Lo fugaz y lo eterno: Dossier sobre la obra de Horacio Castillo

Dossier Horacio Castillo: Artículos

Un ágape en La Plata

Por Rafael Felipe Oteriño

El hombre. Cada 28 de mayo, un grupo de amigos dilectos nos dábamos cita en su casa para celebrar su cumpleaños. Como todo lo que concernía a Horacio, se trataba de una celebración austera. Pero fervorosa. Los rostros se encendían no por el alcohol –que, de hecho, no faltaba- sino por la impetuosa y jovial mención de poetas, poemas y anécdotas literarias tanto propias como ajenas. El plato principal era un locro cocinado por Susana, su mujer, con los ingredientes adquiridos desde temprano por el propio anfitrión. A Horacio le gustaban esas reuniones “conversadas” de unos pocos, y le apetecían las comidas de olla. Si alguien hubiera podido elaborarla, también hubiera disfrutado, como postre, de la célebre ambrosía que deleitaba a los dioses del Olimpo. Pero en La Plata de esos años, y acaso en toda la esfera del Río de la Plata, ya no quedaban abuelas que supieran cortar con limón la azucarada mezcla de huevos y leche que componían el delicioso manjar.

Ahora que han transcurrido diez años desde su ausencia, lo más difícil es hablar de él en tiempo pasado. El atributo más secreto de las personas es la singularidad -eso que hace que su identidad sea única e irrepetible- y Horacio Castillo tuvo esta condición. Su sencillez en el trato estaba acompañada de un don que lo hacía impar e inolvidable: la capacidad para observar las cosas desde una óptica trascendente; su humor cálido, nunca agresivo, apenas acompañado por la sonrisa, fruto de la llana alegría de “asistir a la existencia”, como le escuché pronunciar más de una vez para celebrar el heideggeriano “estar aquí”. Todo esto alimentó una poesía de fuerte personalidad,  no fácil de enlazar con las tradiciones literarias platenses, ya que sus fuentes eran plurales y claramente universales. El tránsito del asombro a la introspección, de la vida al conocimiento fueron las fuentes en las que bebió.

La ciudad de La Plata tuvo en él a un modelo de inteligencia y sensibilidad. Su amor por Grecia comenzó en las clases de “Historia del Arte” del Colegio Nacional y se acentuó de modo –diríamos, práctico, creando su propia ágora- en sus tertulias con el quiosquero griego de nombre Karides, cuyo comercio lindaba pared de por medio con el diario “El Día”. Tanto al entrar como al salir del matutino -donde Horacio trabajaba- intercambiaban saludos, iniciaban cortos diálogos, mientras él tomaba confianza en el difícil arte de traducir emociones y conceptos en otro idioma. Luego, la frecuentación de la colectividad griega de la vecina ciudad de Berisso y el diálogo con los tripulantes de los ocasionales barcos de ese origen que tocaban el puerto, enriquecieron su dominio de la lengua de Homero. Por eso, más allá de sus estudios universitarios, su inclinación por la metáfora cicládica lo muestra como un vital autodidacta.

Hijo de un país de historia joven como es la Argentina, Castillo adoptó la cultura helénica a modo de arquetipo y a ella se entregó con cuerpo y alma, tanto en sus lecturas, traducciones y ensayos como en sus propios poemas. Necesitaba de un universo simbólico para explorar el corazón humano y en Grecia lo encontró. Y, en su sentir, ello tenía sobrada explicación: porque en Grecia está el fundamento, porque en Grecia está la luz mediterránea que dio lugar a una relación erótica entre el hombre y el paisaje, y porque de su mitología, hecha de múltiples dioses, tanto amistosos como irrefrenables, tomó las dos fuerzas bajo cuya tensión escribió toda su obra: las dimensiones de lo apolíneo y lo dionisíaco, a las que en sus últimos años sumó una todavía no explorada apertura a la fe cristiana. El espíritu de forma, de equilibrio, en diálogo con el espíritu de vitalidad, de goce, más la recoleta pulsión hacia la trascendencia, fueron sus nortes.   

 La obra. Su obra ensancha el capítulo que ocupa La Plata en la historia de la literatura argentina: el que va del pintoresquismo crepuscular de López Merino hasta el cosmopolitismo de ribetes clásicos iniciado por Oscar Tiberio, desarrollado por Arturo Marasso, Pedro A. Fiore y Héctor E. Ciocchini, y que se afirma definitivamente en Castillo. Cuando Francisco López Merino escribe: “Mis primas los domingos vienen a cortar rosas / y a pedirme algún libro de versos en francés. / Caminan sobre el césped del jardín, cortan flores / y se van de la mano de Musset o Samain”, retrata la ciudad provinciana de principios del siglo XX con el colorido de sus personajes familiares. Cuando Castillo refiere la naturaleza no lo hace, en cambio, a partir de un jardín personal, sino desde las categorías del Ser y la Existencia. En el poema “Culto”, en el que alude a la tumba de su padre, describe a su madre besando la cruz, ordenando las flores, yendo hasta la canilla cercana para cambiar el agua, y concluye con una mirada universal: la madre regresa “por la soleada avenida / donde siempre canta uno de esos pájaros que cantan en los cementerios”. Ese pájaro ya no es real: es un ejemplar más afín al ruiseñor de Keats que a cualquier otro pájaro vecino.

