La condición de todas las épocas / Dossier Joaquín Giannuzzi

 Dossier Giannuzzi / Prólogos a la obra poética

El regreso a Giannuzzi
Por Fabián Casas
El peso terrestre
Por Jorge Aulicino



El regreso a Giannuzzi

[Prólogo a Poesía completa (1958-2008), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2024]

Por Fabián Casas

¿Por qué no? Tiene 8 años y en la escuela de su barrio —una escuela pública que queda cerca del conventillo donde nació y donde vive con sus padres, italianos— unas maestras preparan un acto escolar y se le asigna a él que recite de memoria un poema de Gustavo Adolfo Bécquer, que empieza así: “Del salón en el ángulo oscuro…”. Lo aprende de memoria durante varios días y camina nervioso hasta el lugar donde le dijeron que se tenía que parar en el patio escolar, para dar un paso adelante y recitar. Antes de él canta un coro —le explicaron el guion— y después recita una breve oda la chica que a él le gusta en secreto. ¿De quién era la oda? Pasaron los años y no puede recordar quién era el autor o la autora del poema que salió de esa boca genial. Y después viene él. Ahora. Tiene la espalda del delantal mojada por los nervios. Se escucha recitar, es como si hubiera logrado el distanciamiento brechtiano que tanto le va a intrigar en el futuro, y parece estar salido de su cuerpo y poder mirarse y escuchar recitar el poema de Bécquer. Cuando termina hay un aplauso cerrado, general. Las maestras lo felicitan, la chica que leyó la oda, a su lado, le da un beso. Acaba de descubrir el superpoder que puede dar la poesía. Un superpoder invisible, que no sirve para nada pero que una vez que lo probás, se vuelve adictivo.

Pasan varios años, estamos en 1949 y se publica una antología de poesía para la colección El Ciervo en el Arroyo, Poesía argentina (1940-1949). Este libro intenta dar cuenta de lo que se va a llamar la generación del cuarenta, una generación propensa a lo elegíaco y a los usos del tú, ti, nada de voseo o de lenguaje coloquial. Joaquín Giannuzzi es antologado acá como uno de los más nuevos. Hay ya en esta antología ciertos rasgos que van a permanecer en sus poemas, la forma de observar los objetos, cierto lirismo agrio o en mal estado, toques de pimienta schopenhaueriana para “picantear” la vida feliz que más tarde va a proponer Palito Ortega. Si bien Giannuzzi es un poeta extraño para la antología, todavía no es lo suficientemente poderoso para marcar una poesía propia, singular. Sin embargo, a diferencia de muchos otros poetas que cambian radicalmente desde sus comienzos (por ejemplo Alberto Girri, quien a partir del libro El ojo pasa del lirismo de “Tú, Delfina”, un poema dedicado a su madre, a escribir como un robot genial en contra de la idea del Yo). Giannuzzi parece ser —más allá de los aciertos y errores de sus primeros poemas— un poeta que nació hecho. Es decir que, a lo largo de su trayectoria, va a atravesar la “época” de los cincuenta, los sesenta y llegar a todo lo que da en los noventa, poco antes de su muerte, con una forma espléndida y monótona de escribir poesía. Una poesía que logra sobrevivir bajo el hielo, mientras arriba, en la superficie, se suceden las modas: neorromanticismo, realismo sucio, neobarroco, hip hop, trash, lo que sea. Si uno agarra un hacha y golpea el piso helado, abajo, bien conservada en las profundidades heladas del inconsciente, está la obra genial de Joaquín O. Giannuzzi que esta nueva edición vuelve a poner en escena.

