El siguiente texto corresponde a la participación de Valeria Cervero en la mesa-debate Poesía en la emergencia, que incluyó los momentos políticos singulares y sus representaciones, desarrollada en el marco del VII Festival Latinoamericano de Poesía en el Centro (junio de 2015), con la participación de Eduardo Mileo, Miguel Martínez Naón y Rafael Urretabizcaya. En este trabajo, se presenta una compilación de poemas de Silvia López, Luciana Mellado, Irma Marc, Eugenia Cabral, Elba Ana Cisneros, Dulce María, Susana Villalba y Claudia Masin. Se agrega una serie de fotografías de Silvia Castro reunidas bajo el título El banco está cerrado, que documenta los episodios de diciembre de 2001.
Por Valeria Cervero
Al ver el tema propuesto para esta mesa (“Poesía en la emergencia”), lo primero que pensé fue que al término emergencia podemos darle tres sentidos: 1) el de “suceso no previsto vinculado con el peligro, el desastre, lo inesperado”; 2) el de “acción para salir de una situación de peligro” y 3) el de “acción de emerger, surgir”. (Lo emergente como aquello que “nace y da principio a otra cosa”). Me preguntaba, entonces, sobre la posibilidad de pensar la poesía argentina del siglo XXI como campo en el que surgen ciertas escrituras que pueden leerse en relación con esos tres significados. Poéticas particulares y también proyectos poéticos colectivos que surgen a partir de (y en) situaciones de emergencia social/política/económica, como diciembre de 2001 y la crisis de ese momento, y, más cerca en el tiempo, hechos como las acciones contra el modelo extractivista en algunas provincias, el asesinato de Mariano Ferreyra en 2010, la inundación de La Plata de 2013, los femicidios y las reacciones más recientes frente a ellos. Pero las escrituras que aparecen vinculadas con ese primer significado del término “emergencia” (por lo general asociado con la muerte) también nos dirigen hacia los otros dos: por un lado, la escritura, la poesía, como forma de reaccionar y ser parte de lo que a veces puede plantearse como “salida”; por otro, ciertas prácticas poéticas como “emergencias” en la poesía argentina de las últimas décadas. Por lo tanto podríamos hablar de situaciones de emergencia que originan escrituras en lo inmediato –o en un tiempo más o menos cercano–, en ciertos poetas en particular o a partir de convocatorias que dan pie a diversas propuestas, como pueden ser la publicación y/o la lectura colectiva (estos serían los casos de dos antologías que voy a mencionar en breve).
Los textos que me ayudaron a pensar este planteo fueron:
- en relación con diciembre de 2001, poemas de Silvia López, Susana Villalba, Andi Nachon[1] y Carlos Aldazábal;[2]
- con respecto a la situación de los pueblos expuestos a las acciones del modelo extractivista, la serie de poemas “Decimos no”, de Luciana Mellado, escrita para acompañar la marcha de poetas y artistas contra la megaminería realizada en la provincia de Chubut en 2012;
- sobre el asesinato de Mariano Ferreyra en 2010, los poemas que integran la antología Poesía por Mariano Ferreyra (Córdoba, Editorial Babel, 2013), cuya convocatoria fue organizada por escritores y artistas del Partido Obrero de Córdoba y que presenta una introducción de la poeta Eugenia Cabral;
- sobre la inundación de La Plata de 2013, la antología La Plata Spoon River, compilada por Julián Axat, que se publicó en 2014;
- frente a los últimos casos de femicidios difundidos que dieron origen a la convocatoria NiUnaMenos, el poema “Leona” de Claudia Masin, publicado en Facebook en junio de 2015.
