuyo a la confusión, demoro el desenlace; / nunca me hubiera creído una existencia tan disolvente”. Como escribió Zambrano, el hombre es la única naturaleza en busca de un continuo renacimiento. Pertenece a la contextura esencial de su vida el considerarse insuficiente, siempre en déficit.

Ante este fracaso originario (“No hay empresa terminada/ en este oficio insensato que pide materia viviente”), el poeta no toma conscientemente posición alguna. A diferencia del filósofo, nada le resulta problemático sino misterioso. Y, a diferencia del historiador, percibe el “más allá” de la realidad, su trasmundo: “Nos hubiera gustado, a pesar de todo,/ provocar el encuentro que hizo visible el desafío de su poesía/ reunir otra vez la lejanía de aquella dulce materia/ y situar en medio de los objetos recuperados/ los blancos huesos devueltos al conocimiento.” Al poeta le bastan las simples apariencias. Sin la conciencia de la dependencia, de la limitación propia que es la humildad, inventa “un poema con todo eso/ y el resultado es una estafa a la vieja forma,/ una lejanía cada vez más vergonzante/ de un nuevo lenguaje que puede estallar en cualquier momento.”

Esa idea de renovación debe transfundirse en la energía comunicativa de la lengua, en palabras que sepan expresarla por sí mismas: “En esos días andaba trabajando un lenguaje / que rompiera los huesos convencionales de la poesía”. El anhelo de renacer deberá poder percibirse encarnado en el verbo. Y ese renacer significa no tanto resucitar un pasado sino despertar el presente. Conocer es renacer en lo conocido, reformarlo en el presente, presentarlo como la forma posible de su mismo acontecimiento. El hombre es quien entierra a los muertos para tenerlos en el corazón, para recordarlos; en el fondo, para desenterrarlos siempre (Storni, Lowell, Homero, Shakespeare, Mozart, Beethoven, el payador Vázquez, el mismo J.O.G. extinto se suceden en las páginas del libro): “Leyendo estos versos no concibo, / la sustancia dramática pegada / a la materia histórica, / al cuerpo, a la mesa, al peine, a la cultura. / Alguien debió moverse detrás suyo, / una segunda versión inclinada / para dictarle estas cosas que leo, / un morador de otro reino que asumía / la gestación nocturna de lo genuino”.

Las condiciones espirituales
Para Massimo Cacciari, el organismo vivo de la lengua tiende a representar la situación espiritual de una época. De ahí que el poeta busque con ella darle forma a su experiencia del tiempo: “El súbito hallazgo de un verso / lo hizo saltar de la cama y salir disparando / a poner un huevo en la eternidad. / Eso creemos, mientras afuera, en la calle, / estallan como petardos las batallas temporales”. Para ello, no se comunica a través de meros medios manipulables a su arbitrio. El valor divino que el pensador italiano le adjudica a la facultad de hablar (no determinable, no predefinible de ningún modo) se confirma y exalta en el acto formativo, poético, que da origen a una lengua capaz de representar e interpretar el espíritu del propio tiempo: “Pero un acto / no es una conclusión sino un origen: / un acto con materia, en sí mismo perfecto, / que engendra una música carnal y hace que usted, / regresando de la calle, traiga la historia consigo, / la introduzca en la cama y la haga marchar. / Pensé en Homero, Shakespeare, todos esos, / avaros, durmiendo solos / para apartar la belleza del tiempo”.

El invento poético no es un accidente de la lengua sino inmanente a su mismo devenir, un órgano fundamental de su estructura. Por eso la metáfora puede hacer conocer algo que no podría ser comprendido (representado) a través de conceptos: “El engaño de la metáfora / corroboró otro engaño: esa dura manía / de no entender a fondo”. Y si, además, en lo bello algo nuevo se produce, esta evidencia simbólica, irreductible a un significado único, nos atrapa e impone una exégesis continua, siempre renovada: “El laúd rescata un engaño hasta el fin de los tiempos”.

