Lo fugaz y lo eterno: Dossier sobre la obra de Horacio Castillo

Dossier Horacio Castillo: Antología poética

Antología poética


De Materia acre (1974)

Micenas

Las nubes pasan sombrías sobre la piedra
donde en vano se buscan rastros de la sangre
que enjugó para siempre la tierra
rica alguna vez en caballos.
Por donde pasaron los enseres
hacia el mar y la guerra
ahora una bocanada como de tumba recién abierta
sale al encuentro del viajero.
Y desde la terraza, si se mira
la ocre y áspera llanura,
todavía se escucha el luciente bronce
y resplandece el rostro de oro.
Pura ilusión, nostalgia de los hombres
a quienes la inteligencia sosegó el corazón
y no saben ya tensar el arco de la vida.


Culto

Cada vez que llega ante la sepultura
besa la cruz, mueve desconsolada
la cabeza de un lado al otro
y se pone a ordenar silenciosamente las flores.

Va y viene a la canilla cercana,
cambia el agua del cántaro,
y cuida que las hormigas no avancen
sobre la tierra todavía removida.

Luego recoge lentamente sus cosas,
besa de nuevo hasta mañana la piedra,
y regresa por la soleada avenida
donde siempre canta uno de esos pájaros que cantan en los cementerios.


Generación

Animales de carne y hueso, con un poco de luz
……irremediable en los ojos,
a veces nos creíamos criaturas heroicas
y corríamos a las plazas. Escuchábamos
bellísimas palabras, las voces se otorgaban idéntico calor
y sentíamos el placer de la acción.
Pero luego, entre ruinas, comiendo el pan del sobreviviente,
comprendíamos. Y al salir el sol,
mientras los escarabajos emergían de las piedras,
avivábamos el fuego para ahuyentar la peste
y llorábamos por la siguiente generación.


De Tuerto rey (1982)

El cinocéfalo

Devoraste el ángulo de ciento ochenta grados que teníamos delante,
devoraste la seguridad de lo absoluto,
devoraste la ilusión de la identidad,
devoraste la posibilidad de afirmación,
devoraste el prestigio de lo real.
Y ahora, a mis pies, esperas el resto,
miras como pidiendo compasión,
como intuyendo
–hocico de perro, corazón de mono–
que no existe culpable.


Ladrón de ojos escarlata

Yo, el marrano, el traidor, el ladrón de ojos escarlata,
diré el secreto de mi longevidad:
boca arriba, contra las gargantas del cielo,
devoro los huevos de la luz.
Yo bebo la agria copa del mediodía,
yo desciendo a los nidos del atardecer,
yo apareo la ardiente hembra de la madrugada.
Yo, el marrano, el traidor, el ladrón de ojos escarlata,
beso cada noche los párpados de los ciegos,
saqueo el sueño de los niños,
y como un tábano sobre el lomo del universo
mantengo libre el mal, joven al mundo.


Para ser recitado en la barca de Caronte

El paisaje es más hermoso de lo que habíamos imaginado:
estas murallas que caen a pico sobre nosotros,
aquel sol negro descendiendo sobre la laguna,
allá, a estribor, un arco iris que refracta la niebla.
Pero esta moneda de hierro entre los dientes,
este óbolo que debemos morder hasta el término del viaje,
cierra la boca que desea cantar.
Cantar por estas almas tristes sentadas en el banco,
mientras el cómitre marca con el látigo el compás,
mientras ordena rimar sin interrupción,
cada vez más fuerte, cada vez más rápido, más lejos de la luz.


Tuerto Rey

Esta mosca que desova en el pantano
y vuela de mejilla en mejilla, de párpado en párpado,
ha traído la peste a nuestros ojos: ya no vemos
las nubes sobre los techos de la aldea,
la sombra de la garza remontando la corriente.
Pero al atardecer, cuando bajamos a la orilla del río
y el tuerto coronado de oro repite su relato,
descubrimos a través de su boca grandes señales en el cielo,
sangre de su ojo que sueña por la tribu.


De Alaska (1993)

Epístola

Los judíos piden señales, los griegos sabiduría,
pero yo digo: Enloqueced.
¿Dónde está el sabio, dónde está el escriba?
Ha sido escamoteada la luz del mundo.
¿Sois ciegos?
Alegraos de vuestra ceguera.
¿Sois sordos?
Alegraos de vuestra sordera.
El ciego ha sido escogido para verlo todo,
el sordo para oír lo inaudible.
Sí, enloqueced.
Porque todos los ojos han sido velados
y solo vemos lo que no vemos,
todos los oídos han sido sellados
y solo oímos lo que no oímos.
¿Queréis prodigios?
Enloqueced.
¿Queréis conocimiento?
Enloqueced.
Porque se trata de asir lo Inasible
y las manos se quiebran,
se trata de tocar la Verdad
y arde la razón.
Enloqueced.