Con respecto al mismo período, creo que también puede pensarse que las situaciones de emergencia social, política, económica posibilitan otras emergencias en lo que hace a acciones poéticas. Por ejemplo: la cantidad de editoriales independientes dedicadas a publicar poesía, que se siguen multiplicando y hasta conforman asociaciones o cooperativas; la sostenida aparición de blogs o sitios de difusión de poesía, reseñas, críticas (sobre todo frente a la dificultad de la publicación en papel y las limitaciones de circulación de este soporte); la aparición de cada vez más ciclos y festivales de poesía en distintos lugares del país. Creo que los años noventa pueden plantearse como un antecedente de este panorama. Pero al parecer la novedad de lo que emerge a partir de 2001 está vinculada a la extensión y la consolidación de ciertas redes: en Internet pero también fuera de la Web. La red, entonces, como espacio para la emergencia y como puente, como espacio a transitar de lo emergente: entendido como lo que viene de un lado y se (nos) dirige a otro. Este sería un punto para profundizar también.
Quería leerles ahora varios de los poemas que mencioné y hacer algunas breves observaciones sobre cada uno en particular. Comienzo con un texto de Silvia López, una poeta de la Ciudad de Buenos Aires. Este poema pertenece a su libro Cartografías.[3]
Plaza de Mayo, 20 de diciembre de 2001
Esta plaza tiene algo irreal
lo sospeché desde mi infancia
como si los autores
de los manuales escolares
se hubieran puesto de acuerdo
en la lluvia y el barro
en la moda de 1810
o en French y Beruti
como Batman y Robin.
Lo crucial no era más
que esa lluviosa figurita
comprada por centavos
al librero de la esquina
calcada torpemente
del Kapelusz
recortada del Billiken
a golpe de tijera
y pólvora de tiza.
Pero ¿qué había de fundamental?
¿Qué significaba la palabra revolución?
Mayo era fácil, porque gris
era un color y otoño
el frío que empezaba por las piernas
el cumpleaños de mi padre
olor a chocolate igual a fiesta patria.
En cuanto a revolución
algo tenía que ver
con las interminables alas del Cabildo
pero en lo más ciego de mis ojos
yace el primer encuentro
con los muñones brutales del edificio.
De esa mutilación, como de una costilla
no sé qué fe maltrecha
nacería.
La misma plaza, hoy
a punto de verano
pisoteados sus arriates
en lugar de aquel barro
gente con no sé qué
comunión en su diversidad
la ciudadanía en los hombros
curiosa y asombrada
como niño a babucha
y cuentas de festejos
del tanto mirar para otro lado
del sírvete que hay más.
Qué hago aquí, me pregunto.
Pantalón corto y claro
sandalias cómodas, por si hay que correr
sándwich a dos cincuenta por mazamorra de negra
mochila al hombro roja, anteojos de sol…
Pero qué instinto me llama a atestiguar
para volverme otra mancha incomprensible
de futuros manuales escolares
entre la multitud que la montada
y los hidrantes amenazan.
Y no lo sé:
he venido
como a una catedral
a tratar de creer en Dios.
El gas quema la garganta
me uno al éxodo
con lágrimas de bautismo
y apenas comprendo
que no se trata de huir:
es una romería que me arrastra
en su silencio embrionario
lo interrumpen las toses
como una plegaria
pero el ruego no sabe
dónde confiar su fe.
Entonces
la avenida de Mayo
se vuelve una visión
torpe de nitidez, como los sueños
mi silueta me abandona
se suma a la procesión como una peregrina más
entregada a ese sueño sin constancia
deambula entre lapidaciones y disparos
y humo y grito
a paso lento, lento
como si no fuera dueña
de los propios contornos
y sus músculos desdibujados
no tuvieran miedo a la emboscada
en cada bocacalle.
Fue en Hipólito Yrigoyen o en Alsina
donde una pareja le ofreció vinagre
para calmar el ardor en los ojos
le regalaban incluso el pañuelo, pero ella
(podía pensar en ese momento cosas así)
no quería ser la extraña que se llevara algo
que jamás recuperarían.
Siguió caminando
tuvo tiempo para volver sobre sus pasos
y recoger unas monedas
que se le habían caído, y en ese ruido
de las monedas contra el piso
oyó también el plomo que (después se supo)
eran los muertos multiplicándose
en distintos puntos de la ciudad y del país.