La elocuencia de esos “increíbles poetas entre nubes de sangre / salvando a medias la verdad” no hace atractivo o seductor un discurso, sino que lo vuelve concreto y sustancial, útil a la vida. Según Giannuzzi, la palabra poética se hunde en un pasado, en una historia de actos, pensamientos y dramas con los cuales es necesario dialogar oscuramente: “este sujeto tenía una manera extraña / de enfrentar el mundo y sus calamidades: / hablaba todo el tiempo de eso”. Ese extraño comportamiento ha dado algunas de las frases memorables de Las condiciones de la época, en las que la palabra habla y hace de nuestra lengua, con fascinante autoconciencia, una mina inagotable.


Diego Colomba, poeta, narrador y crítico literario, es doctor en Humanidades y Artes, con mención en Literatura. Entre sus recientes publicaciones en poesía se encuentran Fotones que se enamoran de electrones (Ediciones op.cit.) y Carne sola (Barnacle). También ha publicado ensayos literarios y narrativa, entre los que se encuentra el volumen Mesa de novedades. Poesía y narrativa del presente (UNL, 2013) y Entrevista (novela, Brumana Editora, 2023). Su obra poética y crítica ha recibido numerosas menciones. Es integrante de nuestro sitio, op.cit.



Joaquín Giannuzzi: Pintura, paternidad y periodismo

Sobre Principios de incertidumbre, Buenos Aires, Ediciones O.B.H., 1980
Por Ignacio Di Tulio

Principios de incertidumbre (originalmente publicado por Ediciones O.B.H. en 1980) es el quinto libro de Joaquín Giannuzzi. Anteriores son los volúmenes Nuestros días mortales (1958), Contemporáneo del mundo (1962), Las condiciones de la época (1967) y Señales de una causa personal (1977). La alusión a la cuestión temporal (los días, la contemporaneidad, la noción de época) aparece, en buena parte de los títulos de sus libros, como el indicio de lo que podría leerse como una de sus grandes preocupaciones: la pregunta en torno a la manera de estar en el mundo y en el tiempo que le han tocado en gracia. Dicho de otra manera, las formas de conocer (o desconocer) su contexto, el entorno que lo rodea. Precisamente a eso alude el título del libro de poemas aparecido en 1980. Los “principios de incertidumbre” allí reunidos podrían resumirse en el tema central de toda su obra: la pregunta en torno a lo trascendente como un constante ejercicio de la epifanía en el ámbito de lo cotidiano.

Los poemas titulados “Comiendo uvas”, “Rosas recién cortadas”, “Muchacha en el balcón”, Muchacha en la mañana” o “Mañana en el jardín” dan cuenta de ello y nada cuesta imaginarlos como títulos de cuadros.  Y es que hay una mirada de Giannuzzi, un detente en esos pequeños e íntimos retratos mundanos, que lo acerca a un poeta que busca, dentro de lo que está al alcance de su cotidianeidad, una revelación que sobresalga. En “Un recuerdo personal”, por ejemplo, comienza el poema mencionando las manzanas verdes sobre una fuente de mimbre y pareciera revisitar el tópico pictórico de la naturaleza muerta. El poeta como un pintor vernáculo ajeno a la grandilocuencia de los grandes temas o paisajes, pero atento a desentrañar la grandeza oculta la austeridad de los motivos más simples.

