Países en la palma de la lengua / El impasse de la ballena, de Roxana Páez

t_impassedballena_r_paezEl impasse de la ballena
Roxana Páez
Córdoba
Alción Editora
2018

Por Mario Nosotti

Texto leído en ocasión de la presentación de libro en Buenos Aires, el 21 de julio de 2018.

El cosmopolitismo, un equilibrio frágil,
apresado en el ámbar de un barrio.
Roxana Páez

Portátil: esa palabra encuentro para hablar de la poesía de Roxana Páez (“poertátil”, arriesgó el corrector al escribirla). Portátil es aquello que puede trasladarse, llevarse de un lugar a otro, sostenerse en distintos estados, de la impresión que un hecho deja en la memoria, por ejemplo, al banco de trabajo, al papel donde se apoya la escritura. Portátil también en resonancia con prótesis, algo que se repliega sobre lo natural, que lo imita y convoca en su naturaleza anfibia.

apoyada sobre una fachada, alguien había dejado una superficie vítrea
color agua volcánica. En un sótano encontré dos caballetes, ex árboles
que habían crecido al borde de un lago al pie de un volcán.
¡Aquí está mi mesa de trabajo!

*

Es ese trasladarse el que hace al extranjero; “hay demasiado extranjero”, dice alguien refiriéndose a Belleville, ciudad donde la gente es escupida y abrigada a la vez, un lugar de migrantes y artesanos, comerciantes y obreros, desde donde se ve todo París; y Ménilmontant, barrio donde, según se cuenta, sigue vivo el espíritu de la comuna; ahí viven los loosers, es decir, “los dominados por las circunstancias/ las migraciones, la caída sin red”… pero tiene la mejor vista de la ciudad más linda del mundo.

*

Alguien sale a recorrer el mundo, a dar la vuelta a la manzana. Hay versos que anotician, que tienen como carga principal la información, testigos oculares de sucesos, escenas callejeras, fotogramas de un ángulo de la ciudad. Pero pronto, algo en la narración trafica otro sentido, una ráfaga de deseo, una nube tóxica, una bolsita guardada en la mochila.

De pronto caminé desnuda.
Comí arañas y gusanos verdes.
Y sin embargo
sigo siendo sensible.

Un segundo después de la incalificable intromisión vuelven las calles, los balcones de vidrio, la civilización se restablece. El automatismo de la costumbre hace pasar de largo frente a las irrupciones de lo extraordinario, dejamos de viajar como si en algún momento no fuésemos también migrantes, gitanos de nuestro propio mundo.

*

Caminar por el barrio, desplazarse, eso que la poesía de Roxana Paéz hace tan bien, nos permite perdernos, poder ver nuestro espacio como espacio adoptivo, o viceversa, barrios dentro del barrio, lazos de sangre y lazos elegidos; la vida se despliega como tragedia o farsa, aunque la mayor parte de las veces se trate de algo más leve, más finamente intenso, centelleo de presencias, volúmenes de afecto o extrañeza, de solidaridad y de alegría.
Belleville: lugar “donde hubo viñas”, dice el chico de ochenta años, espacios transformados en casas de pensiones, pero donde aparecen cada tanto despuntes de otros tiempos, debajo de las capas que dejan los recambios, como esos edificios construidos tantas veces que su estilo es la superposición de estilos, las capas de la historia en palimpsesto; donde antes hubo viñas, dice el chico que hoy tiene ochenta años, “aquí estuvo mi casa, la vida familiar/ en doce metros, papá, mamá, mi hermana,/ dos máquinas de coser, yo”.

*

Lo portátil se anuda con portar y con deportación. Los naturales temen a los portadores, portadores de algo que no enseñan del todo (extranjería), hacer pasar poesía entre las filas, las bajadas del diario. Contrabando de un virus que se teme y desea. Pero en la “Babelville” todos son extranjeros, es esta la ciudad del multiverso, donde se es más que nunca lo que se dejó atrás, ciudad donde confluyen y espadean las lenguas, donde siempre se está, como Roxana, entre dos lenguas al menos, es decir, el lugar más seguro, la casa que creímos por siempre inamovible se hace móvil, va de acá para allá.

