Sobrevivir a 1984: Charly García y su Piano bar
Por Gustavo Álvarez Núñez
Un fuck you enorme. Eso implica para Charly García Piano bar (SG, 1984), uno de los discos con más favoritos entre sus seguidores. “Un mal momento en mi vida”, desliza en el perfil que traza Eduardo Berti en su clásico Rockología – Documentos de los 80 (hace poco vio la luz la cuarta edición vía Gourmet Musical).
¿Cómo es que una obra con tanta urgencia y tanta visceralidad, más cercana a Pescado Rabioso que a esa perfección envasada que siempre lo marcó hasta fines de los años 80, le genere a García una distancia y un desapego tan considerables cuando en verdad tendría que estar orgulloso de haber producido una gema de 35 minutos (de vida)?
La pregunta es: ¿por qué? ¿Por qué uno de sus discos más emblemáticos, donde se respira la piel, donde se escucha la sangre, resulte ser para García casi el testimonio de algo aterrador, casi como el caballo que espera el abrazo de Nietzsche? En los papeles, 1984 fue un año complicado para el artista, más convocado por los titulares en las páginas de policiales que en las de la revista Pelo, el magazine rockero de esos tiempos.
Justamente al requerimiento del periodista y letrista Osvaldo Marzullo –escribió la lírica de “Es por amor” de GIT, por ejemplo– sobre cómo estaba su estado de animo en un 1985 que arrancaba, García subraya: “Yo sé que con todas las noticias que di este año –creo que salí más veces en policiales que en la Pelo– mucha gente debe pensar que estoy loco. Yo quiero decirle a la gente que lo que hago no lo hago de loco sino de cuerdo. No me banco un montón de cosas y estoy peleando por mis derechos. Yo siento que la gente nunca me tiró tan buena onda como ahora y eso me da mucha fuerza”.
Además, a los desencuentros con la autoridad policial y las instituciones democráticas –el municipio de Luján desechó la organización de un festival en la primavera debido a la presencia en la lista de García: los artistas “no guardan ajustada relación con la tradición y el acervo lujanense que se enlaza más con el folklore nacional que con expresiones totalmente ajenas a nuestro idioma y a nuestras costumbres”, sentenció–, hay que sumarle su pelea con Daniel Grinbank, su segundo manager histórico: “El motivo de la separación: Grinbank vendió el catálogo de SG (y también el de DG) a Pelo Aprile, histórico hombre de la industria discográfica local desde fines de los años setenta y propietario del sello Interdisc”.[1]
Ese mismo 1984, en declaraciones a la prensa, el bocón por excelencia Astor Piazzolla afirma: “Cuando empezó Spinetta con el grupo Almendra era muy positivo; pero Charly García me revienta porque es muy poseur: una pose; o sea, se baja los pantalones cuando se enoja y todas esas cosas que en este mundo, si vos escribieras bien te las permito. Sé genio y después bájate los pantalones”.
Claramente, García está en el ojo de la tormenta. Y no es indiferente a nadie. Piano bar se lanza el 22 de noviembre. Charly escribe casi todas las canciones en Belo Horizonte, en el hogar de su pareja de entonces, Zoca, la bailarina, y nomás baja del avión se mete en los estudios ION con sus compinches de la época: el baterista Willy Iturri –pieza fundamental en el tránsito al pop de García a partir de Yendo de la cama al living (SG, 1982), con el uso de un tambor que será muy característico–, el bajista Alfredo Toth –un ex Los Gatos– y el guitarrista Pablo Guyot. Estos tres músicos ya le habían dado sustento moderno –cuando no era una palabra que el imaginario rockero tolerara– a tres discos de Raúl Porchetto: Mundo (EMI Odeón, 1979), Metegol (Sazam, 1980) Televisión (Sazam, 1981). Guyot, fue parte de la grabación del segundo álbum de Miguel Mateos/ZAS, Huevos (Music Hall, 1983). Además, es la segunda vez que un trabajo de estudio lo une a Luis Alberto Spinetta. “Total interferencia” no es un título, es una manifestación antigrieta tan irónica como corrosiva.
En No digas nada (Sudamericana, 1997), la biografía escrita por Sergio Marchi, García dilucida el método de grabación del álbum: “Yo les daba (a los músicos) una brevísima guía de cómo era el tema, sin muchos datos. Me preguntaban en qué tono, y yo les decía que tocaran lo que quisieran (…) Ésa es, un poco, la forma de trabajar de Bob Dylan y John Lennon: ¿qué tocás? Lo que tenés que tocar”
Esa inmersión salvaje en el estudio deparará una (frustrada) aventura sónica. Por intermedio del ingeniero de sonido Amilcar Gilabert, García pasa la mezcla del álbum a un formato digital, aún no en boga en ese momento, pero con una particularidad: al llevarlo a Estados Unidos, el ingeniero Joey Blaney –quien fue su mano derecha en muchos trabajos– no consigue por ningún lado la máquina para escuchar ese material. Por ende, García debe regresar a Buenos Aires en busca de la grabación original. En el medio, Blaney lo convence de regrabar algunas partes y algunas voces. Lo nota desprolijo, sucio. Con tramos desiguales en cuanto volumen.