Principios de incertidumbre es también el volumen que contiene los poemas que Giannuzzi dedica a sus hijas. El primer poema del libro es “Mi hija contempla mi perfil” donde esta vez dota a la mirada auscultadora de la precisión de una dibujante que boceta un rostro. Allí se pregunta “Qué consistencia merece, en tu memoria, / la lluviosa arquitectura / de mi rastro” y la pregunta en torno a lo inmediato se corre a la conjetura en relación a la permanencia de un recuerdo. En “mis hijas del otro lado de la pared”, la intimidad de la retórica doméstica se traslada al contraste entre dos mundos: el movimiento continuo, la danza y la algarabía juvenil en contraste con “la pesada materia”, “la osamenta intelectual” del poeta. “En un rincón del dormitorio / estuve encogiéndome frente a la estufa /contando dinero, asustado e irónico ante la idea /de que todo lo que sucede del otro lado de la pared /se organizó por mi causa. / Pero no hay música a mis espaldas / sino contradicciones retóricas”. El que tal vez sea el poema más conocido de Giannuzzi (“Mi hija se viste y sale”) dibuja, al final del texto, una distancia similar: “Ella sale del cuarto, ingresa / a una víspera de música incesante /y todo lo que yo no soy la acompaña”.

Cabe resaltar una última faceta presente en toda la obra del poeta, también hallable en el libro en cuestión. Desde su juventud, Giannuzzi se dedicó al periodismo, desempeñándose en diarios y revistas (sobre todo en la sección “policiales”) así como en páginas culturales. Según Sergio Chejfec, hay determinadas zonas de la poesía de Giannuzzi y de su esquema constructivo que provienen de la forma de escritura en el periodismo, en especial el armado del acontecimiento y la dialéctica de identificación/distanciamiento respecto de las situaciones y objetos que describe, por una parte, y también la voluntad sintética con que ella se resuelve en sus poemas, el cierre de los textos. Otro elemento relacionado con el periodismo es la preocupación por los accidentes, en especial, el carácter “accidental” de los accidentes. Algo de esto se lee en el poema “Accidente en la ruta”, donde al final, se lee: “Y no fue para desafiar / la posible poesía de lo fortuito, / que abordé la curva mojada / impulsado por un oscuro erotismo”.  Al igual que el ejercicio periodístico, la poesía de Giannuzzi se sostiene en la entrevista con la realidad. Por otro lado, el comienzo de algunos de sus poemas (en los que se oyen sirenas de ambulancias a lo lejos), tiene un tono inicial que se asemeja al discurso informativo y, en relación a la perspectiva del poeta, una posición de distancia frente a los hechos. Los finales, un sello de autor que caracteriza su poesía, se encargan de invertir la ecuación y dejan latiendo siempre una pregunta que pareciera desenmascarar el hecho o “noticia” y exponer el rostro de un escenario incierto. 


Ignacio Di Tulio es Lic. en Ciencias de la Comunicación, docente universitario y periodista cultural. En 2023 compiló Casta Diva (Ediciones Seré breve), una antología de entrevistas y artículos de prensa de la poeta Irene Gruss. En 2016 publicó Famiglia (poesía, Ediciones del Dock), y en 2013 La música sin nombre (TSE), un volumen de ensayos. Tradujo a la poeta norteamericana Sharon Olds, de la que publicó la antología La materia de este mundo (Gog y Magog, 2016).



Teólogo en la ventana

Sobre Violín obligado, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1984
[Publicada en Clarín Cultura y Nación, 13 de diciembre de 1984]
Por Jorge Aulicino

Hay un millón de ventanas y cada una padece / su teólogo fracasado ante la única realidad posible”. En estos dos versos del poeta Joaquín Giannuzzi se cifran algunas claves para una posible interpretación de una obra que creció verdaderamente sin estridencias, no ya ante el público sino en el propio ambiente literario porteño, donde las glorias no serán masivas, pero son. Hombre frente a una ventana, hombre asomado a la “única realidad posible”. “Teólogo fracasado”. Una imagen y, a la vez, un epíteto. Es sospechable que un hombre frente a una ventana sea un teólogo fracasado. Giannuzzi, no obstante, lo subraya. Es que estos versos, se lo haya propuesto o no, funcionan como una poética. Pero, además, son “millones de ventanas” y cada una “padece” este tipo de observador. Con lo cual, la poesía de Giannuzzi ingresa en la historia.

