Raymond Queneau: Ejercicios de estilo. Versiones de Mariano Fiszman y Martín Abadía

Nota y traducción: Mariano Fiszman y Martín Abadía
Queneau, por Man Ray, 1925

Raymond Queneau (El Havre, 1903 – París, 1976) estudió filosofía y matemática, y fue entre muchas otras cosas traductor y editor de Gallimard. Vinculado de joven con los surrealistas, fue cofundador y uno de los principales integrantes de Oulipo y miembro del Colegio de Patafísica. Entre sus libros más conocidos están Zazie en el metro, Odile, Cien billones de poemas, Siempre somos demasiado buenos con las mujeres y Obras completas de Sally Mara. Ejercicios de estilo es la obra más conocida de Raymond Queneau. Cuenta 99 veces, cada vez en un estilo diferente, una misma historia insignificante que tiene lugar en un colectivo parisino. Cruce de géneros, texto y artefacto, despliegue de voces y miradas, recorte de una realidad polisémica que es juego: Exercices de style apareció en 1947, revelando una nueva forma de construir y deconstruir el discurso en torno a una historia. Es una obra conformada por 99 textos cortos, de los que se han elegido veinte, que aparecen aquí en el orden del manuscrito original, aunque no son
correlativos.


Notas

En el S, en hora de afluencia. Un tipo de unos 26 años, sombrero
blando con cordón en vez de cinta, cuello demasiado largo como si lo
hubieran estirado hacia arriba. La gente baja. El tipo en cuestión se irrita
con un vecino. Le reprocha que lo empuja cada vez que pasa alguien.
Tono llorón que quiere ser malicioso. Como ve un asiento libre, corre a
sentarse.
Dos horas después, vuelvo a verlo en Cour de Rome, delante de la
estación Saint-Lazare. Está con un compañero que le dice: “Deberías
hacer que le pongan un botón suplementario a tu sobretodo”. Le muestra
dónde (en el escote) y por qué.


Por partida doble

Hacia la mitad del día y a mediodía, yo subía y me encontraba en la
plataforma y el balcón trasero de un autobús y de un vehículo de
transporte colectivo atestado y casi repleto de la línea S que va de
Contrescarpe a Champerret. Vi y noté a un hombre joven y un
adolescente maduro bastante ridículo y no poco grotesco: cuello flaco y
cogote descarnado, cordón y cordel alrededor del sombrero y
chambergo. Después de unos empujones y una confusión, dice y profiere
con una voz y un tono lacrimosos y llorones que su vecino y compañero
de viaje se dedica expresamente y se empeña en empujarlo e
importunarlo cada vez que alguien desciende o sale. Declarado eso y
después de haber abierto la boca, se precipita y se dirige hacia un lugar y
un asiento vacíos y libres.
Dos horas después y ciento veinte minutos más tarde, lo vuelvo a ver y
lo reencuentro en Cour de Rome y delante de la estación Saint-Lazare.
Está y se encuentra con un amigo y compañero que le aconseja y lo
incita a hacer que agreguen y cosan un botón y un broche a su
impermeable y abrigo.


Metafóricamente

En el centro del día, arrojado en el montón de sardinas viajeras de un
coleóptero de vientre blancuzco, un pollo de largo cuello desplumado
arengó de repente a una de ellas, pacífica, y su lenguaje se desplegó por
los aires, húmedo de protesta. Luego, atraído por un abismo, el pichón
se precipitó.
En un triste desierto urbano, volví a verlo ese mismo día mientras
abofeteaban su arrogancia por un botón cualquiera.