En el invierno de 1986 se produjo un suceso extraordinario en el ámbito de la cultura argentina. Algunas calles de la Capital Federal aparecieron empapeladas con un cartel que decía: “Basta de prosa”. ¿Qué mierda era eso? Un grupo de gente que escribía poesía, pero que también se ganaba la vida como periodistas y traductores, se había juntado para publicar una revista trimestral que se llamó Diario de Poesía. Hasta ese entonces habían existido revistas que representaban a grupos poéticos con sus respectivos manifiestos, eran revistas de poco tiraje que publicaban lo que les era afín estéticamente. El Diario de Poesía era diferente. Tenía el formato de un tabloide, titulaba con punch, tomaba la velocidad informativa del periodismo y la verticalidad especulativa de los ensayos. Había reportajes a poetas, fotos de una mujer desnuda en la tapa (las memorias de Kiki de Montparnasse) y cada número incluía un dossier. En el número uno, este dossier estaba dedicado a Juan L. Ortiz. A diferencia de las revistas literarias que se vendían —si es que se vendían— en las librerías o de mano en mano, el Diario se vendía en los kioscos. Fue un boom. Así es como empieza la poesía moderna en Argentina, no con un sollozo sino con un boom. Se agotó la primera edición y tuvieron que reimprimir. En el staff de la revista convivían poetas de diferentes orientaciones, y una de las cualidades era que no se privilegiaba una estética, sino que se difundían todas y se armaban polémicas en torno a los poetas y las poéticas. Esa era una regla que traían del periodismo: si habla alguien, hay que conseguir que hable también el que lo contradice, para que el lector saque sus propias conclusiones. A través del diario mucha gente se enteró de que Juan Gelman estaba vivo y vivía en París, que Juana Bigniozzi no solo era la traductora de algunos libros sobre pintura sino que escribía poemas geniales (“Mujer de cierto orden”) y que Marianne Moore era una poeta inteligible gracias a las traducciones de Mirta Rosemberg y Daniel Samoilovich. Un grupo importante de los que hacían el Diario (Daniel García Helder, Jorge Fondebrider y Martín Prieto) venía peinando la historia de la poesía a contrapelo y apreciaba enormemente la poesía de Joaquín Giannuzzi; tanto es así que en los primeros números le dedicaron un reportaje y una antología breve de poemas, y en el número 30, en el invierno de 1994, un dossier consagratorio. García Helder, en ese momento, escribía: “El presente dossier no pretende paliar la relativa indiferencia que manifiesta, con respecto a ella, la crítica universitaria, la crítica de los medios masivos y la crítica escrita en general […] lo que se pretende es poner la obra de Giannuzzi en el centro de una discusión y no de un pedestal”.

Como planteó Martin Heidegger siguiendo las especulaciones fenomenológicas de Edmund Husserl, a quien le dedicó El ser y el tiempo, el ser-ahí no está en el mundo de la misma manera en que se presentan los objetos. Los objetos aparecen ante nuestra conciencia aun antes de darnos cuenta de quiénes somos. Uno de esos grandes comienzos fenomenológicos está en las primeras páginas de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust (recomiendo la traducción de Estela Canto). Junto con Marcel uno sale del sueño y empieza, antes de tener un yo, a construirse de miles de sensaciones que hacen que termine glosando: esta es una pieza, esta es una cama, la consciencia que las estructura soy yo. La poesía de Joaquín Giannuzzi siempre tendió a esa estructura fenomenológica: hay un objeto (un racimo de uvas, un sapo, un trapo viejo en la cocina, una corbata) y hay un yo que trata de apresarlos y en torno a ellos sacar ciertas conclusiones. Al igual que los miembros del Diario de Poesía, Giannuzzi se ganó la vida como periodista y trajo de ese métier cierta estructura formal para elaborar sus poemas. Se desarrolla una escena, se piensa algo sobre esa escena, se termina un poema con cierta eficacia conclusiva. Pero a diferencia del periodismo que siempre responde, los poemas de Giannuzzi, aunque parezcan llegar a una conclusión, nos dejan un gusto agridulce en la boca, porque están en estado de pregunta. Por ejemplo ese poema que termina con una frase definitiva: “Porque hay algo en uno que no encaja en nada”. Es una afirmación, claro, pero tan abierta que hace posible que muchos lectores puedan meter ahí su propia experiencia. ¿Qué es lo que hay en uno que no encaja en nada?