De esta tendencia a lo simbólico está recorrida  su vida y su obra. Recuerdo sus viajes a Tihuanaco, Bolivia, para ver la Puerta del Sol; a la isla de Pascua para explorar los Mohai; pienso en la urna precolombina que portamos en tren desde Buenos Aires (fue mi ofrenda para un cumpleaños suyo), a la conservaba en su escritorio como testimonio físico de lo más secreto y lo más arcano; en la voluminosa piedra de resolución abstracta que compró en Mar del Plata para confeccionar una lámpara; en la lanza criolla que me llevó a ver en el salón atestado de objetos de un anticuario. Es que Horacio necesitaba confrontar símbolos para desentrañar lo real. Cuando llegó a Micenas y vio la Puerta de los Leones, esa tensión entre lo apolíneo y lo dionisíaco encontró su expresión definitiva: oyó el fragor de las batallas y vio relucir el oro de Agamenón.

En el poema Anquises sobre los hombrostoma un episodio del fin de la guerra de Troya: cuando uno de sus héroes —Eneas— huye de la ciudad en llamas llevando a su hijo de la mano y a su padre anciano sobre los hombros. Sin incursionar en lo que sería el ulterior curso de los hechos —que Eneas habrá de llegar a la península itálica, habitada por tribus latinas y asentamientos etruscos, para dar nacimiento al mundo latino— su finalidad no fue otra que la de poner de manifiesto el ciclo de la vida: siendo mayores, llevamos a nuestro padre sobre los hombros, hasta que un día lo dejamos a un costado del camino y trepamos a los hombros de nuestro hijo.

Otro poema de tema griego es el titulado “Micenas”. Es una reflexión contemporánea frente a las ruinas. Habla de la tierra rica alguna vez en caballos. Según Homero, la tierra rica en caballos era Troya, mientras que Micenas era la amurallada y rica en oro. Pero en literatura las trasposiciones son válidas. Imagina el paso de los soldados, con sus enseres y escudos, en marcha hacia el rescate de Helena. Cree escuchar el sonido del bronce de esos soldados y ver el resplandor de la mascarilla de Agamenón. Son huellas de la edad heroica. Pero, en concierto entre lo apolíneo de su presente histórico y lo dionisíaco de la guerra evocada, concluye señalando que aquel extremo del raciocinio ha sosegado el corazón de los hombres y estos ya no saben tensar el arco de la vida. 

En el poema “Un caballo canta sobre la tierra”recoge varias figuras de la mitología griega. La primera es la imagen de atarse a un árbol, que conduce inequívocamente al Ulises atado al mástil de su barco para no oír el canto de las sirenas (lo extremado, lo terrorífico, lo pasional). La segunda es la de inhalar el vapor que sube del abismo, que remite a las prácticas de la pitonisa en el Oráculo de Delfos. Lo singular es que Castillo rechaza la idea de atarse al árbol —para no ser tentado, se entiende— y aconseja, por el contrario, inhalar el vapor, a fin de acceder, en fervor dionisíaco, a la dimensión superior en la que se clava el canto en nuestra carne. Este tema es retomado en varios otros poemas, pero en uno de ellos lo hace de manera contundente: “Epístola”: Los judíos piden señales, los griegos sabiduría, / pero yo digo: Enloqueced. /…/ ¿Queréis prodigios? / Enloqueced. / ¿Queréis conocimiento? / Enloqueced. / Porque se trata de asir lo inasible… 

En «Para ser recitado en la barca de Caronte» describe el paso de las almas a través del río Aqueronte hasta la orilla del descanso eterno. La imagen es sobrecogedora, pero está dulcificada, libre de toda violencia, ya que el alma del muerto, con la moneda entre los dientes que deberá entregar para acceder al otro mundo, siente deseos de cantar. Limpiamente, describe la evolución de dicho tránsito: de la luz a la sombra. Y la sublimación del hecho a través del canto, que es tanto como acceder a la dimensión de lo mágico o, para decirlo en términos de la religión griega: lo órfico.

El poema “Dice Eurídice toma el mito de Orfeo y Eurídice desde el punto de vista de esta última. Ella —lo sabemos—, paseando por un prado de Tracia, en Asia Menor, ha muerto mordida por una serpiente. Orfeo desciende a los infiernos en su busca, y con su canto convence a las divinidades infernales para que le permitan llevarla de nuevo a la superficie de la tierra. Éstas aceptan, con la sola condición de que no la mire antes de haber salido a la luz. El poema relata el momento de la llegada de Orfeo, el nerviosismo de Eurídice al oír sus pasos y el llamado de su voz. Pero él desobedece y vuelve la cabeza hacia atrás para mirarla. Castillo reescribe la historia dotándola de un final imprevisto: Orfeo incumple la orden recibida, llevado menos por la ansiedad que por el deseo de desprenderse de esa materia que volverá a ser mortal, pues sólo lo más lejano perdura.

