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Aproximación a la celebración de un perfume de jarilla
Sobre Perfume de Jarilla, de Mariela Laudecina
(Córdoba, Llantodemudo, colección Bonzo, 2013)
Reseña publicada en 2014 en el que fue el sitio web Poesía Argentina
Por Marcelo Dughetti
¡Que niño es tener la frente alegre!
M. Á. Bustos
Compré Perfume de jarilla en Ruben. El libro es un arco voltaico a la distante infancia. Una parte del péndulo de la hamaca que sobrevuela los olores, colores y ferocidades diminutas de la infancia. Es una apuesta luminosa, un haz de luz en el que se coloca el ojo para ser identificado por la belleza de las primeras caricias de la vida. El libro es diáfano, no viene a torturar a nadie y a la vez, como esa parte que bajo el manto de hielo queda, va anunciando que algo más hondo aún que lo que se ve navega en lo profundo. Sería una verdad de Perogrullo decir que en el libro está Mendoza, que es origen y, ya se sabe, no hay árbol sin raíces aun negándolas.
Repito que no es un libro torturado, y lograr escribir desde la alegría del centauro como quería Marechal no es sencillo. Y eso ha sido logrado. 16 poemas de celebración, 16 oraciones al fantasma de la infancia que se rescata por la claridad que se filtra en los azules ajedrezados de esos viñedos viejos, que habitan las bodegas abandonadas, como monjes olvidados. Justamente en una bodega abandonada sucede, el que para mí es uno de los mejores poemas del libro, aquel que describe el juego de unos niños del Barrio Pedroni intercambiando como figuritas las etiquetas de los vinos y robando huevos cascados del fracaso de una avícola, negocio familiar que sólo se insinúa en su peso triste como cosa que no fue. Otra ilusión perdida como solía suceder en ese país. Aparecen señas de esa región de Cuyo donde la poeta naciera: las bodegas, el viento Zonda (otro buen poema), el monte donde se descubre la fantasía y el miedo (pero “el miedo que da risa”), que sirven para anclar los textos a un territorio que, a pesar de las señales, no es ni más ni menos: el mundo, la infancia donde quiera que esta se halle.
La niña es una hechicera que conjura a los elementos para ver de nuevo quizás, en aquel mantel de pájaros y flores, al colibrí como una brasita domesticada esperando el pan del mate cocido. El libro goza con la magia de la niñez que se asombra y fluye entre sauces y eucalares medicinales, agua que corre, sentada al sol, la niña, dejando que el río bese y bendiga como un Cristo a lo único que merece ser salvado: sus apóstoles, los niños.
La niña, la hechicera despierta con un pincel delicado y, como ya dije, de diminutas ferocidades, a la guerrera que provee de carne fresca; costumbre muy habitual entre nosotros, ver a las abuelas o tías que atrás de la indiferencia de los rosales sacrificaban animales en honor de un rico puchero por el cual solíamos entregar nuestras lealtades. Y de nuevo aparece la nostalgia y su contrapartida para no convertir el texto en algo lacrimógeno. Porque no es algo ingenuo que ese poema abra el libro, es el poema que viene a decirle al que lee que está por abrir una puerta desde donde se huele el perfume de jarilla, desde donde la nostalgia es un hada más entre los juguetes de la hechicera que también convoca la natural cabeza de una gallina, saboreada sin culpa. No hay culpas en este libro, no hay terrores difusos, de invención, me refiero. Hay la vida que pasó y abrió grietas en el fondo del estanque donde vamos a buscar la llave de nuestra agonía, cuando finalmente digamos basta. Logró Mariela Laudecina llevarme de la mano, no al infierno del Dante ni a su paraíso algodonoso, sino a montar en ese caballo tuerto que pasea entre los naranjos, mientras su pelo se llena de flores que bendicen el paso del Cristo que en el río se quedó jugando, sin las tristes cruces del espanto.
Al fondo del patio
mi abuela mataba una gallina
Ya la había visto algunas veces
Aunque nunca quiso que estuviera presente
yo la espiaba detrás de los rosales
Fuerte y serena como una guerrera
precisa en cada movimiento
le retorcía el cuello hasta dejarla sin aire
y con un palo de escoba
le ajustaba el pescuezo en el suelo
La cargaba al hombro de las patas
y la desplumaba en agua hirviendo
Nunca sentí pena
ni nada
La saboreábamos al escabeche
y con mis primos
nos disputábamos la cabeza.
*
Mi abuela estira el mantel de hule
con flores y pájaros
tomo yerbeado con pan y manteca
Guardo migas para el colibrí
atrapado debajo de la taza.
*
¡Fuerte, más fuerte!
Le grito al Zonda que empieza
a escuchar y se arremolina
Juega con las hojas
una bolsa transparente
y tierra, mucha tierra
que me entra en los ojos
pero no importa
Si me voy adentro
vaya a saber cuándo vuelve
y se pone loco para mí.
*
Nos internamos en el monte
para descubrir cosas terroríficas
un niño muerto
un extraterrestre con cara de lagarto
animales peligrosos como los pericotes
que nunca vimos y yo insisto
que parecen cocodrilos
Mi hermana sospecha que le miento
Se acerca a los hinojos a esperar que salgan
Le pregunto si tiene miedo
dice que sí
pero el miedo que da risa.
*
Saltamos la pared de la bodega abandonada
Nos llenamos los bolsillos
de etiquetas de Malbec
Chardonay, Sirah
las intercambiamos como figuritas
Merlot, la difícil
Fue en el mismo año
que papá cerró la avícola
y chicos del Barrio Pedroni
saltaron la tapia
y se llevaron los huevos cascados.
Marcelo Luis Dughetti es maestro de enseñanza primaria y técnico superior en Comunicación Social. Realizó la diplomatura en escritura creativa en la Untref. En la actualidad se desempeña como bibliotecario. Cuando muera mi padre (No editora, 2019), No sabrías escribir mi nombre (Mascarón de proa, 2019), Galgos de sol (Eduvim, 2020). Publicó las plaquetas de poesía Los perros del loco Torriglia (Pan Comido, 2009) y Otras canciones (Narvaja editor, 2018). En narrativa publicó el libro La bicicleta roja (Recovecos, 2007). Compiló y prologó la antología Voces de este río (Eduvim, 2009).