Carta oficial

Tengo el honor de informarle los hechos siguientes, de los que tuve
oportunidad de ser un testigo tan imparcial como horrorizado.
Hoy mismo, alrededor de mediodía, me encontraba en la plataforma
de un autobús que subía la calle de Courcelles en dirección a la plaza
Champerret. Dicho autobús estaba repleto, incluso más que repleto, me
atrevería a decir, puesto que el cobrador había admitido como sobrepeso
a varios solicitantes, sin motivo válido e impulsado por una bondad de
alma exagerada que lo llevaba a hacer caso omiso del reglamento y que,
en consecuencia, rozaba la indulgencia. En cada parada, las idas y
venidas de los viajeros que descendían y ascendían no dejaban de
provocar ciertos empujones que incitaron a uno de los presentes a
protestar, no sin timidez. Debo decir que éste fue a sentarse en cuanto le
resultó posible.
Agregaré a mi breve relato esta adenda: tuve la ocasión de distinguir a
ese viajero poco tiempo después en compañía de un personaje que no he
podido identificar. La animada conversación que mantenían parecía
tener relación con temas de naturaleza estética.
Dadas estas condiciones, le ruego tenga a bien, Señor, indicarme las
consecuencias que debo extraer de estos hechos y la actitud que usted
crea oportuna que adopte en la conducta de mi vida subsiguiente.
A la espera de su respuesta, le expreso, Señor, la perfecta
consideración de este como mínimo atento servidor.


Insistencia

Un día, hacia el mediodía, subí a un autobús casi repleto de la línea S.
En un autobús casi repleto de la línea S, había un joven bastante ridículo.
Yo subía al mismo autobús que él, y este joven, que había subido antes
que yo a ese mismo autobús de la línea S, casi repleto, hacia el mediodía,
llevaba en la cabeza un sombrero que me parecía bastante ridículo, a mí
que había subido al mismo autobús que este joven, de la línea S, un día,
hacia el mediodía.
Ese sombrero estaba rodeado por una especie de galón trenzado
parecido a un forrajero, y el joven que lo llevaba, ese sombrero —y ese
galón— se encontraba en el mismo autobús que yo, un autobús casi
repleto porque era mediodía; y, bajo ese sombrero, cuyo galón imitaba a
un forrajero, se extendía un rostro seguido de un largo, largo cuello. ¡Ah!
qué largo era el cuello de ese joven que llevaba un sombrero rodeado de
un forrajero, en un autobús de la línea S, un día hacia el mediodía.
Los empujones eran muchos en el autobús que nos transportaba hacia
la terminal de la línea S, un día hacia el mediodía, a mí y a este joven
bajo cuyo sombrero ridículo se situaba un cuello largo. De los choques
que se producían, resultó de golpe una protesta, protesta que surgió de
este joven que tenía un cuello tan largo en la plataforma de un autobús
de la línea S, un día hacia el mediodía.
Hubo una acusación formulada con voz húmeda de dignidad herida,
porque en la plataforma de un autobús S un joven tenía un sombrero
munido de un forrajero y un largo cuello. Hubo también un asiento vacío
ahí en ese autobús de la línea S casi repleto porque era mediodía, asiento
que muy pronto ocupó el joven de cuello largo y sombrero ridículo,
asiento que codiciaba porque ya no quería que lo empujaran en esa
plataforma de autobús, un día, hacia el mediodía.
Dos horas más tarde, volví a verlo delante de la estación Saint-Lazare,
a este joven en quien me había fijado en la plataforma de un autobús de
la línea S, ese mismo día, hacia el mediodía. Estaba con un compañero
de su calaña que le daba un consejo relativo a cierto botón de su
sobretodo. El otro lo escuchaba con atención. O sea, este joven que tenía
un forrajero alrededor del sombrero, y al que vi en la plataforma de un
autobús de la línea S, casi repleto, un día, hacia el mediodía.