Poco más tarde experimentó algo increíble
cruzar la 9 de Julio fue pasar a otra dimensión
tuvo que ser así de metafísico
porque ahí nomás un tipo le dijo: ¡Lindas piernas!
porque no demasiado lejos
frente a la Facultad de Medicina
esos matasanos festejaban sus títulos
extraterrestres en carnaval de harina
como cerrar los ojos
como tirar el pan.
Este poema muestra la posibilidad de ser parte de un “nosotros” en presente, frente a la historia del manual escolar. La tercera persona junto al uso del tiempo pasado está destinada a hablar de un ellos (y delimitarlo); un ellos que son “los muertos” pero también los que pertenecen a la “otra dimensión” .
El propio cuerpo aparece frente a la violencia pública y se desdibuja frente al cuerpo de esos otros: “mi silueta me abandona/ […] como si no fuera dueña/ de los propios contornos…”. Y finalmente López pasa a la tercera persona en pasado para hablar de sí misma: “Fue en Hipólito Yrigoyen o en Alsina/ donde una pareja le ofreció vinagre…”
La forma de contar los hechos de diciembre de 2001 y la participación en ellos es diferente en este otro poema: “En la gasolinera”, de Susana Villalba,[4] donde la posibilidad de hablar de ese momento se da al tomar distancia: aparece el uso de la tercera y de la segunda persona (para hablar de sí misma, incluso). Les doy como ejemplo un fragmento que podría leerse como referido a cualquiera de las situaciones de emergencia que mencioné antes:
“Y si mañana no amanece, si mañana no separa las aguas de la arena, si llueve hasta que nadie nunca más respire más que agua. Como un pez detrás de la ventana girando en el propio olor siempre de sí, de la casa de sí, si es que no pasa a ser un no, una nunca, nada. Todos apostados cada uno en su puerta como si otro, cualquiera pudiera arrasar esa cajita musical donde juntaste un poco de tu nombre, es decir tus camisas, tus ollas, las fotos de cada navidad. Y antes que el día de año nuevo comenzara estabas siempre comenzando otra vez. Y otra vez a deambular en busca de un lugar donde dormir por una vez hasta mañana, como si cada noche no fuera un barco que se mueve demasiado porque no sabe a dónde va”.
Sólo en una frase aparece un “nosotros”: se pasa de la segunda persona del singular a esa primera persona del plural una única vez en todo el poema. Y en contraste con el poema anterior, en este, el cuerpo y la casa aparecen como el límite con el mundo:
“Las luces se prenden y se apagan, se prenden y se apagan en ventanas, dinteles, balcones. Al día siguiente un sol espléndido llama hacia su espejo imposible de mirar, esa soberbia festival mientras se hunde en el ocaso te anuncia que sólo tu mirada lo pierde sin que pierda realmente su lugar. Te vas moviendo hacia el oeste, iluminás la noche para fijarla en forma de ventana, es decir lo que en el mundo hace a tu cuerpo ahí, de la vereda para acá. Acá tu radio, tu lámpara encendida, cada cosa siempre en su lugar, o sea vos.
No es sólo tu infancia sino el mundo, tu mundo, tu barrio antiguamente mirando levantarse esos ladrillos señoriales, una cúpula, un cóndor planeando en una noche que después cayó sobre nosotros. Si nunca había nacido. Las marcas de la infancia, un auto Unión y al doblar el murallón de Canale se llegaba siempre a casa”.
Algo muy diferente podemos leer en el siguiente texto de la poeta comodorense Luciana Mellado:
Decimos no I
(Poema diario para acompañar a los cumpas en su marcha contra la megaminería)
El cuerpo sabe hablar
y habla.
Dice camino
y dice no
a la muerte.
Dice camino
y dice no
al saqueo.
El cuerpo sabe hablar
y habla.
Dice marchemos
por la ruta
paso a paso
juntémonos las partes
los nosotros,
este cuerpo de agua
espesa
cosida con mil hilos
de memoria.