*

“Mi trabajo cotidiano consiste en contener las huellas de lo percibido en cajas de ritmo, máquinas de gorjear”, dice la autora de La indecisión. En una letanía vigorosa, una  ansiedad apenas contenida, una cronista anota testimonios de obreros, artesanos, comerciantes, buscavidas: “microhistorias en el flujo de la historia/ son en este pueblo el nuevo mundo/ donde me arraigo cuando dejo el mío/ aquí llamado ‘el viejo’”.
El aquí y el allá en el tiempo presente, una lengua y la otra, la patria y la ciudad adoptiva, o ni acá ni allá, esa especie de limbo, de suspensión que logra la escritura, trabajando las cosas concretas (nombres, estilos, etnias, profesiones, rebusques), cruces referenciales bajo un lente que apenas los deforma, como quien ve a través de un vidrio de botella. Y la voz que los dice, una voz que a momentos quisiera ser tan solo el soporte de esos otros anónimos, ese trajín de cambios en la “enumeración caótica”. Hasta que una afección nos devuelve al testigo que sigilosamente nos trajo de la mano; para él, ver cómo desaparecen los oficios es sentir “un alfiletero en el cuerpo”.

*

Teatrillo de objetos, escaparates donde espiar historias, mercancías que cargan con el alma de sus distintos dueños, zapatos, vestidos, cables, viejas radios, gente que se reúne alrededor de objetos: una pelota, una motoneta, un teléfono. El arte de la distracción o de la indecisión voluntaria, renacer “por la rara secuencia/ de causas y efectos aleatorios”.
“Los lugares nos cambian –dice Roxana–, cambian la forma en que nos vemos, dejamos de ser uno… Una especie de náusea, o sacudón, hasta que las partículas vuelvan a acomodarse, a rehacer una forma que ahora es zarandeada por los nuevos olores, los nuevos ojos, el rumor de las lenguas. Esa es la travesía de cada uno para convertirse en otro y en sí mismo”.
Mezcla de diario de viaje y trabajo etnográfico, de paseo y de meditación, los poemas de Impasse de la ballena nos traen el nomadismo de Cendrars, el Simic de las cajas de Cornell, el Perec que pretende agotar un aleph parisino. Cafés, peluquerías, talleres y zaguanes, conversaciones en lenguas cruzadas, chicos jugando en la calle, corridas imprevistas, transacciones, esperas, zozobras, pulso, plenitud.
Hace unos meses me preguntaba qué habría sido de la poesía de Roxana Páez en todos estos años. Este libro de doscientas cincuenta páginas, de una densidad caleidoscópica, fue la respuesta que recibí la semana pasada. Podría decir que este trabajo de diez años es una suerte de summa y reformulación de la poética de Páez, una obra construida casi en secreto a lo largo de seis libros de poesía, como la contracara  de esa generación que empezó a publicar a mediados de los noventa, especie de murmullo presente y a la vez alejado de aquella coyuntura, cuyo trabajo se extiende a la crítica, la traducción y el ensayo, siempre siguiendo el hilo de una constelación de autores (Calveyra, Madariaga, Juan L. Ortiz, Manuel Puig) que son sin duda parte de un pulso escritural.
El método compositivo del que se nutre un libro como Impasse de la ballena podría, con pocas variaciones, aplicarse para el resto de su obra: “Los poemas nacen de la sorpresa y del descubrimiento –dice la autora en el prólogo–, se asemejan a una foto movida, porque esta parcela del mundo está hecha de movimiento puro, de cambio. Los versos son como lo que queda en las imágenes retinianas, restos de luz retenida en el instante mismo en que las situaciones que reflejaban dejaron de existir. Los poemas se vuelven imágenes-movimiento que no se dejan desanimar por la idealización del ojo ni el desajuste impotente del lenguaje”.

Nota. Impasse de la ballena es una especie de homenaje, de registro visual y sonoro del barrio parisino de Belleville, donde la poeta y ensayista argentina Roxana Páez vive desde hace más de quince años.