Piano bar, por lo pronto, se ubica en el pedestal de los discos de 1984, tranquilamente al lado de otras obras celebradas de ese año: Born In The U.S.A. de Bruce Springsteen, The Unforgetable Fire de U2, Heartbeat City de The Cars, From Her To Eternity de Nick Cave and the Bad Seeds, Rattlesnakes de Lloyd Cole and the Commotions, Ocean Rain de Echo & The Bunnymen, Like A Virgin de Madonna, Purple Rain de Prince y The Las Vegas Story de The Gun Club, entre otras.
¿Por qué nos sigue interpelando Piano bar? ¿Será por ese estadio de rock que despunta parejo, esa marca que tomó de Pete Townshend –“si grita pidiendo verdad en lugar de auxilio, si se compromete con un coraje que no está seguro de poseer, si se pone de pie para señalar algo que está mal pero no pide sangre para redimirlo, entonces es rock and roll”– como cierre de Yendo de la cama al living (SG, 1982), pero que recién encuentra su forma en un disco que bucea en esa instantaneidad y estremecimiento de grupos como los Stones, los Who o los primero Beatles? ¿Será por esa vulnerabilidad en estado primal, esa desnudez indómita, esa búsqueda de confianza en el aullido, en la intemperie sin fin?
Lo cierto es que hoy lo escuchamos y continúa vigente. Nos sigue demandando respuestas que el mismo tiempo ha profundizado. Nos sigue pegando en algún lugar remoto del cuerpo, sospechando que existe un nervio motor aún por despertar. Nos sigue machacando con una insistencia tan paciente como pavorosa. Nos sigue indicando que hay una herida que por ahora no tiene intenciones de cerrarse. “Calambres en el alma/ cada cual tiene un trip en el bocho/ difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo”, remarca en “Promesas sobre el bidet”. En algo nos pusimos de acuerdo: Piano bar es un disco imprescindible. Que a García no le guste tanto como otras de sus obras, es otro cantar.
[1] La relación entre Grinbank y Charly llegó hasta el disco maxi Terapia Intensiva (1984), es decir que incluye tres álbumes de Serú Grián (Bicicleta, Peperina y No llores por mí, Argentina) y la trilogía dorada de sus primeros años como solista (Yendo de la cama al living, Clics modernos y Piano bar) más el maxi ya citado. El motivo de la separación: Grinbank vendió el catálogo de SG (y también el de DG) a Pelo Aprile, histórico hombre de la industria discográfica local desde fines de los años setenta y propietario del sello Interdisc. En varias oportunidades Aprile fue contratado para dirigir compañías multinacionales en las cuales licenciaba su propio catálogo de Interdisc que ya incluían las referencias de SG y DG; es por eso que hay ediciones en CD de Clics modernos bajo la etiqueta de EMI, por ejemplo, unas de las multinacionales que contrató sus servicios. Luego, Aprile presidió Polygram, sello al cual vendió definitivamente Interdisc. A su vez Polygram fue comprada por Universal, que es donde se encuentran ahora mismo todos los discos de SG y DG que, extrañamente, no se los suele tener en cuenta cuando se habla de la producción de música independiente en Argentina. El fin de la relación entre ChG y DG es conocido: al enterarse de la venta del catálogo que habían hecho en sociedad el músico irrumpió en las oficinas del manager en la calle Santa Fe y pintó con aerosol el signo pesos en las paredes. Hubo otro capítulo singular en 1992, durante el regreso de Serú Girán: Grinbank presentó un amparo por la utilización del nombre (Serú Girán) del que, se supone, también es (o era) dueño. Los músicos tuvieron que ir a tribunales y pagarle a DG un canon para poder actuar como Serú Girán. “Estamos decidiendo si Charly García es él o yo”, declaró Charly. A pesar de los años transcurridos, Grinbank fue un constante blanco en repetidos ataques de ira o humor negro de García, arriba y abajo del escenario. “Los managers tapizan sus autos con piel de músico”, es otra famosa frase de García, seguramente pensando en algunos momentos de esta historia. (Textual de «Abecedario García»)
Gustavo Álvarez Núñez. Escritor, poeta, periodista especializado en música. Ha publicado recientemente el libro acerca del rock argentino Éramos tan modernos-Costumbres argentinas de decir NO – De Moris a Babasónicos.