Esas lenguas de oro
que hoy brillan
su abundancia
son la sequía
de nuestra propia
sed.
Las espigas soñadas
no son nuestro
alimento
ni nuestro sueño.
El cuerpo sabe hablar
y habla.
Camina
con los ojos abiertos.
En este poema, no sólo aparece el cuerpo (un cuerpo que sabe hablar) frente a la muerte, frente al saqueo, sino que surge el cuerpo colectivo, un nosotros que dice: “no al saqueo, marchemos”. El cuerpo es además el lugar de la memoria, también colectiva.
Algo distinto podemos leer en las antologías que mencioné previamente, que, a su vez, se plantean estrategias totalmente distintas (casi opuestas). De la antología Poemas por Mariano Ferreyra traigo el texto de la poeta cordobesa Irma Marc:
Mariano Ferreyra
El único cementerio es el olvido
Rodolfo Walsh
Mariano traspasa todos los ojos
de todas las agujas
que ningún rico traspasa,
y es de los felices infelices
que nunca se sentaran ¡guay! a la mesa
de los poderosos.
Mariano hace poesía con el cuerpo,
pone, sigue poniendo,
el cuerpo a las balas de los matones
que quieren asesinar la poesía.
Mariano es otro León,
ruge desde la muerte
haciendo crecer sus ojos,
dentro de nuestros ojos,
Lázaro que se levanta
y anda por nuestra boca,
silencio que se escucha,
mientras los muertos
fingen que respiran,
hundidos bajo las aguas del Diluvio.
que no es otra cosa que el olvido.
Mariano es otro Ulises que viaja
con los vientos del pueblo
hasta la Ítaca, impulsado por vientos populares,
les clava estacas a los Polifemos
y resiste a los encantos de la hechicera Circe,
que convierte en animales a los hombres del pueblo.
ni en cantos seductores de sirenas.
Firme y lejos, allá arriba en el mástil de la nave,
oteando hacia el futuro de la verde Ítaca,
aunque el Alba se demore.
Los poemas de esta antología están escritos en segunda o tercera persona. La primera persona aparece sólo para marcar la relación, incluso a la distancia, con la segunda persona, en la que se ubica a Mariano Ferreyra. Pero nunca se asume la voz de él, sino que se lo trae como ejemplo a seguir: Mariano es quien puso su cuerpo por los demás (que es el lugar del “nosotros”). Traigo como ejemplo de esto que digo también los últimos versos del poema “Morgan”, de Eugenia Cabral, de la misma antología:
“Alúmbranos, despéjanos, oriéntanos.
Y no nos dejes caer en el deseo de morir”.[5]
Por su parte, la antología compilada por Julián Axat a partir de la inundación de la ciudad de La Plata da una vuelta de tuerca a la propuesta colectiva. El colectivo asume la voz de cada uno: “las voces de los muertos”, ya que cada poema lleva como título el nombre de una de las víctimas de la inundación. Aparece entonces en este libro el uso constante, casi exclusivo, de la primera persona del singular. Casi la totalidad de los poemas están escritos en esa persona. La poesía es acá la que da el nombre, o afirma el lugar de cada nombre, que es lo que queda cuando el cuerpo es lo que se pierde. Elijo como ejemplo un texto:
Elba Ana Cisneros[6]
Esta ciudad no huele
a tilos secando
sobre las veredas.
Huele a barro, a podrido.
A muerte fresca y nueva,
huele a olvido.
Yo nunca pensé en palabras.
Cómo se verá ahora mi casa.
La pava o el mate en la cocina.
No recuerdo el frío o el miedo
de aquella que fue mi vida.
Nunca supe de los que corrieron.
Empapadas sus ropas,
extraviados sus ojos de lágrimas:
lluvia y mugre. Es lo que fueron.
No los vi, ni me vieron
en el silencio de la noche.
En el silencio de lluvia
trepándose a mi espalda:
eso sí que no se olvida.
Y aquellos que aún me sueñan
los que corrieron secos de espanto.
Que aún me esperan.