Dice Eurídice

La ansiedad me dominó, y luego la inquietud, cuando supe que venías:
horror de que me vieras así, con este tocado de sombra,
el pelo sin brillo —el pelo, que el sol no se cansaba de dorar.
Terror también de que no fueras el mismo —el que permanecía en mi memoria—
y al mismo tiempo curiosidad por ver de nuevo un ser vivo.
Hace tanto que nadie venía por aquí,
tanto que nadie se llevaba un alma o un perro,
que cuando oí tus pasos y tu voz llamándome,
cuando por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando a la vida.
Después tu calor me condensó, me secó como una vasija,
y caminé por el sombrío corredor
otra vez con aquella máquina atronadora dentro del pecho
y un carbón encendido en medio de las piernas.
Caminé de tu brazo, imaginando ya la luz,
los árboles junto a los cuales caminábamos,
aquella habitación llena de espejos
donde flotábamos como dos ahogados.
Hasta que de pronto tu paso se hizo nervioso,
tu pensamiento se espantó como un caballo,
y vi que tratabas de desprenderte de mí,
de librarte de la trampa de la materia mortal.
«No te vayas —supliqué— no me dejes aquí,
déjame ver de nuevo las nubes y el sol,
suéltame por el mundo como una potranca tracia».
Pero tú ya corrías hacia la salida,
y durante siete días y siete noches oí cómo llorabas,
cómo cantabas en la ribera del río infernal
nuestra vieja canción: «Lo lejano, sólo lo más lejano perdura».


La casa del ahorcado

Las puertas estaban abiertas, las ventanas estaban abiertas,
las paredes horadadas como por un trépano,
y donde había estado el techo ahora sólo se veían
vigas rotas y hierros retorcidos.
La luz entraba violentamente por todas partes,
descubría frescos obscenos en la mancha de humedad,
doraba las hornacinas donde dormían las paloma.
En el centro de la sala, junto al brasero apagado,
una mujer vestida de rojo devanaba en la rueca un hilo negro,
como un cordón umbilical que salía del fondo de la tierra.
En otra habitación, mascando restos de tul,
una niña miraba las hormigas que subían al lecho
y oscurecían el lado izquierdo de la almohada.
Y en el patio, donde triscaban las cabras,
un niño recogía ojos multicolores,
hasta encontrar su propio par de ojos
con los que veía por primera vez la oscuridad.
Detrás del limonero, junto al pozo ciego,
dos jóvenes se vendaban los ojos,
mientras la gente iba y venía, recorría
en silencio las habitaciones, tomaba fotografías,
caminaba hasta el fondo donde una muchacha con cabello de azafrán
vendía escapularios y souvenirs: madera del árbol nefando,
fragmentos de la cuerda que había entibiado el cuello,
el ojo al fin azul del prisionero.


Alaska

El ojo de la foca —mi amuleto— me llevará hasta el oso blanco.
¿Hay algo más bello que perseguir al oso blanco en el océano blanco?
Hace muchos sueños que sigo sus rastros, estas pisadas
en la nieve que el viento borra y no llevan a ninguna parte;
y los ojos, de tanto mirar, ya han dejado de ver.
Pero a veces, en la inmensa blancura, he creído escuchar una especie de lamento,
un bostezo no parecido al de ninguna otra criatura viviente;
y cuando aparecen los primeros pelos de la sombra
y el sol sangra cada vez más hasta desaparecer,
alguien ha visto una silueta sobre la ladera
convirtiendo la noche en el día, la oscuridad en luz.
Ahora se ha agotado el aceite de la lámpara,
las estrellas emigran hacia la tierra del caribú
y los hombres, excitados, colocan las trampas,
esperan la presa que se oculta para mostrarse.
¿Qué es ese resplandor en la escarpada colina?
Tres veces he frotado el ojo de la muerte,
tres veces prometí las vísceras a los hombres y los perros,
tres veces ofrecí como cebo mi corazón.
Y un día temblarán los cielos y la tierra,
un día la vara mortal atravesará su cuerpo,
y entonces colgaremos de un asta su vejiga
para ahuyentar la sombra y el espíritu de la sombra.
Luego arrastraremos sus restos cuesta abajo, hacia el mar,
y envueltos para siempre en la piel inmaculada,
seguiremos la marcha riendo clamorosamente
y dándonos los unos a los otros grandes palmadas en la espalda.