Joaquín Giannuzzi era un gran lector de Pascal. Hay una frase de este que siempre recordaba: puesto que la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza. Él buscaba que sus poemas se leyeran de un tirón, sin ripios ni complejidades vanguardistas, hay una música que se percibe mientras escuchamos el ruido de fondo de su especulación: no es tango, no es rock sinfónico: son apenas cuatro acordes repetidos más cercanos al punk, si es que tomamos al punk en su lado más luminoso: podés hacer poesía con lo que ves mientras caminás por tu casa, no necesitás ser un pequeño dios —como decía Apollinaire— para escribir un poema. Los motivos están en cualquier lado, solo basta estar en estado de disponibilidad para que no pasen de largo y puedas captarlos, así como William Carlos Williams captó el momento cinético que se produce entre una carretilla roja húmeda por la lluvia y unos pollitos blancos que están al lado. Hoy mismo podés empezar a escribir poesía. Por ejemplo si te toca salir a sacar la basura. Giannuzzi lo hizo en su poema “Basuras al amanecer”:

Esta madrugada, en la calle
dominado por una especie
de curiosidad sociológica
hurgué con un palo en el mundo surrealista
de algunos tachos de basura.
Comprobé que las cosas no mueren sino que son asesinadas.
Vi ultrajados papeles, cáscaras de frutas, vidrios
de color inédito, extraños y atormentados metales,
trapos, huesos, polvo, sustancias inexplicables
que rechazó la vida. Me llamó la atención
el torso de una muñeca con una mancha oscura,
una especie de muerte en un campo rosado.
Parece que la cultura consiste
en martirizar a fondo la materia y empujarla
a lo largo de un intestino implacable.
Hasta consuela pensar que ni el mismo excremento
puede ser obligado a abandonar el planeta.

La última edición de la obra de Joaquín Giannuzzi que conozco la hizo la Fundación BBVA en Sevilla, España, en 2009. La compiló Jorge Fondebrider en Buenos Aires. La anterior es de Emecé, de Buenos Aires, y llega hasta 2000, año de su edición. Esta última no tiene prólogo, pero incluye en la solapa de la contratapa dos breves fragmentos sobre Giannuzzi, escritos por Daniel Freidemberg y Santiago Kovadloff. Si se piensa que su primer libro, Nuestros días mortales, fue publicado en 1958 por la influyente editorial Sur, con un breve comentario de H.A. Murena, y que la más reciente compilación de sus trabajos se publicó fuera del país, una cierta intriga comienza a rodear la historia de este autor cuya línea de vida y escritura parece tan nítida, tan claramente trazada desde los primeros versos del primer poema del primero de sus libros: «Este breve racimo / de uvas rosadas pertenece / a otro reino. / Yace, sobre mi mesa, / en la fría integridad de su peso terrestre…» Todo estaba allí: su posición frente a los objetos, su punto de vista, su lenguaje (esa elección de adjetivos que lo hace reconocible, incluso en sus más recientes discípulos (Fabián Casas, por ejemplo). Giannuzzi fue una revelación, no en sus años iniciales, no para su generación, sino para las posteriores, las de los años setenta, ochenta y noventa. Los  datos mencionados, sumados a otros, autorizan una semblanza que sería esta: fue parido por el manípulo de Victoria Ocampo -aunque asistido por uno de sus más extraños decuriones, Murena-, inadvertido por los poetas «conversacionales» de los sesenta y recuperado en los ochenta. Halló finalmente su cobijo y señera representación en una de las editoriales de poesía que más arriesgaron últimamente, Del Dock, la editorial que hoy presenta su poesía completa.