Que rompieron llantos
al amanecer y no recordaron
lo que tampoco.
Yo nunca me sentí cansada
hasta que no pude más.
Una no se deja tan fácil, tanto.
La carne húmeda no hace ruido.
Se confunde en el tumulto
del agua trepando.
Y eso tampoco se recuerda.
Cómo se verá ahora mi casa.
Cómo mis cosas ahora,
que solo queda a los poetas
la marca del agua.
Para terminar, quería traer también el poema “Leona”, de Claudia Masin.[7]
Leona
Las mujeres enfrentamos en la niñez un pozo profundísimo, parecido
a los cráteres que deja un bombardeo, e indefectiblemente caemos
desde una altura que hace imposible llegar al fondo
sin quebrarse las dos piernas. Ninguna sale intacta y sin embargo
suele decirse que se trata de un malentendido, que no hubo tal caída,
que todas las mujeres exageran. Lleva una vida completa
poder decir: esto ha pasado, fui dañada,
acá está la prueba, los huesos rotos,
la columna vertebral vencida, porque después
de una caída como esa se anda de rodillas, o inclinada,
en constante actitud de terror o reverencia. Muy temprano el miedo
es rociado como un veneno sobre el pastizal demasiado vivo
donde de otra manera crecerían plantas parásitas, en nada necesarias,
capaces de comerse en pocos días la tierra entera con su energía salvaje
y desquiciada. Aún así, siempre quedan algunos brotes vivos,
porque quien combate a esas plantas que se van en vicio,
después de un tiempo ya tiene suficiente, de puro saciado se retira
del campo baldío y a veces les perdona la vida
y se va antes de terminar la tarea. No es compasión,
es como si una tempestad se detuviera
porque ya fueron suficientes las vidas arrebatadas, las casas reducidas
a una armazón de palos y hierros desplomados,
que aun restauradas nunca podrían volver a ser las mismas.
La compasión, claro, es otra cosa
que haber saqueado una tierra con tal ferocidad que lo que queda
está tan malogrado que ya no sirve ni como alimento
ni como trofeo de guerra.
En el corto tiempo de gracia antes de la caída,
las mujeres, esos yuyos siempre demasiado crecidos,
andamos por ahí, perdidas y felices, esperando lo que no suele llegar:
la compañía del hermano que no tenga terror a lo desconocido,
a lo sensible. No el hermano que pueda impedir la caída
sino ese capaz de caer junto a nosotras,
desobedeciendo la ley que establece
la universalidad de la conquista, la belleza
de la bota del cazador sobre el cuello partido de la leona
y de su cría. El hermano incapaz de levantar su brazo para marcar a fuego
la espalda de la hermana, la señal que los separaría para siempre,
cada cual en el mundo que le toca: él a causar el daño, ella a sufrirlo
y a engendrar la venganza
del débil que un día se levanta, el esclavo
que incendia la casa del amo y se fuga
y elude el castigo. El mal está en la sangre hace ya tanto
que está diluido y es indiscernible del líquido
que el corazón bombea: el patrón ama esto y el hermano lo sufre,
tan malherido como la mujer a la que él debería
lastimar. El dolor sigue su curso, indiferente,
y el pozo sigue comiéndose vida tras vida, y seguirá,
a menos que algo pase,
un acto de desobediencia casi imposible de imaginar,
como si de repente el cazador se detuviera justo antes del disparo
porque sintió en la carne propia la agitación de la sangre
de su víctima, el terror ante la inminencia de la muerte,
y supo que formar parte de la especie dominante
es ser como una fiera que ha caído
en una trampa de metal que te destroza lentamente
cada músculo, cada ligamento,
para que te desangres antes de poder escapar.
El poema de Masin comienza con un “nosotros” que es el de las mujeres. El cuerpo, a lo largo del texto, es el espacio del daño, del peligro y de la lucha. La tercera persona aparece más adelante y va a hacer referencia al “hermano”, al “amo”, a la “hermana”, cuando se habla de la mujer en relación con el varón. Pero al final del poema, el cazador aparece como quien padece también. Y el último verso (“para que te desangres antes de poder escapar”) parece abarcar a ambos ya: el “hermano” y la “hermana”. Lo que el poema propone en este caso es la posibilidad de otro gesto de emergencia: “un acto de desobediencia casi imposible de imaginar/ como si de repente el cazador se detuviera justo antes del disparo”.