De Los gatos de la acrópolis (1998)

Diario bizantino

1
Este es el lugar que no está en ninguna parte: avanza en sentido contrario.

2
Escrito sobre el agua: para el rastro del pez, para la huella del remo, para la sombra del ala. Escrito sobre el agua: para los ojos lavados con fuego.

3
Gloria a la niña que derramó el vaso de silencio.

4
En carne viva, separados por la espada del sueño, y a nuestros pies el cilicio incandescente.

5
Todo y siempre.

6
¿Por qué retroceder, por qué salir? Sólo allí éramos nosotros, verdaderos: sólo en el laberinto éramos libres.

7
Guiadme, oh palomas, aunque no hay camino.

8
¿Será el pozo tan bello como el sueño del pozo?

9
Hoja inmóvil, ola inmóvil. Y la antigua queja: Que haya un cambio.

10
Sin ojos, sin manos, sin huesos: sólo la voz incubando la resurrección.

11
Porque hay en el corazón de todo invierno una primavera que, si resistes, abolirá todo invierno.

12
¿El círculo blanco dentro del círculo negro?
¿El círculo negro dentro del círculo blanco?

13
Ahora yace el no, con el sudario manchado de sangre debajo de la cintura.

14
lo que dijo la rama de laurel: cuando hayas contado el último grano de arena habrás contado el primero.

15
Ennegreces, ennegreces en el más blanco de los blancos.

16
Nada en floración.

17
Vuelvo al lugar de donde nunca me moví. Desde tan lejos.


El lavadero

Hay allí unos anchos y bellos lavaderos de piedra
Homero, Ilíada, XXII, 153

I dreamed the dream called Laundry.
James Merrill

Qué jóvenes llegamos aquí, a los grandes lavaderos,
donde vimos por primera vez a la hija del rey
descargando su ajuar, jugando con sus compañeras.
Aquí, donde las esposas y las hijas trajeron
sus magníficos vestidos, antes y después de la guerra,
donde vimos tantas veces llegar los carros del mundo
con las sábanas de la vida y de la muerte,
los manteles y las toallas, las vendas y sudarios.
Qué jóvenes llegamos aquí, a los grandes lavaderos,
donde también nosotros trajimos nuestra carga:
el tul sangrante, el paño ardiente de la fiebre,
la seda manchada por el pólipo del deseo.
Qué jóvenes llegamos aquí, oh dios de los lavaderos,
y cómo tratamos de borrar toda mancha,
cómo luchábamos vanamente contra lo indeleble,
hasta que extenuados nos dormíamos sobre las peñas
y soñábamos con una tela incorruptible, con su agua inmaculada.


Sphairon

Frag. 1

Este leve sudor que cubre todo el cuerpo -rocío secreto- denuncia la vecindad de lo siniestro, el merodeo de lo absoluto, y el alma, en embrión.

Frag. 2

porque un alma debe estar madura para volar a las regiones superiores, un alma debe ser robusta para soportar lo desconocido.

Frag. 3

¿Cómo evitar que sea prematura?

Frag. 4

pues pierden sus alas y caen, se pudren como un insecto en la tierra.

Frag. 5

Otras suben la escarpada ladera, contemplan -dicen- la llanura de la verdad.

Frag. 6

Algunas llegan a la cima y ven la fiesta de los bienaventurados, oyen su risa inextinguible.

Frag. 7

pero más allá, en la tierra que nadie vio ni cantó

Frag. 8

y ahora tú, padre, madre y hermana de ti misma, has sentido el temblor

Frag. 9

¿Cómo, desprendida del ojo, sobrevivirá la mirada?

Frag. 10

Respiras y se riza la superficie de la sombra,
sonríes y la nada ondea como un trigal.

Frag. 11

y arrebatada, de pronto, por la tempestad giras y giras

Frag. 12

adherida todavía a miríadas de sensaciones plumaje dorado-

Frag. 13

clamando por una segunda oportunidad

Frag. 14

giras y giras

Frag. 15

que arranca de raíz los cabellos y los sueños, toda escama mortal.

Frag. 16

y una gran dulzura

Frag. 17

como una inefable sensación de gratitud

Frag. 18

una libertad desconocida, no albedrío: libertad.