Polípotes

Subí a un autobús lleno de contribuyentes que le daban dinero a un
contribuyente que tenía sobre su barriga de contribuyente una cajita que
contribuía a permitirles a los otros contribuyentes continuar su trayecto
de contribuyentes. Observé en ese autobús a un contribuyente con largo
cuello de contribuyente y cuya cabeza de contribuyente sostenía un
sombrero blando de contribuyente ceñido de una trenza como nunca
ningún contribuyente usó. De repente dicho contribuyente llamó la
atención de un contribuyente vecino reprochándole amargamente que
pisara a propósito sus pies de contribuyente cada vez que otros
contribuyentes subían o bajaban del autobús para contribuyentes. El
contribuyente irritado fue a sentarse en el lugar para contribuyentes que
acababa de dejar libre otro contribuyente. Algunas horas de
contribuyente más tarde, lo distinguí en Cour para contribuyentes de
Rome, en compañía de un contribuyente que le daba consejos de
elegancia de contribuyente.


Ampuloso

A la hora en que comienzan a resquebrajarse los dedos rosas de la
aurora, subí yo cual dardo veloz a la poderosa estatura y los ojos de vaca
de un autobús de la línea S, la de sinuoso trayecto. Reparé, con la
precisión y agudeza del indio que va camino a la guerra, en la presencia
de un joven cuyo cuello era más largo que aquel de la jirafa de pies
veloces, y cuyo fláccido sombrero de fieltro ornábase de una trenza, cual
héroe de un ejercicio de estilo. La funesta Discordia de senos de hollín
vino con su boca infecta por la privación de dentífrico, la Discordia,
digo, vino a soplar su virus ruin entre este joven de cuello de jirafa y
trenza en torno al sombrero y un viajero de aspecto indeciso y farináseo.
Aquél se dirigió en estos términos a éste: “A ver, usted, ¡diríase que me
pisa adrede!” Habiendo dicho estas palabras, el joven de cuello de jirafa
y trenza en torno al sombrero acudió raudo a sentarse.
Más tarde, en las majestuosas proporciones de Cour de Rome, divisé
nuevamente al joven de cuello de jirafa y trenza en torno al sombrero
acompañado por un amigo árbitro de la elegancia que profería esta
crítica que alcancé a oir con oído ágil, crítica dirigida a la prenda más
externa del joven de cuello de jirafa y trenza en torno al sombrero:
“Deberías reducir el escote por medio del añadido o la elevación de un
botón en la perifería circular”.


Apóstrofo

Oh estilográfica de pluma de platino, que tu curso veloz y sin
desaveniencias trace sobre el papel de dorso satinado los caracteres
alfabéticos que transmitirán a los hombres de gafas relucientes este relato
narcisista de un doble encuentro de índole autobusilística. Valiente corcel
de mis sueños, camello leal de mis hazañas literarias, esbelta fuente de
palabras contadas, sopesadas y escogidas, describe las curvas
lexicográficas y sintácticas que formarán gráficamente la narración fútil e
irrisoria de los hechos y gestos de ese joven que un día tomó el autobús S
sin sospechar que se convertiría en el héroe inmortal de mis laboriosos
trabajos de escritor. Mequetrefe de largo cuello rematado por un
sombrero al que abrazaba un galón trenzado, cascarrabias incansable,
protestón y sin coraje que, huyendo de la pelea, fuiste a posar tu trasero
cosechador de patadas en el culo sobre una banqueta de madera
endurecida, ¿sospechabas este destino retórico cuando, delante de la
estación Saint-Lazare, escuchaste con oídos exaltados los consejos de
sastre de un personaje al que inspiraba el botón superior de tu sobretodo?