Notas
[1] Los poemas de Andi Nachon que tuve en cuenta pertenecen a Plaza real (La Bohemia, Buenos Aires, 2003).
[2] Los poemas de Carlos Aldazábal, que junto a las fotos de Silvia Castro conformaron la muestra El banco está cerrado, pueden leerse en: http://www.elbancoestacerrado.blogspot.com.ar/.
[3] Publicado por Huesos de Jibia, Buenos Aires, 2008.
[4] Pertenece a Plegarias, Nueva York, 2002; Buenos Aires, 2004. A continuación, el poema completo:
En la gasolinera
(20 de diciembre de 2001)
No era en la pantalla, era en la esquina, en la puerta, tampoco era una guerra, el huracán ahora sí arrancando una raíz. Que no salía, no hay, no estuvo nunca. El hongo vuelve a crecer en poco tiempo, la falta de pasión que cada uno siente por sí mismo, ningún nombre, lugar, tarea en que mirarse. Ni la tormenta continúa. Una ráfaga, disparos, truenos, cascos de caballos. Y una larga noche en que los fuegos se apagan despacio hasta la nada que crece otra vez. Como si nada. Crece como una pátina grasosa en el día, en los amigos, en un libro, en el cuerpo, en el café. Todo se opaca, todo cansa como el trabajo en lo que se echa a perder a cada paso. Nada cambia en lo que nunca es igual pero pasa, algo, siempre. Estaba ahí.
Estalla y se consume en encenderse, como el fuego. Después lo ves en la pantalla, en soledad otra vez cada uno se ve como un actor que fue de programar lo que no era, tan directamente en vivo que no llegó a escribir lo que será. Se cubrió la ciudad de escombros, de cenizas. Y el moho de la historia repetida.
Una limpieza de año nuevo, de muebles, tirar la agenda, los papeles, cañitas voladoras, jirones de guirnaldas que deja la tormenta. Que salgan los fantasmas, con velas, con puñados de sal en los rincones, con farolitos chinos y luces de bengala, cantos para alejarlos. Y otros fantasmas esperaban detrás de los roperos. Y otros. Siempre. Ni padre ni madre ni verguenza ni música ni hambre ni comida, ya, nada más que una piedra estallando contra un vidrio. Cada uno una piedra, es decir, ni siquiera triste.
Relámpago de furia y se es también la astilla de vidrio que alguien barre en la mañana, fragmento de la historia sin embargo, una luz en soledad acompañada. La piedra rompe el propio corazón donde otro corazón crece mañana, en pánico aunque habiéndose mirado por fin como alguien que se quiebra. Haberse visto en algo que sucede por su mano. Y espantado ya no recuerda qué desea. Un televisor. Ahora lo ves en la pantalla, pierde la vuelta y ya las sombras ganan antes de terminar el día.
Y si mañana no amanece, si mañana no separa las aguas de la arena, si llueve hasta que nadie nunca más respire más que agua. Como un pez detrás de la ventana girando en el propio olor siempre de sí, de la casa de sí, si es que no pasa a ser un no, una nunca, nada. Todos apostados cada uno en su puerta como si otro, cualquiera pudiera arrasar esa cajita musical donde juntaste un poco de tu nombre, es decir tus camisas, tus ollas, las fotos de cada navidad. Y antes que el día de año nuevo comenzara estabas siempre comenzando otra vez. Y otra vez a deambular en busca de un lugar donde dormir por una vez hasta mañana, como si cada noche no fuera un barco que se mueve demasiado porque no sabe a dónde va.
