Martín Vázquez Grillé. Este año que se desvanece

Este año que se desvanece
Martín Vázquez Grillé
Buenos Aires, Llantén, 2020


1975

Es el final de 1975, hace calor,
mi madre respira bufando,
yo soy un cuerpo que flota
en el líquido amniótico: no veo
pero siento, no chillo pero pateo.
La panza de mamá es grande y en punta,
los domingos va a dejarle
claveles rojos a su padre que se murió.
Un día como cualquiera lo encontraron
tirado en el piso de la cocina,
tenía el moño bien ajustado
y la musculosa
debajo de la camisa blanca,
debe haber sido una arteria
que se le reventó.
Ayer a la noche bajaron
a los que quedaban del ERP,
los fusilaron en Chingolo
y los llevaron
al Cementerio de Avellaneda.
Mamá ve pasar los camiones
llenos de gente muerta,
los tiran uno sobre el otro
en una fosa común.
Mamá baja la vista y sigue caminando,
imagina tormentas furiosas
en el cielo de Biarritz,
el crujir del fuego en las panaderías
del Montmartre, el sabor
de las aceitunas negras,
el color azul eléctrico
del mar Mediterráneo.
Tararea una canción de Julio Iglesias
y se escapa
por una puerta lateral del cementerio.
Yo siento el olor de los muertos,
lo voy a recordar.


1985

Mamá hace churrascos,
a veces se agarra de los pelos
y dice que se va a matar.
Llovió durante días,
el agua sucia del río entró
hasta el comedor.
Comida nunca nos falta.
En invierno hay días
en que hace menos
de cero grados.
Acá no hay metalúrgicas
ni carboneras
ni galpones repletos de obreros
ni barcos, ni curtiembres.
De todo eso no queda nada.
A Nico, mi compañero de catecismo,
lo pisó un tren de carga,
lo encontraron en la vía, frío,
envuelto en escarcha.
Mamá dijo que ahora es un angelito
y nos cuida desde el cielo.
Enfrente de casa hay un club muy viejo
que se llama Albión,
una cancha de tierra que nadie usa
y más atrás las vías y un campo
que en verano se llena de las flores
violetas que dan los cardos.
Papá dice que Albión es el nombre
antiguo de la isla de Inglaterra.
Yo hablo inglés cada vez mejor.
Mamá dice que soy un príncipe.
El otro día vimos a Lady Di en el noticiero,
estaba de viaje por África,
acariciaba a los pibitos sin piernas.
Tenía un vestido negro
y el peinado más lindo del mundo.


1988

El padre del Tuli es petiso
y lava el auto todos los domingos.
Usa un bigote ancho de policía motorizado.
Al Tuli la música no le interesa.
Tampoco las campañas de Napoleón.
A veces corre por el patio de la escuela,
libre, con la velocidad
de una máquina centrífuga,
gritando a los cuatro vientos:
la destrucción soy yo, la destrucción soy yo.
Un día va a comprarse una moto
y se la va a dar contra un árbol.
O va a tener dos hijos
que jueguen en Arsenal.
Algunos días pescamos chanchas
en la Saladita.
Otros vamos en bici
hasta un barco encadenado
a la orilla del río,
que está muerto, empetrolado
y todo lo que alguna vez vivió ahí
ahora es parte de una masa negra
en donde no se refleja nada.
Nos escondemos ahí
y esperamos hasta que el sol
se funda con el agua sucia
y la tarde se haga violeta.
En el barco esperamos
la invasión extraterrestre:
unos aliens muy altos
con trajes de neoprene
que nos salven de ser grandes,
que nos salven de la vida
en el siglo veintiuno.



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Reseña. «Una luz que se va», por S. Giaganti