Torpe

No tengo la costumbre de escribir. No sé. Me gustaría escribir una
tragedia o un soneto o una oda, pero hay reglas. Eso me fastidia. No está
hecho para aficionados. Todo eso ya se escribió bastante mal. En fin. En
todo caso hoy he visto algo que me gustaría poner por escrito. Poner por
escrito no me parece gran cosa. Debe ser una de esas expresiones hechas
que rechazan los lectores que leen para editores que buscan la
originalidad que les parece necesaria en los manuscritos que los editores
publican cuando han sido leídos por lectores que rechazan las
expresiones hechas del tipo “poner por escrito” que sin embargo es lo
que yo quisiera hacer con algo que he visto hoy aunque no sea más que
un aficionado al que le fastidian las reglas de la tragedia, del soneto o de
la oda ya que no tengo la costumbre de escribir. Mierda, no sé cómo he
hecho pero he vuelto al principio. Nunca voy a poder salir adelante. Qué
importa. Tomemos al toro por las astas. Otra banalidad más. Y además
ese tipo no tenía nada de toro. Eso me gustó. Si escribiera: tomemos a
este engreído por la trenza de su sombrero blando de fieltro enmangado
por un largo cuello, quizá sería original. Quizá me haría conocer a los
señores de la Academia Francesa, del Flore y de la calle Sébastien-
Bottin. Por qué no podría hacer progresos después de todo. Es
escribiendo que nos hacemos escribistas. Esta es mejor todavía. Igual,
hay que tener mesura. Eso le faltaba al tipo de la plataforma del autobús
cuando empezó a echarle la bronca al otro con la excusa de que éste lo
pisaba cada vez que se apretujaba para dejar subir o bajar pasajeros. Para
peor, después de haber protestado así, fue rápidamente a sentarse en
cuanto vio un asiento libre adentro, como si le temiera a los golpes.
Bueno, ya he contado la mitad de mi historia. Me pregunto cómo he
hecho. Igual es agradable escribir. Pero sigue siendo lo más difícil. Lo
más peliagudo. La transición. Sobre todo si no hay transición. Prefiero
parar.


Soneto

De lampiña vajilla y trenzado sombrero,
un flaco insolente de cuello melancólico
y largo se aprestaba, cotidiano cólico,
a tomar un autobús lleno de pasajeros.

Vino uno, era un diez o quizá fuera un S.
Su plataforma, fútil apéndice final,
en su seno minúsculo cargaba un carnaval
de ricachos que encendían cigarros ingleses.

El pichón de jirafa de la primera estrofa,
subido a esa tarima enfrenta a un paisano
que -según él- lo estaba pisando, y lo apostrofa.

Para salir del lío, ve un asiento habitable
y lo ocupa. Pasan horas. Volviendo, un fulano
acerca de un botón observaba su impermeable.


Olfativo

En ese S meridiano había, aparte del olor habitual, olor a bebé, a
ceder, a efigie, a hachís, a joto, a can, a elemento enhiesto, a opérculo, a
res, a té, a un ver doble ¿ves?, a esquí y griega seta, había cierto aroma a
largo cuello juvenil, cierta transpiración a galón trenzado, cierta acritud
de sarna, cierta pestilencia cobarde y constipada tan marcadas que
cuando dos horas más tarde pasé por delante de la estación Saint-Lazare
las reconocí y las identifiqué en el perfume cosmético, fashionable y
tailoresco que emanaba de un botón mal colocado.


Visual

En su conjunto es verde con un techo blanco, alargado, con cristales.
No es algo que podría hacer cualquiera, eso, los cristales. La plataforma
es sin color, es mitad gris mitad marrón si queremos. Está sobre todo
lleno de curvas, de montones de eses por así decirlo. Pero tan al
mediodía, hora de afluencia, es una maraña de enredos. Para hacerlo
bien habría que extender más allá del magma un rectángulo de ocre
pálido, plantar en un extremo un óvalo ocre pálido y justo encima pegar
un sombrerete ocre más oscuro al cual rodee una trenza tierra de Siena
ardiente y encima entremezclada. Pondría luego una mancha caca de
oca que represente la ira, un triángulo rojo que exprese la cólera y una
meada verde que muestre la hiel contenida y el pavor temeroso.
Después dibujaría una de esas lindas gabardinas tan monas, azul
marino con, en lo alto, justo debajo del escote, un lindo botoncito muy
mono dibujado justo ahí.


