Lo fugaz y lo eterno: Dossier sobre la obra de Horacio Castillo

Dossier Horacio Castillo: Artículos

La experiencia en la lectura de la poesía de Horacio Castillo

Por Carolina Massola

Los maestros señalan el camino, son guías…

Descubrí la poesía de Horacio Castillo en el océano infinito de internet del año 2004, en algún blog al que nunca regresé, como esas playas que visitamos en algún verano perdido. Sólo sé que comencé a leer y quedé impactada ante un verso:

Gloria a la niña que derramó el vaso de silencio[1]

Eso fue suficiente para saber que debía leer a este autor del que no sabía absolutamente nada. Hubo, alrededor del año 2006, un casi intento de comunicarme a raíz de una revista en la que iba a ser publicado como el poeta recomendado. Aquel número nunca salió, la revista no continuó y el llamado telefónico quedó descartado. Pero, a veces creo que el destino es insistente, porque por el mes de marzo del 2008, ya dentro del plano de lo azaroso o misterioso, recibí un mail donde al final del mensaje figuraba un listado de poetas con sus respectivos correos electrónicos. Con mucha sorpresa descubrí que figuraba el nombre “Horacio Castillo” y un mail. Nuevamente internet y sus fuerzas ocultas me traían ahora un nuevo indicio.

Luego, todo se trató del intento por escribirle y transmitirle mi humilde admiración. Tardé una semana completa en hacerlo. Llena de dudas, por fin, salió mi mensaje como una botella al mar, creyendo que quizás nunca me respondería. Creo que una semana más tarde recibí su respuesta. Fue cuando comencé a leer al otro Horacio Castillo, el que transmitía su agradecimiento, interés por el trabajo poético de quien le escribía. Le decía “generosidad” a lo que uno llamaba “admiración”. Sus libros llegaban con generosas dedicatorias. Y pedía explícitamente que le hiciera llegar mis trabajos.

De esta manera, los correos electrónicos comenzaron a ir y venir. Intercambios casi epistolares podría decirse en los que, respondiendo a alguna pregunta o reconociendo sencillamente una inquietud respecto a su obra o respecto a la poesía, él ofrecía una mirada. Los comentarios se expandían. A partir de un tema me sugería poetas o lecturas otras. O sencillamente, esos poemas, textos llegaban a mi casilla.

Su enseñanza y sugerencias, nunca consejos, llegaban de manera cuidadosa, sin jamás tener la pretensión de situarse en el lugar de maestro, lo que lo ubicaba sin intención alguna en ese lugar: un Maestro. Despojado de todo ego, alejado del mundo de los talleres, fue un verdadero guía.

De este modo, Horacio Castillo compartía su visión, me contactaba con otros poetas contemporáneos,[2] hablaba sobre su propio trabajo, cuál había sido el germen de un poema, el trabajo con la palabra como también una genuina preocupación por el recorrido de su propia obra. Respondía a la pregunta imposible de no formularle acerca de su obra terminada o hacía alusión a lo que él llamaba el “lector absoluto”.[3] Todo esto sucedía casi como quien ofrece una lámpara para iluminar palabras a modo de indicios o tal vez para no dejarnos solos, nos abastecía de algunos rastros necesarios para no perdernos en el camino, para no andar a tientas entre sus poemas.

Pasaron diez años y en todo este tiempo regresamos unas cuantas veces a sus textos. Pero menos solos, sí. Y es que contamos con los rastros que quedaron resonando, mucho más que una cantidad de palabras en una bandeja de entrada. Esos intercambios permanecen flotando, trabajan de manera invisible a modo de pistas. De algún modo, desde la ausencia el Maestro se hace más presente, nos hace señas, aparecen los signos. Llegan al presente, vuelven como ecos que señalan un camino en nuestras lecturas.

En primera instancia, y es necesario subrayarlo, lo leemos y lo seguimos leyendo porque algunas obras reclaman volver una y otra vez a ser leídas, pero no solamente es ese el motivo y aquí entonces verifico que su poesía lejos de agotarse prolifera. Esto es una experiencia. Nos encontramos ante textos que son inagotables, las lecturas se multiplican y uno, en tanto lector, no puede comprender cómo sucede que el rastro con el que contábamos, aquellos indicios, se escapen y vuelvan cada signo, cada pista más potente en la experiencia de la lectura. A pesar de que el maestro nos haya dejado esas marcas para no perder el camino —recordemos que los sabios eran considerados guías y el guía nos indicaba por dónde realizar la caminata—, en un momento, parte de todo eso se oculta. Un ocultamiento acontece. Hay aquí algo que cumple definitivamente con la idea de lo misterioso, noción que nos acerca a la orilla de la filosofía y esto es porque la poesía de Castillo nos lleva ante aquello que se oculta para mostrarse, tal como reza en el verso del poema “Alaska”:

…esperan la presa que se oculta para mostrarse.