Acá está todo Giannuzzi. Un sujeto que sale en una situación cotidiana a tirar la basura, se queda mirando lo que observa, saca una conclusión: “Hasta consuela pensar que ni el mismo excremento / puede ser obligado a abandonar el planeta”. Pero hay mucho más. Por ejemplo, el verso genial cuando ve el torso de la muñeca y transmite al lector algo casi inasible pero perfecto: “Una especie de muerte en un campo rosado”. ¿Qué es eso? Y más: si bien en el final el poema habla de cierto consuelo, eso no impide que pensemos que lo que está observando el poeta —y nosotros junto a él— es la implacable maquinaria del capitalismo salvaje. No hay afuera del Mercado. Por eso “Mercado libre” es una tautología. Lo único libre es el Mercado y todos los demás somos esclavos, como decía Spinoza, esclavos que luchan con uñas y dientes por permanecer en su esclavitud. Sin embargo, el hecho de escribir y leer poemas es un acto de afirmación. Una felicidad difícil de traducir para quien no esté “en la pomada”, una frase que se decía en mi infancia y que me divierte mucho. Te pueden pasar cosas geniales y reflexionar sobre ellas (como en el poema de Giannuzzi: “Vacaciones junto a una ventana”) o cosas graves, un infarto, por ejemplo, y recuperarte escribiendo un poema que empieza de esta manera magistral: “Por alguna razón, al anochecer / mi corazón late como una ametralladora. / El cardiólogo me ha dicho: / controle su vida emocional”. O podés reírte de estar en un velatorio y no ser el muerto y empezar un poema así: “Después del muerto / quien lo pasa mejor en el velorio / es sin duda la mosca”.

Poesía prosaica que viene de estudiar a los grandes maestros de la prosa, como Gustave Flaubert, Joseph Conrad y Henry James —maestros a los que también les robó T. S. Eliot—. Hermano de Eugenio Montale en el uso del correlato objetivo —y no tanto de la oscuridad hermética—, Giannuzzi solía recitar, mientras caminaba por su casa del barrio de Once, un poema de William B. Yeats que le gustaba mucho, “El Segundo Advenimiento”. Le gustaba esa parte en la que el poeta decía que el mundo se fue tan a la mierda que el halcón desde el cielo ya no puede oír a su halconero. Yo creo que hay muchas personas que hoy están tratando de aguzar el oído, a pesar de las noticias graves que llegan desde los celulares insomnes y los aparatos de comunicación. Personas que aún buscan la redención al apoyar la cabeza en la almohada junto a sus parejas y soñar un mundo mejor, más hospitalario, una nueva época.



El peso terrestre

[Prólogo a Obra completa, Buenos Aires, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2016]

Por Jorge Aulicino

Sombrío e irónico, decía que no sabía hablar. Y lo creo. No sabía hablar el habla oficial, y tampoco aquel segundo idioma, el italiano, ocluido en la Argentina -de acuerdo con la tesis de Ángel Faretta- en gran parte poblada y hecha por millones de inmigrantes; esta era, no sé si consciente o inadvertidamente, su base de operaciones. Su castellano fue, creo yo, como el inglés del polaco Joseph Conrad, un idioma aprendido a posteriori -en su caso, como en el de muchos otros, a fuerza de los manuales de castellano de la escuela media-. Con este punto de partida, utilizar el idioma resultó una operación sobre una lengua virginal. Una lengua nueva. La extrañeza que provocan unos pocos datos de la trayectoria de Giannuzzi habla de un caso anómalo en todos los escenarios en que transcurrió su vida: su hogar de padres italianos, privados de libros y de su propia lengua; el grupo de Sur; las redacciones de los diarios; la época en que comenzó a publicar; la línea madre de la poesía argentina, de raíz francesa hasta entonces, ya fuera vanguardista o conversacional o ambas cosas; la academia, tradicional o progresista; el peronismo al que adhirió. Tal anomalía es paralela a su lenguaje: su destino se orientó a participar decisivamente de una nueva vulgari eloquentia. Un encuentro nuevo con el infierno y el paraíso en la tierra.