Frag. 19

Por donde la muerte entró en la vida en la vida la vida entrará en la muerte dijo—

Frag. 20

habiendo aprendido a reír, entre enjambres de almas por nacer,

Frag. 21

Ves: el río de los muertos lleno de mariposas.
Ves: la vida liberada de la cárcel de la Necesidad.

Frag. 22

y eliges para reencarnar el ave que los hombres llaman pelícano y los dioses Salvador.


Elegía

Escucha el canto del ciego amenazado de muerte.
El viento dispersa un pueblo de hojas cifradas
y sobre la colina, a lo lejos, la hoguera de silencio.
Hay algo corroído aquí, todo huele a humedad
y agua estancada, a raíces podridas.
Las manos, torpes, recogen los últimos fragmentos:
espíritu, alma, cuerpo, pura tribulación,
y el galope del caballo por la pradera devastada.
Despídete del jardín, despídete del escarabajo
que nada placenteramente a la sombra del nogal,
llora por la suerte de la apática piedra
y pregunta al que queda: tierra o fuego.
Ya no hay lengua bajo el elegíaco sol.
Sólo estertores, aire suficiente para una bocanada
antes de que calle lo que nació para callar.


De Cendra (2000)

En el muslo del dios

En el muslo del dios, de padre libidinoso
como todos los padres, y madre, ay, fulminada
me dispongo a nacer. ¿Pero qué me trajo aquí,
a este lugar secreto donde estoy a cubierto
de toda duda, de los que exigen la prueba
que nadie puede resistir —lo patente— y se exponen
al rayo? ¿Quién me trajo aquí, lejos de todo celo,
de los que un día me despedazaron y cocieron
mis miembros en un caldero o, según otros,
—y es lo que yo creo— me condenaron al polvo?
De todos modos no podían contra mí, contra
este doble corazón que alguien prestamente recogió y lavó y guardó,
a expensas del cual ha sido reconstituido
mi segundo cuerpo, animado por la misma alma
que permaneció tres días en la profundidad del infierno
—mi alma, que la muerte no pudo corromper
y que ahora, escondida, espera la verdadera ebriedad.
Porque sin despedazamiento no hay redención, sin muerte
no hay conocimiento, y traigo como prueba este cesto de uvas,
el misterio de la planta que nace de la ceniza
y crece y se expande y ofrenda al Universo
una nueva savia: gozo, no expiación.
¡Santa luz del día y torbellino celeste
de una nube viajera: danzo, luego soy!
Y tú, ternera de la tiniebla, alza también el pie,
salta, brinca, muerde, hinca, rompe, grita,
grita conmigo, el grito que te hará nacer.
Yo he vencido al mundo: alzo el tirso y el agua se convierte en vino,
bajo el tirso y se multiplican los panes y los peces,
y una vid infinita se ramifica entre las galaxias
y colma de pámpanos el sol y las demás estrellas.
A su sombra se ha tendido la mesa, se han dispuesto
el pan y el vino y nos aprestamos a cenar:
tomad y comed, éste es mi cuerpo,
tomad y bebed, ésta es mi sangre.
Ya está en llamas la perfumada cabellera,
arde la corona de hiedra y las hojas, crepitando,
se convierten en espinas; pero el vinagre sabe a miel,
y un río de flechas corre hacia el centro mismo de la Cruz.
Tomad y comed, éste es mi cuerpo
tomad y bebed, ésta es mi sangre
y tú, perra del Paraíso, alza también el pie,
ríe, canta, gime, danza, sueña, sangra,
sangra la sangre sin principio ni fin, sangra, sangra.


La cabra

Bajaba entre los riscos ciega, resplandeciente,
con cintas en la cabeza y el cuello en silencio.
¿Era demasiado temprano para morir?
¿Era demasiado tarde para matar?
Bajaba entre los riscos, indiferente al abismo,
y se detenía en la última piedra.
¿Qué temes?, decía, y cesaba el temblor.
¿Qué sueñas?, y abolía la necesidad.
Bajaba como volando, mitad idea, mitad deseo,
y triscaba verdes todavía las raíces del destino,
dormía en un sueño joven, objeto muerto del futuro.