Giannuzzi ha publicado —con éste— seis libros de poesías. Cada uno de ellos da testimonio, desde su título, de la misma sed de absoluto —un absoluto que debe refrendarse en la realidad cotidiana— y de las mismas incertidumbres: Nuestros días mortales (que fue publicado por Sur en 1958, con prólogo de Héctor Murena), Contemporáneo del mundo (1963), Las condiciones de la época (1968), Señales de una causa personal (1977), Principios de incertidumbre (1980) y Violín obligado, que aunque parezca no alude de entrada al lirismo obligado, sino a esa porción del concierto que corre por cuenta exclusiva de un solo instrumento. Ese tramo que solo un instrumento —y ningún otro— puede ejecutar.

De esto se trata: el sentimiento ético que inspira la poesía de Joaquín Giannuzzi es existencial. Solo, en tanto nadie puede acompañarlo hasta más allá de la muerte, el hombre se define por todo aquello que dice a la luz de la muerte. Entonces, el violín que ejecuta esa parte única y exclusiva se vale nada más que de su música y la de ningún otro. Que Giannuzzi haya elegido el violín, que su libro no se haya llamado “Saxo obligado” o “Fagot obligado” también habla de algo. Por supuesto, el violín es un instrumento con enorme prestigio lírico, es casi el instrumento por excelencia, en tanto se entienda —por metonimia obligada— el instrumento como música y ésta, a la vez, por otra obligada metonimia, como el arte por excelencia. Y al arte como belleza pura y así.

Pero la época, incesantemente mencionada por Giannuzzi, es el límite. Allí es donde está el caos, la imposibilidad de que sea uno realmente único e irrepetible. De allí la ventana como lugar recurrente que serviría para revelar gran parte de la significación de la poesía de Giannuzzi. Lugar por excelencia donde comercian el adentro tenso y el exterior abrumado.

Pero desde luego la poesía no se agota en el campo de la significación. Nunca fue un juego malabar, un código descifrable: no se trata de que las interpretaciones alumbren un derrotero que deliberadamente elude una decodificación precisa. La poesía, en ese caso, no serviría realmente para nada. La aventura está en la lengua misma, en el uso de la lengua y, tratándose de Giannuzzi, en el hábil desplazamiento que permite convertir una realidad concreta, sensorialmente plena e inconfundible, en una abstracción intelectual que, sin embargo, no pierde el sabor —la atmósfera— de la anécdota, llámese hombre de la ventana, hombre deambulando por el jardín, “poeta enroscado en su silla”. De allí las dalias “inclinadas hacia este oscuro planeta” o este poeta que dice: “Pongo mi amarga cabeza a circular por el jardín. / Busco un rumor terrenal / a un costado de la escritura consciente”. Estos juegos en los que se complace Joaquín Giannuzzi —el traslado de una significación realista al plano de la especulación— son el sitio de la belleza, único y fugaz.

Un enrarecido aliento sobre el sentido de la existencia recorre esta poesía, pero se da —como debe ser, tratándose justamente de poesía— en el trabajo sutil con las palabras. La eternidad no está, y es su busca la que define a este poeta de cabo a rabo, desde su soporte narrativo hasta la instrumentación misma de las palabras. Pide piedad para nosotros ese “hombre confeso, diluido, cardíaco / esperando justicia con agua muerta en las arterias”. Pero con él se llega a uno de los más altos logros de la poesía argentina contemporánea. Poesía trágica, poesía urbana, poesía donde la cuestión personal dialoga definitiva —e infinitamente— con el tiempo sin salida.


Jorge Aulicino es poeta, traductor y periodista. Publicó en 2020 su segunda poesía reunida, que incluye 23 libros, entre otros, La nada, La línea del coyote, Cierta dureza en la sintaxis, Mar de Chukotka, El río y La lírica. En 2015 recibió el Premio Nacional de Poesía. Tradujo del italiano a Pier Paolo Pasolini, Eugenio Montale, Cesare Pavese, Franco Fortini, Biancamaria Frabotta y Antonella Anedda. También la Divina Comedia, completa, de Dante Alighieri. Administra el blog de poesía Otra Iglesia es Imposible y colabora en op.cit., de la Argentina, y en el Periódico de Poesía de la UNAM.



