La peor pesadilla/ Poemas contra un ventilador, de Horacio Fiebelkorn

Poemas contra un ventilador
Horacio Fiebelkorn
Buenos Aires
Caleta Olivia
2019

Por Carlos Battilana

A un admirador de Spinetta, como Horacio Fiebelkorn, la luz del sol (ese tópico insistente en la producción del músico) no le sirve para disolver el peso y la densidad de “la mala noche”. Al contrario, el mundo, al amanecer, “sube el precio del peaje” y resulta imposible “hacer pie con tamaña soga en el pescuezo”. Tal vez el autor de este libro más que Un mañana -el último y excelente álbum de estudio grabado en 2008-, prefiera la producción más áspera del Flaco, aquella en que gemía con crudeza juvenil: “No tengo más Dios”. El Spinetta cristalizado de estos días -ese músico del consenso- es inverso al que conoció Fiebelkorn cuando asistía a sus recitales de música “progresiva”, en las noches de Pescado Rabioso y Aquelarre de los primeros 70.1 La figura del artista contracultural, reacio a los acuerdos con las compañías de la industria del espectáculo, siempre fue una representación atractiva en el imaginario estético de Fiebelkorn.2

La enunciación que se construye en Poemas contra un ventilador presenta, al menos, dos indicios comprobables: por un lado, el realismo denotativo y prosaico funciona a la manera de un mapa poético; por otro, el título anuncia una oposición al mencionar el término “contra”. La frase de la época “que todo fluya” (de vago aire new age y, obviamente, de lubricado optimismo capitalista) se vuelve la peor pesadilla. En este libro no hay oxígeno fluido ni tampoco se conceden glamorosas imágenes de efusión lírica. Justamente, el motivo de la enunciación consiste en reconocer la experiencia del malestar que, más que un peso del cual librarse, resulta una simple constatación.

Ni falsas ilusiones ni esperanzas vanas. En este libro ninguna ciudad ideal aparece en el horizonte, como el caso paradigmático de Rubén Darío con su amada París en la tradición de la poesía latinoamericana.3 Tan solo está Tolosa “con sus jubilados malhablados, sus chicos en zapatillas y sus paredes sin cáscara ni pintura”. Tolosa, no como ilusión, sino como espacio donde el poeta fue su “fundador”, su “presidente provisional”, su “titular del parlamento” y su “único legislador”. Tolosa como la sinécdoque del conurbano que, en este caso, en vez de convertirse en un tópico característico de las últimas décadas -ése que concedió visas de aprobación literaria a una vasta producción- no es más que el lugar de un destierro sin magia ni deliciosas aventuras.

Nada de la figura del poeta delirante ni del poeta bondadoso. Como el pescador con su caña al hombro, que insiste en sacarle provecho al río, el poeta aún “se sienta a esperar resultados, que no aparecen”. Ahora bien, si el poeta no tiene esperanzas ni ilusiones: ¿qué espera? En lo posible, borrar la sonrisa del que busca resultados en el statu quo y en la exhibición rentable bajo el camuflaje de poeta progresista que -sabemos- siempre está alineado. Horacio Fiebelkorn es un aguafiestas ¿de quién? De aquellos que cada día se integran al sistema literario, sin chistar, y que poco a poco, bajo ese aluvión de aceitadas concesiones, dejan el óbolo de su cuerpo en la vidriera del llamado “campo intelectual” (redes sociales, lecturas, eventos) sin esquivar un milímetro lo que es adecuado decir y hacer mediante la retórica de una supuesta transgresión, que es muelle y acolchada.

Por eso, cuando el poeta, una mañana, a la manera de Gregorio Samsa, se despierta “como en una película de terror” y se percata de que “estaba en el poema de otro”, regresa al centro de su propia enunciación. Ese lenguaje de jardines y florcitas se le vuelve ceniza entre las manos, un “guion que no era para mí”. A contracorriente de los buenos modales discursivos, Fiebelkorn busca el guion que narre su propia historia, aunque le toque acariciar lo áspero. Nunca el jardín exitoso de la naturaleza.

Los discursos del horóscopo, que prometen nuevos días, se chocan frontalmente con otro género periodístico: la necrológica. La coexistencia de discursos en un diario es equivalente a la “eternidad”, tal como la entiende Fiebelkorn. La eternidad no deja de ser en este libro una maqueta de cartón abollado, tan cercana al adagio de Patchen (“todo al mismo tiempo”), que recuerda una sincronía del olvido (incluidas las contradicciones) unánime: “En el diario del pueblo informan que acaba de morir un nacido bajo el signo de Tauro. En la misma página de su necrológica, puede leerse lo que el horóscopo señala para ese signo. ‘Retomar una actividad que creía ya finalizada. Su intención de reconciliar con la persona que desea será bien recibida (…)”

A pesar de la ironía, los poemas de Fiebelkorn no desechan el misterio y, hasta diría -extremando- tampoco la religiosidad concebida como una instancia disponible en relación con los otros y con la extrañeza. Esta poesía, eso sí, repudia la religión oficial que hace de la culpa una forma de la manipulación. De allí el género de la injuria que no desconoce su destino inútil, pero aun así no se resigna del todo en su intento de intervenir y afectar: “Hijos de puta, hijos de puta, hijos de re mil puta”.