A una rama de laurel

Un verde más intenso que todo otro verde,
un sueño más perfecto que todo otro sueño.
¿Qué es lo que huye? ¿A quién persigo?
Una lluvia ácida cae sobre mis hombros
arde un clavo en mi nuca y los pies descienden
hacia la saliva ávida de los muertos.
No hay mundo: sólo eso que huye.
¿Por qué trueca sus brazos en ramas, su pelo
en follaje? ¿Por qué muda de corteza
y cambia vena por vena, savia por savia?
Huye la naturaleza de la naturaleza, la hermosura
de la hermosura, pero la sangre es una
y atravesando las nervaduras más secretas
colma de hojas amargas la boca del futuro
¿Qué es lo que huye? ¿A quién persigo?
El dedo envuelto en un pétalo de rosa mece su gema
y el ritmo despierta lo que yace oculto en sí mismo
Así se alimenta el fuego. Y el calor, renovando
el misterio del círculo, curva la rama
y dora las hojas. Estalla, bulbo rojo de la vida
Corona: mi locura te alcanzará.
Un verde más intenso que todo otro verde
un sueño más perfecto que todo otro sueño
Y el laurel inclinó su copa como una cabeza.


De Música de la víctima (2003)

Epigrama

Yo, Eustacio, poeta de una ciudad de provincia,
nací, viví y morí como todos los hombres,
según ha sido escrito en este monumento
junto al cual te has detenido a orinar.
Si sabes leer, lee, pero no esperes nada extraordinario,
pues rehusé el destino de los grandes, no tanto
por falta de valor o espíritu de aventura
sino por una innata inclinación a la molicie
y ese malsano escepticismo propio del docto.
Porque fui docto, y si algo aprendí —más
de la vida que de los libros— fue a temer
lo inesperado y evitar, hasta donde es posible,
el mal que acecha al ambicioso.
Soporté todo lo que se puede soportar,
jactancias de la boca y la fuerza de los hechos,
la eterna rotación de causas y efectos
nefasta para un carácter hasta cierto punto pusilánime.
Simple entre los simples, cínico entre los cínicos,
respeté la precaria naturaleza humana,
sabiendo que sólo puede considerarse dichoso
el que logra apartar día a día la desgracia.
Sólo me precio de haber escrito algunos versos,
por los cuales mis conciudadanos me consagraron
este lugar apartado, cerca de una gruta
donde los muchachos vienen subrepticiamente a amar
y arrancan de tanto en tanto una letra de mi nombre.
Soy Eustacio, poeta de una ciudad de provincia:
nací y viví y morí como todos los hombres.


La toma de Constantinopla

Las naves, colocadas sobre rodillos y tiradas
por bueyes, descendían por las laderas
con las velas desplegadas y cada remero
en su puesto. Así, con esa visión —porque
creímos que era una visión— comenzó nuestro fin.
A la noche sacamos los íconos, los huesos
de los santos, cruces y pedrería, las reliquias
-el diente del loco que habló con su caballo,
el dedo meñique del pastor de lobos,
el centímetro de piel que jabonó la muerte-
y recorrimos la ciudad entonando himnos.
En vano: el tiempo se había cerrado detrás de nosotros
y una fuerza irresistible cortó por lo sano
lo que estaba sano o por lo enfermo lo que estaba enfermo.
Habíamos vivido en el interior de un huevo
(el huevo sin salar de la Creación —decía)
y nunca pensamos que fuera del mismo existiera algo
y menos un poder suficiente para cascarlo.
“Han puesto una cuña en mitad del sueño
y ahora tendremos que soportar de nuevo el destino:
si esto o lo otro, hacia aquí o hacia allá, qué, dónde
nosotros que conocimos la gracia de la verdad
y de su mano habíamos llegado hasta el cielo”.
“Es el fin, my only friend, el fin —contesté.
De los planes que elaboramos, el fin; de todo
lo que perdura, el fin; sin sorpresa, el fin.
Toma, pues, la autopista del desierto,
cruza conmigo el lado salvaje del dolor.
Starfucker, starfucker, este es el fin”.
“Quiero bailar al compás de los salmos,
bailar frenéticamente al ritmo de la pena madre.
Déjame olvidarme del hoy hasta mañana
¿o ya es mañana y hoy el fin de todo?
Sálvate solo, ya que yo no te he podido salvar”.
Habíamos comenzado a escapar, las llamas
bloqueaban rápidamente todos los caminos
y volvíamos una y otra vez la cabeza
para ver cómo nacía una nueva civilización.
“No quiero morir en el lecho de una euménide —grité.
Espérame en la tierra del sueño más azul”.
Pero ya había crecido la maleza en la Historia y en sus ojos.


De Mandala (2005)

Mandala (frag. inicial)