Los márgenes del sentido

Sobre Un arte callado, Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2009
Por Carlos Battilana

La obra de Joaquín Giannuzzi forma parte de la poesía argentina por el valor de su propio peso: artesanía y originalidad. Sus poemas circularon en diversas antologías desde el comienzo, a partir de Nuestros días mortales (1958). No obstante, el reconocimiento relativamente masivo se da a partir de la década del ochenta. La progresiva difusión de los libros posibilitó que se observara su tono singular, ese tono que gravitó de manera crucial en la llamada estética objetivista. Este interés tuvo un correlato en reconocimientos y premios consagratorios. La editorial Emecé reunió su Obra poética en el año 2000. Luego, hubo dos compilaciones más en otras editoriales, en las que se subsanaron erratas y se incorporaron nuevos materiales. La primera de ellas, editada en la ciudad de Sevilla en el año 2009, estuvo a cargo de Jorge Fondebrider (Sibila); la otra, editada en Buenos Aires en 2015, estuvo al cuidado de Jorge Aulicino (Ediciones del Dock).

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La publicación de Un arte callado en el año 2008 en la colección Pez Náufrago de Ediciones del Dock constituyó un acontecimiento literario pues se trataba de la primera recopilación de poemas dispersos e inéditos luego de la muerte del autor. La ordenación fue realizada por Jorge Fondebrider y el prólogo lo escribió Leónidas Lamborghini. Muchos poemas fueron redactados con posterioridad a su último libro en vida (¿Hay alguien ahí? (2005)), y los restantes, publicados en diarios, revistas y antologías, no habían sido incluidos en volumen por su autor.

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El título del libro revela que una retórica remisa o parca puede ser el material y la usina de toda una obra. ¿Qué calla el arte de Giannuzzi? Una de las perplejidades que genera radica en reconocer, justamente, lo que aún oculta, aquella parte que allí está, y que no resiste del todo las categorías a las que presumiblemente debería responder. Sus poemas combinan ironía y una gradual descripción del mundo circundante. Acaso en esos dos procedimientos se asiente no sólo el mecanismo de su poesía sino también su valor crítico. Esta poesía, que se pregunta por el sentido de la existencia, por el yo en relación con los objetos y que hasta habla de Dios, finalmente se repliega en axiomas amargos, o destila un humor ácido que impugna la propia interrogación. En otras ocasiones, designa la materia como lo único verificable (una especie de tratado de física) y hasta prefigura el cuerpo en su estado de descomposición. Entonces, no sólo hay un registro de lo que el sujeto poético observa sino también de aquello que no ve a través de un motivo reiterado, que es el aspecto fisiológico de la existencia: “Sentí la existencia en fermentación”.

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Hace muchos años, en ocasión de la muerte del autor, en una nota publicada en el diario Pagina 12, Martín Prieto confesaba que el programa objetivista se había interesado en la mitad de la obra de Giannuzzi; la otra mitad estaba constituida por un imaginario atravesado de sentimientos y de explícita subjetividad, aspectos que habían sido ignorados:

Entendimos que Giannuzzi era, sin más, un poeta objetivista y le reclamamos como una falta lo que en verdad era toda la otra mitad de su programa: una subjetividad machacante, armada alrededor de un personaje llamado J.O.G. Pero además, esa lectura errónea funcionó, en ese momento, como un concepto, como un enorme catalizador que nos permitió comenzar a pensar en una poesía por afuera de la pura subjetividad y de todas sus enfermedades: sentimentalismo, regodeo autobiográfico, facilidad de palabra. Digamos que nosotros leímos a Giannuzzi como si fuese un poeta eminentemente cerebral y dejamos de lado, programáticamente, todo lo que se armaba en sus poemas alrededor de la palabra “corazón”.