“Los gatos de la Acrópolis”  es el enigmático título de un poema que da nombre a su quinto libro. En él los gatos son gatos y la Acrópolis es la Acrópolis que preside el paisaje de Atenas. Se trata de los gatos que viven en las laderas de la colina y que, impasibles, toman sol entre los mármoles célebres. Castillo les atribuye la custodia de todo aquello amenazado por la corrupción: lo bueno, lo puro, lo bello, la vida, el ser. De esta manera, el símbolo griego despierta en el poeta la reflexión sobre lo imperecedero, puesto —en su inventiva— al cuidado de una de las especies animales de mayor misterio en el universo.

Y así llegamos a “La toma de Constantinopla”. El poema narra el final de la fortificación que albergara en la antigüedad a la ciudad griega de Bizancio. Cuando las naves turcas, transportadas por las laderas de la montaña, con las velas desplegadas  y cada remero en su puesto, se aprestan a abordarla por el flanco hasta entonces inexpugnable. Quien habla en el poema podría ser el propio Constantino, que —según cuenta la leyenda— salió del palacio y se perdió entre la multitud. Dice que, en medio del estrépito, sacaron los íconos, los huesos de los santos, cruces y pedrería, las reliquias, mientras el tiempo se iba cerrando a sus espaldas. El poema narra el fin de una civilización y el comienzo de otra: mientras escapaban, sintiendo el ardor de las llamas bloqueando los caminos,  “volvíamos una y otra vez la cabeza / para ver cómo nacía una nueva civilización”.  Otra vez lo apolíneo reemplazando el fragor de lo dionisíaco, en un ininterrumpido proceso de autocreación y de autodestrucción. 

Su autorretrato. Viviendo los dos en ciudades distintas, nuestras comunicaciones fueron a través de llamadas telefónicas y correspondencia epistolar, luego reemplazada esta última por correos electrónicos. Poco antes de su muerte, le escribí para compartir una página de Eduardo Mallea que dice: “No hay amistad cierta que no se base en una ininterrumpida confesión”. El mismo día me contestó. Como no quiero guardar esta página solo para mí, ya que en sus renglones finales contiene un  impensado autorretrato de Horacio (vaya a saber por qué extraña premonición imprimí su correo electrónico y hoy puedo citarlo textualmente), lo comparto textual:

Qué alegría recibir noticias tuyas, y en este caso tan fraternales. Me parece muy hermoso lo de Mallea, pero creo que la amistad, la nuestra al menos, es decir la amistad verdadera, profunda, de toda una vida, es un diálogo; un diálogo ininterrumpido que no necesita de la presencia. Claro que la presencia lo enriquece, pero aún en la distancia uno habla siempre con el otro, todo pasa por ese encuentro de dos almas que se protegen, se auxilian, se confiesan, se necesitan, se justifican. Y aunque a veces parezca, como nos ocurre, que el otro está algo lejos, o demasiado callado, o simplemente distraído por las cosas del mundo, el diálogo continúa secretamente, acaso también en el inconsciente, alumbrando nuestra existencia. ¿Qué sería de nosotros sin ese otro yo que es nuestro espejo? // Bueno, me he puesto a filosofar estimulado por tu generoso recuerdo. ¿Y el libro? No dejes de darme más seguido noticias, yo haré lo mismo.  Ya empezamos mayo y no puedo creer la edad que tengo, no me termino de ubicar. ¿Entonces soy un “anciano”? ¿Pero si estoy más lúcido que nunca, pero si a pesar de las limitaciones físicas navego hacia Bizancio y vivo en un lugar que no es para viejos? Horacio el Joven.                                                                             

Y dejo que sea él quien marque el cierre de esta nota —en tono griego, como le gustaba hacerlo— con los versos de su poema “Epitafio”:

Ni la rosa perfecta ni el laurel público:                                 
nardo y albahaca, anís, lavanda, nuez moscada,
y que el aire del alba esparciendo su aroma
avise al peregrino: Este vivió.

Mar del Plata, 13 de julio 2020        



Rafael Felipe Oteriño (La Plata, 1945). Publicó doce libros de poesía —el último se titula Y el mundo está ahí (2019)— y el volumen de ensayos sobre poesía Una conversación infinita. Su obra poética se encuentra reunida en Antología poética (1997), Cármenes (2003), En la mesa desnuda (2008) y Eolo y otros poemas (2016). Ejerce la crítica literaria y la docencia universitaria. Es miembro de la Academia Argentina de Letras.