Las luces se prenden y se apagan, se prenden y se apagan en ventanas, dinteles, balcones. Al día siguiente un sol espléndido llama hacia su espejo imposible de mirar, esa soberbia festival mientras se hunde en el ocaso te anuncia que sólo tu mirada lo pierde sin que pierda realmente su lugar. Te vas moviendo hacia el oeste, iluminás la noche para fijarla en forma de ventana, es decir lo que en el mundo hace a tu cuerpo ahí, de la vereda para acá. Acá tu radio, tu lámpara encendida, cada cosa siempre en su lugar, o sea vos.
No es sólo tu infancia sino el mundo, tu mundo, tu barrio antiguamente mirando levantarse esos ladrillos señoriales, una cúpula, un cóndor planeando en una noche que después cayó sobre nosotros. Si nunca había nacido. Las marcas de la infancia, un auto Unión y al doblar el murallón de Canale se llegaba siempre a casa.
No se sabe qué se mueve, si afuera o adentro, no lográs quedarte en algún sitio. Una cubierta anuncia esta parada, Firestone, gomas quemadas, piedras. Este café bajo el cruce de todos los ramales de autopista, en el ojo centrífugo, en esa confluencia de diez puentes con una perfección de giros y niveles y luces que hacen de la ciudad un transatlántico, un árbol de navidad. Miles de luces blancas, rojas, en carriles que imaginan salir hacia algo más que la salida. Exit. Fast food dice un anuncio que se prende y apaga. El río está en alguna parte, se siente en las flores de aromo que llegaron con la lluvia. Una pista parece cortar en dos la catedral y el cartel de Dunlop. El olor de la nafta, de los tambores de gasoil que usó la barricada.
Pedís un café como quien pide que el mundo vuelva a dibujarse, tibio, familiar. El minimarket ofrece peluches, relojes, shampoo, pegamento, internet. Pedís un amuleto, pedís cigarrillos, pedís que el corazón encuentre una cara, una revista, cualquier cosa que parezca aunque falsa intimidad entre algo y algo de vos, mirás en el vidrio estallado, astillado pero ahí, sin caer. Algo blindado entre las mesas, la gente, los autos, todo se mueve y no, como una pista de baile con luz negra, todo enciende y apaga como el nombre del café, como en el vidrio un interior que parece estar afuera, alrededor sólo se ve adentro reflejado. Sentís que el único lugar es este tiempo.
Mañana se verá. De cualquier modo la gente se levanta, se recupera en la playa de estacionamiento, la noche de tomar el cielo por asalto. Estaba lejos. Estaba solo. Estaba vacío. Había que pintarle un sol, una casita. Papá, mámá, no es que no me acuerdo, es que me siento siempre ante un papel en blanco. Escribo que no sé si lo que veo es lo que desde afuera no se ve.
Los buitres ya planeaban sobre basura quemada en cada esquina. Pero eso fue anoche. Mañana, ahora, lo ves en la pantalla. Todo lugar tiene su sombra y no sabés dónde ponerte. Siempre dudás si lo que ven los otros es y no te conocés porque te ven sino porque mirás a todos lados desde ninguna parte del dibujo. En expulsar hay algo de parir, partirse un padre al que reclaman que no prestó atención. Pero la ausencia es una acción, nunca los tuvo. Nadie. Ya no se sabe quién ya no se ocupa del mundo, quién los deja una vez más. Y se abandonan. Otra vez.
En el puente peatonal un enorme Scalextric te pasa por encima, por debajo, los autos giran a la altura de tus ojos, carros hidrantes, ambulancias, una multitud ahora dispersa camina hacia el río por la avenida más ancha y más triste del mundo. En un guardarail una pintada pide un dios a imagen y semejanza de estos días.
[5] Llama la atención (y sería para pensar mejor) la aparición de lo religioso (católico) en varios de estos textos (López, Marc, Cabral).
[6] Poema de Dulce María, en La Plata Spoon River, compilación de Julián Axat, 2014.
[7] Extraído del perfil de Facebook de Claudia Masin, junio de 2015.
Galería de la serie El banco está cerrado, fotografías de Silvia Castro