A pesar de la perspectiva con que fue leída esta obra, y de la proyección indudable en la escritura de los poetas de los noventa que lo tuvieron como un modelo, hay una zona de su poesía que apela, sin estridencia, a una subjetividad irónica en la que el espesor de  las palabras predica una visión del mundo. A veces la toma de posición aparece explícitamente: “En términos generales considero al universo demasiado universal e insípido”. Si bien el chantaje sentimental no lo contó entre sus practicantes, tal como observó Lamborghini, diría que aquello que verdaderamente aborreció Giannuzzi fue el sentimentalismo. Los versos de Giannuzzi no sólo registran impasiblemente el mundo de manera diestra y concisa, sino también dan cuenta de sus puntos de vista ante la dinastía de objetos y máquinas que interpelan al yo. Por ese motivo, la “poesía es un extraño asunto personal” y una tentativa de comprensión de resultado infructuoso. Las perspectivas de Giannuzzi se despojan de efusiones líricas. No obstante, se filtra una mirada lateral a través de una retórica que no quiere ceder a la lágrima. Si la ironía como procedimiento es un modo de dar cuenta de la subjetividad, en ocasiones ese recurso esconde el profundo desconsuelo de un yo “tembloroso”. Obviamente el aspecto sentimental de la obra de Giannuzzi no se inscribe en un registro romántico porque no hay vínculo con lo Absoluto concebido como Ideal, pero sí resulta de interés indagar el “temblor emocional en el cerebro”, “el yo nervioso” y la naturaleza de esa primera persona del singular que, sin pudor, afirma “sentí”. Esta poesía cerebral, entonces, se ve afectada por el desconsuelo sin ceder al exhibicionismo de la tragedia personal en tanto el humor pone una cuota de discreción a la conciencia de la catástrofe.

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La poesía de Giannuzzi se tensa en ese límite entre un examen preciso del espacio contiguo y un yo que abomina de lo grandilocuente, entre la acotada descripción y un sistema de adjetivos que revela una mirada. El enfoque acre y mordaz que destilan sus textos puede tornarse político. No se trata de una poesía comprometida en el sentido de hallar propuestas acabadas ni apelaciones al auditorio en función de una acción colectiva sino de hacer del instrumento de la descripción una toma de posición ética:

El torturador está cenando
con su sagrada familia.
Todo parece andar bien en este pequeño mundo.
Él está satisfecho con su trabajo
tan gratificante
que con 220 voltios es capaz de hacer maravillas
como arrancar de raíz
el más recóndito secreto de Dios.

El poeta, a pesar de verse perplejo y hasta abrumado por la incertidumbre, se sabe contemporáneo de la época y, paradójicamente, con decepción pero también con la eventual utopía que supone el acontecimiento de la letra, escribe sus palabras en términos críticos.

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La obra de Joaquín Giannuzzi fue el centro gravitante de una estética. Su extraordinaria poesía posee un margen de tensiones y matices, de intersticios y singularidades que trascienden los códigos de cualquier programa. Reducir su poesía a la mera confirmación o al sumiso cumplimiento de un esquema previo sería desconocer los pliegues de una voz compleja y desatender sus múltiples sentidos.


Carlos Battilana es poeta, crítico literario y profesor universitario. La editorial Caleta Olivia publicó en 2018 su obra poética reunida: Ramitas. Realizó la compilación y el prólogo de las crónicas periodísticas de César Vallejo reunidas en Una experiencia del mundo (Excursiones, 2016). Publicó los libros de ensayos El empleo del tiempo (El Ojo de Mármol, 2017), Actos mínimos (Kintsugi, 2022) y Primeras luces (Ampersand, 2024). Enseña literatura latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires. Integra nuestro sitio, op.cit.