Los libros de autoayuda tal vez no tengan nada que ver con la poesía, sobre todo con la de Giannuzzi. Sin embargo, hubo y persiste un autoayudismo en la poesía argentina, que consiste en procurar que tengamos coraje, resistencia, sensibilidad, claras perspectivas, incluso fe. Un neohumanismo signó la poesía de los años recientemente extintos, incluso como rebelión, protesta, cinismo, irse de boca, cortar por lo sano, etc. Pero gran parte de la poesía se liberó de esa «sórdida necesidad de vivir para los demás», como escribió Oscar Wilde enEl alma del hombre bajo el socialismo. Giannuzzi no fue indiferente a tal estado de cosas -a la culpa aludida por Wilde-y realizó una módica trampa que no le dio resultado: en 1967, bajo la dinastía de los comprometidos, publicó Las condiciones de la época, título que es una cita textual de los abundantes papers marxistas de entonces, en una editorial llamada Sudestada, con una foto en blanco y negro de gente amontonada, de un modo extrañamente plástico, en las escalinatas de la Plaza de Mayo de Buenos Aires, bajo un chorro de agua que podría ser el de un camión hidrante de la policía. Alguien, tal vez él mismo, pero en todo caso con su acuerdo, escribió en la noticia que encabeza el pequeño volumen,  su tercer libro de poesía: «…abandonó su concepción especulativa del mundo y evolucionó hacia una posición más comprometida con la realidad argentina.» Significativamente, el primer poema del libro se llama «Fábula». Tengo que transcribirlo para que se vea por dónde iba esa «evolución» y qué entendía el autor por realidad: «Abrumado por el tabaco y la cultura / y convertido en un engaño por su propia clase / estaba esperando la revolución / por la desnuda, terrible acción, de los otros en la calle. / Pero detrás de los cristales / a cubierto del viento social donde toda culpa / entra en crisis con sus razones podridas, / resolvió que el cambio acontecía en las pequeñas mutaciones / permanentes del cielo y el polvo, / en el giro de la cuchara en la taza de té, / en las decepciones periódicas del hígado, / en la muerte de papá y de las moscas. / Inventó un poema con todo eso, / y el resultado es una estafa a la vieja forma, / una lejanía cada vez más vergonzante / de un nuevo lenguaje que puede estallar en cualquier momento.»

Jorge Fondebrider vio, al igual que otros críticos, que la poesía de Giannuzzi nació hecha. No hay una evolución perceptible, como la que el propio Giannuzzi intentó marcar en la primera edición de Las condiciones de la época. Antes que un defecto, esa integridad de su obra es un milagro que se da muy pocas veces en la poesía, en cualquier lengua. O se arranca muy alto, y la límpida maniobra de despegue se agota en sí misma, o se ven claramente las huellas de los maestros en los poemas iniciales, hasta que la obra adquiere su temple. Puede haber luego cambios radicales o no; puede haber cambios paulatinos, variaciones en la rutina, diría Alberto Girri, que en cierto momento se convierten en un cambio cualitativo (como sucede con la obra del propio Girri, cuya radicalidad se percibe promediada su obra). Se puede decir de Giannuzzi que hay una especie de reflexión, casi inicial (pues se trata de su segundo libro), en Contemporáneo del mundo (1962), reflexión que, como tal, se dilata y explora sus propias ondas, sus círculos concéntricos. Sin embargo, el lenguaje es el mismo de su primer libro, y será el mismo del tercero, del cuarto y de los que siguen. Si vale la pena detenerse en estos textos iniciales que, como queda dicho, no son escarceos, es precisamente porque parecen servir de prólogo, arte poética, explicación o resumen de todo lo que siguió, que es un océano de inusitado deleite semántico, más allá de la aridez, o desoladora lejanía, o drama, de los que se habla.

En el poema “En la mitad del siglo”, de Contemporáneo del mundo, Giannuzzi se explaya –y esta es más o menos la palabra, porque se trata de un poema más o menos largo-, de manera que luego será poco habitual, sobre su oficio, a menos que se tome toda su obra como una dilatada reflexión sobre el oficio general de mirar el mundo.  Luego de plantearse la búsqueda del “tema de su tiempo, la palabra de hierro en la mitad del siglo”, Giannuzzi  navega en los meandros de la relación entre poesía y circunstancia, expresión de una época y permanencia, pasado y presente, formas nuevas y viejas, para concluir, a su modo, de manera paradójica: “El único entre todos, / entregado a su gracia / y liberado a su suerte, su elección y sus huesos, /  era este poema que asumía / la discontinuidad de una tierra triunfante.” No creo que se pueda decir mejor o desde una perspectiva distinta esto que aquí dice Giannuzzi de sí mismo y de su obra. En el vacío en que cava la poesía, para darse precisamente como tal, aquella tierra triunfante era a la vez el país y la tierra entera, la de esa mitad de siglo perfectamente datada en el poema (1950) y la de cualquier siglo y cualquier mitad. Lo nuevo, para decirlo una vez más, es el lenguaje. Un lenguaje en el que después se comenzó a escribir, a instancias de la existencia de autores como Giannuzzi, en este país.