Reacccionario

Naturalmente, el autobús iba casi repleto, y el cobrador era
desagradable. El origen de todo esto hay que buscarlo en la jornada de
ocho horas y los proyectos de nacionalización. Y en que los franceses
carecen de organización y de sentido cívico; si no, no sería necesario
repartirles números de orden para tomar el autobús —orden es la palabra
justa. Aquel día éramos casi diez los que esperábamos bajo un sol
abrumador y, cuando llegó el autobús, sólo había dos asientos, y yo era
el sexto. Por suerte dije “Justicia”, mostrando una vaga tarjeta con mi
foto y una banda tricolor que la cruzaba —eso siempre impresiona a los
cobradores— y subí. Naturalmente, yo no tengo nada que ver con la
innoble justicia republicana y tampoco iba a perderme un almuerzo de
negocios importante por una vulgar historia de números. En la
plataforma íbamos apretujados como arenques en un barril. Siempre
sufro esta repugnante promiscuidad. Lo único que puede compensar a
veces este fastidio es el contacto encantador del trasero bamboleante de
una linda lolita. ¡Ah, juventud, juventud! Pero no nos excitemos.
Aquella vez sólo había hombres a mi alrededor, uno de los cuales era
una especie de rarito de cuello desmesurado que llevaba en torno a su
sombrero blando una suerte de trenza en vez de cinta. Como si no
hubiera que enviar a todos estos tipos a trabajar al campo. A levantar las
ruinas por ejemplo. Las de los anglosajones sobre todo. En mis tiempos
éramos de Acción Francesa, y nada de swing. Resulta que este granuja se
permite de pronto reñir con un antiguo combatiente, uno de verdad, de
la guerra del 14. ¡Y el otro que no contrataca! Cuando uno ve algo así se
da cuenta de que el Tratado de Versalles ha sido una fantochada. En
cuanto al bribón, se precipitó sobre un asiento libre en vez de dejárselo a
una madre de familia. ¡Qué tiempos!
Pues bien, al mocoso pretencioso volví a verlo, dos horas más tarde,
delante de Cour de Rome. Estaba en compañía de otro rarito de la
misma calaña, que le daba consejos sobre su atuendo. Se paseaban de
un lado al otro, ambos, en vez de ir a romper los escaparates de un
comité comunista y quemar libros. ¡Pobre Francia!


Definicional

En un gran vehículo automotor público de transporte urbano
designado con la vigésima letra del alfabeto, un muchacho excéntrico
con un sobrenombre puesto en París en 1942, que tenía la parte del
cuerpo que une la cabeza a los hombros extendiéndose a cierta distancia
y que llevaba sobre la extremidad superior del cuerpo un sombrero de
forma variable rodeado por una cinta gruesa urdida a manera de trenza,
ese muchacho excéntrico, digo, imputándole a un individuo que iba de
un lugar a otro la falta consistente en mover sus pies uno tras otro
encima de los suyos, se aprestó a ocupar un mueble dispuesto para
sentarse, mueble que se había desocupado.
Ciento veinte minutos más tarde, lo vi de nuevo delante del conjunto
de edificios y vías de un ferrocarril donde se lleva a cabo el depósito de
mercancías y el embarque o el desembarque de pasajeros. Otro
muchacho excéntrico con un sobrenombre puesto en París en 1942 le
proporcionaba opiniones sobre lo que conviene hacer con un círculo de
metal, de asta, de madera, etc., cubierto o no de tela, que sirve para
abrochar las prendas, en este caso una prenda masculina que se lleva
encima de las demás.