Un verdadero clásico

Sobre Obra poética, Buenos Aires, Emecé, 2000
[Publicada en La Nación, 1 de noviembre de 2000]
Por Jorge Monteleone

Al leer toda la poesía de Joaquín Giannuzzi reunida en este libro extraordinario, desde Nuestros días mortales (1958) hasta Apuestas en lo oscuro (2000), lo primero que percibe el lector es la enorme coherencia del conjunto, incluso entre poemas separados por décadas. Pero también advierte que, mediante sutiles variaciones, como el motivo de una fuga musical, algo ha cambiado para siempre de uno a otro poema, y entonces acepta ese cambio como una fatalidad. Ese efecto, alcanzado con admirable pericia estética, articula una de las obsesiones centrales de la poesía de Giannuzzi: el antagonismo entre cambio y permanencia.

El cambio suele ser ciego e inexorable y se encarna en todos los individuos, no sólo a través de la decadencia física y la muerte, sino también por la ominosa presencia de la historia, que suele hacerlos sus víctimas. A veces, Giannuzzi despersonaliza el cambio y lo vuelve vasto, universal, planetario; otras, lo señala en la espesura de lo viviente o en la arquitectura del mundo. Pero siempre un yo lo padece, a veces aludido irónicamente con las iniciales del autor, J.O.G. Ese yo es tanto un sujeto colectivo que representa lo humano como un individuo irreductible y único en su rabioso egotismo. Por ello la agonía del cambio nunca está espiritualizada: es corporal, carnal, humoral, siempre manifiesta en una anatomía de la declinación: la del «hombre confeso, diluido, cardíaco», cuyo cuerpo envejece y se despide del mundo en su puntual mortalidad.

El polo antagonista del cambio es la permanencia. Suele darse en la absolución de un instante único, donde el tiempo y una historia criminal se redimen a través de la belleza o la epifanía de los objetos: «Poesía/ es lo que se está viendo», reza su poética. Así en los poemas tiene lugar, de pronto, una fiesta de la percepción: la dalia, cuerpos en una piscina, la gracia de las hijas, la silla de Van Gogh, café y manzanas en una tarde de junio, ciertas uvas mojadas. Esos poemas abandonan el subjetivismo medroso y, por vía de los sentidos, las sensaciones o el sentimiento, objetivan en imagen visual una presencia pura, imperiosamente humana y material. El mundo se vuelve duradero en esa fugaz perfección y es el poema, que enunciaba aquel yo mortal y mutable, el espacio propicio de su duración.

Así, entre el cambio y la permanencia, la poesía de Giannuzzi juega su «principio de incertidumbre». Y expresa otro antagonismo que deriva del anterior: el de conciencia y naturaleza. Por un lado, la conciencia mortal que, mediante la palabra, intenta percibir una verdad definitiva en las formas sensibles de la naturaleza; por otro, la naturaleza inhumana, que impone sus leyes de mutación y destrucción a todo lo viviente. De allí ese aire de soliloquio conceptual de los poemas de Giannuzzi, que representan la lucha de una racionalidad, rehén de la muerte, por alcanzar el corazón de los objetos en la mirada poética: «Cuerpo y palabra/ para el brote dorado en la rama desnuda». En su dicción se percibe la preferencia por ciertos ritmos clásicos y una estructura cerrada y armónica del poema. Una continuidad musical que se contrapone a los acentos irónicos o patéticos de un tono inocultablemente argentino: el tono del lamento, cuya tradición se reconoce desde la gauchesca o el tango hasta la poesía de Almafuerte. Por ello, también en lo formal se crea un efecto antagónico de armonía y desencanto.

Porque en él hallamos un modo de reconocernos en un luminoso lenguaje propio, Obra poética de Joaquín Giannuzzi es un libro esencial de nuestra cultura: es decir, un clásico. 


Jorge Monteleone es profesor en Letras (UBA). Escritor, crítico literario y traductor. Investigador en el CONICET. Especialista en literatura argentina. Es periodista cultural en medios gráficos de Buenos Aires y La Plata. Compiló y coordinó la antología 200 años de poesía argentina (Buenos, Aires, Alfaguara, 2010).