La belleza de la poesía se erigió, como siempre, sobre un nuevo fracaso del lenguaje lírico. Con la especial característica, en el caso de Giannuzzi, de que aquel fracaso era, en sí mismo, un fracaso personal, un fracaso existencial. La distancia brillante de sus poemas fue, tal vez, una distancia amargamente sufrida en su vida diaria. Podría decirse a la vez de la realidad, cualquiera, y de su poesía misma, parafraseándolo: la divinidad (siempre) está presente por “delegación sombría”: fulgor y apabullante desierto; la cosa, no necesariamente vacía, sino extraña. Se ha hecho paradigma de su obra una frase suya: poesía es lo que ves.  Pienso que quizá lo que se ve es también aquella distancia irrevocable entre el sujeto y las cosas, que viven en tiempos distintos, unas en un día que aunque sea efímero es luminoso; el otro, en la descomposición permanente, en ese largo adiós de la agonía.

En ese irse giannuzziano de seres y cosas, Murena advirtió la “estirpe leopardiana”. Romanticismo, sí, pero con ese sesgo latino con el que se ven –sigo a Murena- “las criaturas y las cosas del abigarrado mundo, caído y entrañable”. Es por mérito de la continuidad de la obra de Giannuzzi que Freidemberg puede escribir, muchos años más tarde: “Haber descubierto que vivimos en un universo desencantado e indiferente y en una sociedad dominada por fuerzas destructoras, le permitió a Joaquín Giannuzzi fundar una de las obras más consistentes de la poesía argentina, basada en una implacable empresa de develación en la que, así y todo, no faltan atisbos de algún tipo de salvación: la eternidad del instante en el que las cosas se revelan milagrosamente existentes y el rigor de su propia búsqueda y puesta en palabras.” Y a Kovadloff: “Lo familiar y lo cercano se quebrantan [en los poemas de Giannuzzi] para dejar florecer la palabra que se abisma en lo extraño, en lo imponderable de toda presencia, en la emoción y el enigma de saberse vivo.”

Los enfoques de Freidembeg y Kovadloff non son torsiones autoayudísticas de la poesía de Giannuzzi. Y con justeza estas palabras figuran en la primera edición de su poesía completa, cuya publicación señaló el máximo de reconocimiento público de Giannuzzi, 42 años después de que publicara su primer libro. Estas palabras se refieren a lo que es evidente para cualquier lector de sus poemas: si no existiera esa fascinación del objeto en el sujeto, y si de algún modo el sujeto no creyese en que sus propios adjetivos, su límpido y convincente modo de ver traen a nosotros algo del fulgor asimismo límpido de un halo, tal poesía no habría sido posible. Nos imaginamos a Leopardi recostado o sentado en su monte dilecto, en la contemplación del cielo que el monte permite ver y en lo que oculta, y nos resultan absolutamente convincentes sus palabras: “e il naufragar m’è dolce in questo mare.” Giannuzzi, o mejor dicho, su sombrío personaje, “tabacoso y argentino”, naufraga dulcemente en lo que escapa de él. Y he ahí dos cosas: por un lado, la (yo diría) consciente reelaboración de lo sublime romántico y la bondad de un duro; por el otro, la palabra de época, la palabra de hierro, en un juego que mantiene vivo el antiguo arte de poetizar, y dentro de él, el no menos antiguo arte de mantener visible la actividad del pensamiento. Esto es: una mente que insiste en reconocer y reconocerse.