Verso libre

el autobús
lleno
el corazón
vacío
el cuello
largo
la cinta
trenzada
los pies
planos
planos y aplastados
el asiento
vacío
y el inesperado encuentro cerca de la estación con mil
luces apagadas
de ese corazón de ese cuello de esa cinta de esos pies
de ese asiento vacío


Por delante por detrás

Un día por delante hacia mediodía por detrás en la plataforma por
delante trasera por detrás de un autobús por delante más o menos repleto
por detrás, distinguí por delante a un hombre por detrás que tenía por
delante un cuello largo por detrás y un sombrero por delante rodeado de
un galón trenzado por detrás en lugar de cinta por delante. De repente
empezó por detrás a echarle la bronca por delante a un vecino por detrás
que, decía él por delante, le pisaba por detrás los pies por delante, cada
vez que subían por detrás pasajeros por delante. Luego fue por detrás a
sentarse por delante, ya que un lugar por detrás había quedado libre por
delante.
Un poco más tarde por detrás volví a verlo por delante delante de la
estación Saint-Lazare por detrás con un amigo por delante que le daba
por detrás consejos de elegancia.


Gastronómico

Después de una espera gratinada bajo un sol de manteca negra,
terminé subiendo a un autobús pistacho que bullía de clientes como
gusanos en un queso muy maduro. Entre ese montón de tallarines,
observé un gran fósforo con un cuello largo como un día sin pan y una
torta sobre la cabeza rodeada por una especie de hilo para cortar
manteca. Este ternero empezó a hervir porque un papafrita (además
borracho) le sazonaba las patas de pollo. Pero rápidamente dejó de darle
a la lengua para vertirse en un molde que había quedado vacío.
Estaba haciendo la digestión en el autobús de regreso cuando, delante
de la cafetería de la estación Saint-Lazare, volví a ver a ese tipo medio
mala leche con un pavo que le comía el coco sobre la manera en que
estaba decorado. El otro estaba frito.


Modern Style

En un autobús, un día, hacia el mediodía, me ocurrió asistir a la
pequeña tragicomedia siguiente. Un engreído, aquejado por un largo
cuello y, cosa extraña, por una cuerdecita en torno al bombín (moda que
causa furor pero que yo desapruebo), valiéndose de pronto de una
enorme prisa, interpeló a su vecino con una arrogancia que apenas
disimulaba un carácter probablemente apático, y lo acusó de pisotear de
modo sistemático sus zapatos de charol cada vez que subían o bajaban
damas o caballeros que se dirigían a la puerta de Champerret. Pero este
muñeco no esperó una respuesta que sin duda lo hubiera dejado en el
suelo, y trepó vivamente al segundo piso donde lo esperaba un asiento
libre, pues uno de los ocupantes de nuestro vehículo acababa de poner
un pie sobre el asfalto blando de la vereda de la plaza Pereire.
Dos horas más tarde, cuando yo mismo me encontraba en ese segundo
piso, divisé al mocoso del cual acabo de hablar que, al parecer, disfrutaba
mucho con la conversación de un pituco que le daba consejos selectos
sobre cómo cerrar bien el cardigan hacia lo alto.


Interjecciones

¡Chist! ¡Vamos! ¡Ah! ¡Oh! ¡Umm! ¡Ah! ¡Puff! ¡Eh! ¡Toma! ¡Oh! ¡Bah!
¡Puaj! ¡Ay! ¡Buu! ¡Ay! ¡Eh! ¡Ey! ¡Vamos! ¡Buah!
¡Toma! ¡Eh! ¡Bah! ¡Oh! ¡Vamos! ¡Bueno!


