Mi propio, personal, Charly
Por Sandra Gasparini
Charly siempre va a ser para mí el que nace con Vida y llega hasta el Unplugged de MTV. No puedo evitar pensarlo así. Es absolutamente arbitrario, claro. Cuando digo “Charly”, o alguien lo nombra, evoco esas imágenes que lo muestran o bien lampiño en los setentas o de cabello largo y enrulado y bigote bicolor, como se lo veía en La Máquina de Hacer Pájaros o en Serú Girán. También es, en ocasiones, el de los raros peinados nuevos de Piano Bar. A partir del contacto temprano con la música de Charly, mi vida de nena que escuchaba The Beatles, Leonardo Favio y Sandro en los setentas comenzó a ondular, modelada por esas ideas que no eran congruentes con las instituciones que pretendían ajustarme, hacia otro lado –al que también me llevaban las canciones del Flaco Spinetta-. Pienso que han pasado casi cuarenta y nueve años de Vida, de Sui Generis -que Charly integrara originalmente junto con Nito Mestre-, grabado entre agosto y octubre de 1972, y siento un calor que me sube desde el centro del pecho (¿es angustia, nostalgia?). Canciones de dos minutos y medio. La simpleza de la tapa, minimalista entre tanta psicodelia, subraya su condición de clásico: dos jóvenes sentados, displicentemente, contra una pared mal revocada, conversando, en remeras y pantalones de botamangas acampanadas. Precariedad y frescura. Yo quería unos pantalones de jean así, patas de elefante, y se los pedí a mi mamá, aunque después del 76 casi no se conseguían. Ella me los hizo.
Fue “Canción para mi muerte” la que me obligó a conceptualizar la llegada de la parca por primera vez. La muerte se humanizaba y la vida tenía un deadline: imposible palpitarlo a los nueve años de ese entonces. “Necesito” modelizaba (y esencializaba) un ideal de mujer que no discutía tanto con el hegemónico pero que tampoco se parecía a lo que las chicas de mi barrio no queríamos ser. En “Estación” se pasaba de esa “eterna compañera” –en una figura de equiparación- a un desnivel brutal como el de “para despertarse [la compañera] dentro de su dueño”, mientras que el “cuando discutimos de nuestros proyectos” de “Quizás porque” subrayaba una momentánea horizontalidad. La discusión sobre la instituciones que siempre y tanto molestaron a Charly se asomaba en “Dime quién me lo robó”. De modo que con ese atado de verdades de a puño yo iba construyendo mi decálogo de la perfecta rockera, eternamente disconforme y disidente, que criticaba la medianía, los grises del sombrero de Natalio Ruiz, y estaba atenta a cuando llegara el momento de reírme fuerte de la hipocresía burguesa, como proponía “Mariel y el capitán”, ese cuento de terror con humor negro que hace tándem con “Mr. Jones”, de Confesiones de invierno (1973). Era ese potente y “poderoso tiempo que nos toca” de “Amigo vuelve a casa pronto”: “Cuéntame todo, cámbiame todo/Necesito hoy tu resurrección/Tu liberación/Tu revolución”.
En “Cuando comenzamos a nacer” ya puede advertirse esa máquina de sentencias memorables que es Charly: “Mejor seguir, mejor soñar/ Que lo que vale no es el día/ Pero el sol está/ No es de papel, es de verdad”, junto con otras de Confesiones como “Dios es empleado en un mostrador/ da para recibir”. Por supuesto que en ese álbum, el siguiente,se abre esa máquina imparable de hits que no se detiene (y se campamentiza el cancionero de Sui: “Rasguña las piedras”, “Aprendizaje”, “Lunes, otra vez”, etc.) y en Pequeñas anécdotas sobre las instituciones (1974) se electrifica el registro folk con los sintetizadores, y esa electricidad carga de tensión a las letras: a la sátira social se agrega la preocupación por la represión de los cuerpos y las ideas («Las increíbles aventuras del Señor Tijeras», modificada para ser registrada, como varias otras; «Botas Locas» y «Juan Represión», no incluidas en el disco a causa de la censura), y a las dos voces armonizadas, se suma un colchón prog apoyado por las líneas de bajo de Rinaldo Rafanelli (recientemente fallecido) y los parches y percusión de Juan Rodríguez. Se llena de gritos y extraños sonidos la frescura inicial del dúo, y alcanza una dimensión mucho más compleja también gracias al aporte de los músicos invitados. La tapa es una muestra de esa oscuridad que será materia del disco y un emblema profético del inmediato porvenir nacional. No obstante, no fue apreciado por ciertos sectores del público contemporáneo el carácter innovador y rebelde ni de esa lírica ni de esa aproximación al rock progresivo. Para algunos iluminados, Sui Generis era “blando” o “comercial”.
Pude escuchar a Charly en concierto en Obras Sanitarias con Serú Girán recién en los ochentas. Fue lo más parecido a tocar el cielo con las manos. En febrero de 1982, en un concierto de carnavales que reunía en el mismo escenario a Virus, Porchetto y Dulces 16 divisé, casualmente, entre la multitud que aplaudía sentada en las gradas, a un Charly –que había tocado teclas en el disco de la última banda- atentísimo al escenario junto a la cercana consola de sonido. Con mis amigas no pudimos evitar proferir un impúdico “¡Charly!”, que él aplacó con el universal gesto de la enfermera del cuadro: quería, aunque no podía, disfrutar de incógnito del show. My own, personal, Charly, cobrará fuerza después con la trilogía dorada (Yendo de la cama al living, Clics Modernos y Piano Bar, a la que podría agregar Parte de la religión), en la que se vuelve cada vez más autorreferencial, y regresa a menudo en la escucha del Unplugged, reanimado en ese ethos rockero que reverbera en “yo fui educado con odio/ y odiaba a la humanidad (bueno, todavía odio a alguno)”.
Sandra Gasparini es Doctora el Letras, especializada en literatura argentina y latinoamericana. Dirige el proyecto UBACyT Escrituras disidentes: terror, desplazamientos y política en la literatura argentina.