El humor es otra forma de la intervención al ejecutar un tránsito conocido por la poesía de la modernidad: del canto dulce de la naturaleza a los ruidos indescifrables de la ciudad. Como si Baudelaire nunca se hubiera ido, y su poema “Paisaje” estuviera planeando, todavía, en nuestras cabezas. Ya nunca más el paisaje natural; sólo el paisaje de la mercancía urbana como último avatar de la referencia poética, en el caso de este libro, en clave de parodia: “Regresaba -¿era yo el que regresaba?- en la angustia vaga de esconder en mi campera dos paquetes de fideos. De pronto sentí al chino sobre mí, corría tras de mí con una cuchilla afilada y trémula que reflejaba los tubos fluorescentes. Corría el chino tras de mí, y corría en mi espalda un sudor frío y venían los vigilantes, y la radio se apagaba en mí. Me atravesaba un chino, me atravesaba un chino!”.  

El epígrafe con el que comienza el libro, dice: “-Buen día. / -¿Por qué?”. Horacio Fiebelkorn explora los vaivenes de su entorno y también las contradicciones de su propio universo mental. Sabe que, usualmente, las paredes y los perímetros no son lisos; que de su superficie emergen grumos, emanan rugosidades y, sobre todo, se despliega cierta humedad persistente que, por más energía que le pongamos, esencialmente, no encuentra ni encontrará palabras para el consuelo.

1- Horacio Fiebelkorn, “Nadie pudo, ya, ser el mismo”, en Cerrá cuando te vayas, La Plata, Club Hem, 2016, pp. 23-27.

2- Cfr. Sergio Pujol, El año de Artaud. Rock y política en 1973, Buenos Aires, Planeta, 2019.

3- Rubén Darío, Autobiografía, capítulo XXXII, en Autobiografía. Oro de Mallorca, Madrid, Mondadori, 1990, p. 69.


Cinco textos de Poemas contra un ventilador

Un pescador

Un hombre pasa con su caña al hombro. Se dirige al Paraná con la idea de pescar milanesas.

Alguien le dijo, con buen criterio, que para eso no hace falta carnada. Por esa razón el hombre sólo porta su caña.

Ya junto al río lanza en forma displicente, y se sienta a esperar resultados, que no aparecen. Ninguna milanesa se digna a morder el anzuelo vacío.

Esto le provoca una frustración intensa, y al cabo de un rato recoge los elementos y se aleja de la costa, convencido de que el río comete un grave error.


Cuatro fracasos al precio de uno

1

Tengo que anotar
las cosas que debo olvidar,
para no recordarlas.


2

Mis palabras caminan sobre huevos podridos.
La poesía es un arma cargada de sulfuro.


3

Voy yendo, dijo uno
y estaba quieto
por culpa del gerundio.


4

El aprendiz de embaucador visitó a su maestro.
Lo llenó de lisonjas para obtener trucos del oficio.
Fue embaucado.


J. L.  

Fui al chino, y lo sentía cerca de mí, pendiente de mí.
Las góndolas tenían voces que no llegaban hasta mí.
Un parlante decía cosas que no entendía.
Me angustiaba casi. Quería comprenderlo, sentir qué decía la radio china con sus monosílabos cargados pero no podía.
Regresaba —¿era yo el que regresaba?— en la angustia vaga de esconder en mi campera dos paquetes de fideos.
De pronto sentí al chino sobre mí, corría tras de mí con una cuchilla afilada y trémula que reflejaba los tubos fluorescentes.
Corría el chino tras de mí, y corría en mi espalda un sudor frío y venían los vigilantes, y la radio se apagaba en mí. Me atravesaba un chino, me atravesaba un chino!


La púa

Se acabó el disco y suena la púa. Diez minutos, quince, de púa para decir que no hay otra música posible que el raspar de la aguja sobre el vinilo vacío.

Cuándo fue que se fue la música y dejó sólo este raspar de un brazo mecánico sobre la oscura placa de acetato.

Sólo este repetir de un surco, donde se traba el brazo mecánico.
Sólo este repetir de un surco, donde se traba el brazo mecánico.


Ciudades

Las ciudades chicas tienen amplias zonas con casas chatas. Por eso se puede ver el horizonte, apenas tocado por siluetas de árboles y construcciones.

La presencia continua del horizonte en las ciudades chicas, invita a la libertad y por lo mismo genera angustia, con una carga de terror y encierro que no puede nombrarse.

En las urbes, la ausencia de horizonte visible permite una libertad moderada y anónima, sin color ni expectativa alguna.

Cuando las ciudades chicas aprendan a ser libres, las ciudades grandes van a desaparecer.



Links

Entrevista. En Fractura 
Reseña. «El aire está lleno…», por R. García Morete
Más poemas del libro. En Otra Iglesia es Imposible