Inesperado

Los muchachos estaban sentados en torno a una mesa de café cuando
Albert se les unió. Estaban René, Robert, Adolphe, Georges y Théodore.
— ¿Qué tal? — preguntó cordialmente Robert.
— Bien — dijo Albert.
Llamó al camarero.
— Para mí, va a ser un Picon —dijo.
Adolphe se volvió hacia él.
— ¿Entonces, Albert? ¿Qué hay de nuevo?
— No mucho.
— Hace buen tiempo —dijo Robert.
— Un poco frío — dijo Adolphe.
— Oye, hoy vi algo gracioso —dijo Alberto.
— Igual hace calor —dijo Robert.
— ¿Qué? —preguntó René.
— En el autobús, camino al almuerzo —respondió Albert.
— ¿Cuál autobús?
— El S.
— ¿Qué fue lo que viste? —preguntó Robert.
— Dejé pasar por lo menos tres antes de poder subirme.
— A esa hora no me extraña —dijo Adolphe.
— Entonces, ¿qué fue lo que viste? —preguntó René.
— Íbamos apretujados —dijo Albert.
— Buena ocasión para un pellizcón.
— ¡Bah! —dijo Albert—. No es eso.
— Cuenta entonces.
— A mi lado había un tipo raro.
— ¿Cómo? — preguntó René.
— Alto, flaco, con un cuello raro.
— ¿Cómo? — preguntó René.
— Como si lo hubieran estirado hacia arriba.
— Como si lo hubieran elongado —dijo Georges.
— Y su sombrero, pienso ahora: un sombrero rarísimo.
— ¿Cómo? —preguntó René.
— Sin cinta, pero con un galón trenzado alrededor.
— Curioso —dijo Robert.
— Además —continuó Robert— era un quejoso ese tipo.
— ¿Por qué? —preguntó René.
— Empezó a echarle la bronca al que estaba al lado.
— ¿Por qué? —preguntó René.
— Aseguraba que lo había pisado.
— ¿Adrede? —preguntó Robert.
— Adrede —dijo Albert.
— ¿Y luego?
— ¿Luego? Fue a sentarse, así de simple.
— ¿Es todo? —preguntó René.
— No. Lo más curioso es que volví a verlo dos horas más tarde.
— ¿Dónde fue eso? —preguntó René.
— Delante de la estación Saint-Lazare.
— ¿Qué hacía ahí?
— No lo sé —dijo Albert—. Se paseaba de un lado a otro con un
amigo que le hacía notar que el botón de su abrigo estaba puesto muy
abajo.
— En efecto, es el consejo que yo le daba —dijo Théodore.



Martín Abadía (Buenos Aires, 1981). Es traductor del francés y del inglés. En 2016 obtuvo la beca del Centre National du Livre y efectuó residencias de traducción en el College de Traducteurs Litteraires (Arles, Francia) y en el International Writers’ & Translators’ Centre of Rhodes (Rodas, Grecia). Ha traducido, entre otros, a René Crevel (Mi cuerpo y yo, Madrid, 2012), Jack Kerouac (Doctor Sax, Madrid, 2013), Jean Cocteau (Opio, Buenos Aires, 2017), Jacques Vaché (Cartas de guerra, Buenos Aires, 2013), Antonin Artaud (Mensajes revolucionarios, Buenos Aires, 2019), Peter Heller (El principiante, Madrid, 2020) y las antologías de entrevistas a David Bowie y Leonard Cohen, Bowie por Bowie (Buenos Aires, 2018) y Cohen por Cohen (Buenos Aires, 2019). Actualmente reside en la ciudad de La Plata.

Mariano Fiszman (Buenos Aires, 1965). Es escritor, traductor y coordinador de talleres de escritura. Tradujo, entre otros autores, a Guillaume Apollinaire (Y que todo tenga un nombre nuevo. Selección, traducción y prólogo. Ed. Griselda García-Ed. del Dock, Buenos Aires, 2019); Jean-Jacques Rousseau (Las ensoñaciones del paseante solitario, trad. y prólogo, Buenos Aires, Losada, 2013); Marcel Proust (Contra Sainte-Beuve, trad. y prólogo, Buenos Aires, Losada, 2011); Annie Le Brun (No se encadena a los volcanes, ensayo sobre Sade, Buenos Aires, Argonauta, 2011; Marcel Schwob (Vidas imaginarias, trad. y prólogo, Buenos Aires, Losada, 2010); y poemas de Rimbaud, Baudelaire, Gherasim Luca y Jacques Roubaud, publicados en diferentes revistas y páginas de internet.