Ocultamiento para mostrar, de lo que inferimos es más significativa la ocultación que la mostración muy presente en la tradición teológica, en la filosofía y que en nuestra lectura genera un movimiento que se realiza en su propio ritmo, como un vaivén que nos mece en el terreno movedizo de lo indeterminado. Y hacia allí vamos:

Desde ahora, cada milla que navegue hacia el oeste
me alejará de todo. Han desaparecido las señales

Nos dice en el poema “Navegante solitario” y más adelante en el mismo poema, también del libro Alaska leemos:

…el horizonte destruido,

Ese vaivén como un diálogo entre opuestos más que un combate (haciendo alusión a lo antagónico), pone en evidencia a través de aquello indeterminable ya mencionado, algo imposible de definir, como si las mismas palabras fueran borrando lo que dicen:

lejos del que hiere para sanar,
del que da muerte para que no muramos.
[4]

Estos deslizamientos de los sentidos comienzan a hablar de, a mostrar una desorientación:

¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?[5]

Este verso se repite varias veces en el poema “Tren de ganado”, insiste la desorientación. Encontramos varios ejemplos en el libro Alaska:

¿Dónde estamos –preguntó el niño que todavía no había nacido.
En ninguna parte –contestó el hombre que ya había muerto.

Pero también, en los libros siguientes encontramos:

Viajaban en la dirección de las grandes aves
Habían perdido el sentido de la orientación
[6]

O también en el poema “Diario bizantino” de Los gatos de la Acrópolis:

Este es el lugar que no está en ninguna parte: avanza en sentido contrario.

Un ocultarse para mostrarse o mostrarse para ocultarse, que también se nos muestra como lo que huye. Así lo observamos en el poema “A una rama de laurel”, ya en el libro Cendra:

No hay mundo: sólo eso que huye.

(…)

Huye la naturaleza de la naturaleza, la hermosura
de la hermosura…

Por lo tanto, podríamos pensar que leer la poesía de Horacio Castillo es ponernos ante lo que se muestra para huir, nos lleva a experimentar esa desorientación mencionada. No es fácil entonces acceder a eso que se dice, hay una suerte de fenómeno, en el sentido de que se nos presenta pero a la vez y de manera instantánea se alza la sensación de sentirse perdido. Se nos escapa. Es imposible de asir. Estamos ante aquello que se dice para desdecirse, ante un misterio oculto que borra lo anterior y esto se incrementa a medida que avanzamos en su obra. Este movimiento actúa en varios sentidos y genera al menos dos efectos que se entrecruzan y que pueden ser mencionados. Por un lado, tenemos la sensación de ir con paso firme, serenos, siguiendo los carriles de su poesía, sus indicios también, como si fuéramos tomados por un pasamanos en la lectura, en donde cada palabra hace de ese pasamanos que nos guía, porque en lo formal es tan exacto y nos ofrece el aspecto perfecto de un orden, y lo es, no hay ninguna apariencia, eso nos despista, y a su vez, de pronto ese pasamanos se desvanece y caemos por un pliegue invisible para encontrarnos perdidos. No sabemos dónde estamos y también esta sensación es cierta, no hay engaños, no hay artificios. Porque al mismo tiempo ya estamos en el centro de un mito. Esto último nos confirma el mismo Castillo en la entrevista que le hizo Augusto Munaro: “Quiero decir que en todos mis poemas estoy yo, mi experiencia de la vida, hechos concretos, pero todo revestido de una máscara que lo despoja de lo anecdótico para convertirlo en un objeto mítico”.[7]

Respecto al segundo efecto que experimentamos, el hecho de encontrar repetidas veces y de diferentes formas este movimiento —des-ocultar para volver a ocultar— a medida que se avanza en su obra, como si nos enseñara un mapa para volver a ocultarlo, produce la impresión de acumulación que intensifica la sensación de que sus textos tienen capas. Acumulación y capas que provocan otra vez ese mostrarse y ocultarse, un borramiento, pero también la tachadura de ciertos límites. Una experiencia que parecería ilimitada, un recorrido que parecería mostrar caminos para luego ocultarlos nuevamente. Algo así como esos caminos que se pierden en el bosque.[8]

“El maestro, cuyo oráculo está en Delfos no dice ni oculta nada,
sino que solamente significa”[9]

Agosto 2020


[1] Castillo, H. (2005). “Diario bizantino”, Los gatos de la Acrópolis. En Por un poco más de luz Obra poética 1974-2005. Córdoba: Editorial Brujas.
[2] Así conocí a la querida Paulina Vinderman.
[3] Véase Gustavo Martinez Astorino, cap. v “El objeto A en Música de la víctima”, Conversaciones con Horacio Castillo, de próxima edición.
[4] Castillo, H. op.cit., “San Agustín, I, 3″, Alaska.
[5] Castillo, H. op.cit., “Tren de ganado “, Alaska.
[6] Castillo, H. op.cit., “Grandes migraciones”, Los gatos de la Acrópolis.
[7] Horacio Castillo entrevistado por Augusto Munaro, en La Guacha , año 13, Número 33, abril de 2010.
[8] Heidegger, Martin, 1995, en Caminos de Bosque, [trad. Helena Cortés y Arturo Leyte], Alianza Editorial, Madrid.
[9] Heráclito, 1968, Fragmentos, Aguilar, Buenos Aires.