Mi naranja sanguínea

Debí trepar la verja
y saltar.
Magnifique,
dijo un vecino que me prestó
el hombro como punto de apoyo.

Salí con cualquier pretexto
para dar una vuelta por el barrio,
crucé la calle de la Presentación
y vos al fin te desvestías.
Después atravesé la Julio Verne
y vi al fondo los reflejos verdes
sobre los vidrios abombados
que reflejaban el sol de la tarde,
la proximidad de mi casa,
lo fantástico.

Llevaba en mi bolso frutillas,
tomates diminutos imitándolas y
naranjas sanguíneas.
El día era perfecto.

África por la mañana,
casi China, pero estamos en Francia.
Junto a la sinagoga, el tunecino
ponía las mesas en la vereda.

La gente sin trabajo
ya tomaba
sol en las terrazas.

Les pegaban los rayos.
La resiliencia parece una red
tejida con esos hilos que van fijando
la vitamina D
que une los espacios en microscópicas
redecillas aún para que no te caigas ni para
afuera ni para adentro
y seas capaz de saltar.
Como un gato,
con tu estructura de calcio.

Salté para ver justo delante la pareja
salida de una película de los años sesenta, ella
con ray-ban y un pañuelo beige en la cabeza.

Perpendiculares
les salen al paso tres mujeres con el mismo acento
y pelucas de plástico que cubren el pelo verdadero,
en lugar de velos. Eso vi.

Superposición de barrios

Un panadero entró con gran impulso.
Está por llover. Como cada vez
que se anuncia el agua con calor,
viene tu infancia,
las campanillas a punto de estallar,
violadas por los abejorros,
sus cables electrizando el pasto,
tu llegada dormido
en medio de los ladridos de los perros
del barrio.
Mientras tu padre trabaja o ya tuesta
tus panes, quitándome ese gusto
de escucharte primero.
Ahora el panadero va perdiendo
impulso, pero flota todavía
suspendido
descendiendo
y roza la foto de la adolescente
que lee
apoyada en un ánfora gigante
con un perro dormido a los pies
y el pelo cortado como un hombre
en mi ciudad natal. No conozco
ese patio. ¿Qué lee? No me contesta.
Es mi madre. Yo todavía
no nazco.

Aprender una lengua materna

Entraste al aula,
la clase iba a empezar,
eras vos la profesora de español.

Y viste al indio, sin gesto.
La cara más dura en inocencia,
jamás vista.

Habla con él, dijiste
a su compañero de banco.

–¿Para qué estudiar castellano?

–Para poder hablar con mi madre.

Escribir en una lengua que no sea materna.

La que se olvida,
volver a aprenderla.

¿Fuiste hasta el fondo del idioma
que tu madre
habló hasta por los codos?

¿Podés perder la lengua de tu hijo
que aprendió con tu voz?
Pero como un preludio.
Pero como una fuga.

¿En qué van a hablar cuando se vean?

Cuando él las repetía y
ahora mismo, al usarlas,
cada una se vuelve
una palabra poderosa
y hermética,
como un imán.

Tan hermosa.

Extraña.

Distinta.
Vive de manera diferente,

en otro lugar.
Ser extranjera
como tu lengua,
la del indio
que se olvidó
de cómo hablarla.

Impasse

Por primera vez volví
al vientre de la ballena.

En el borde del canal encontré al hombre que
prendía la lámpara.

El señor Mektoub me habló suavemente para
que no tuviera miedo.

Desplegó un folleto con nombres de las dos orillas
e ideas de futuro.

Las ideas negras del último día de octubre, de pronto
escamparon y sonreí.

Nos dimos un baño de neutrinos, sentados frente
al agua.

Le dije: una se diría en Venecia. Salvo que del otro lado
del canal

no hay un palazzo, sino la Dirección del Trabajo que
me trajo aquí.

Él charlaba suave y sonreía con los ojos y hacíamos planes
sin conocernos.
No tenía nada que ver con un encuentro amoroso pero
lo era

en cierto modo y diferido. Con una posibilidad entre cien
podía confiar

como un Houdini, de nuevo preparar el escape a los pueblos unidos por
alegría y desesperación.


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