Lo fugaz y lo eterno: Dossier sobre la obra de Horacio Castillo

Dossier Horacio Castillo: Artículos

Debió ser un poeta de los tiempos paganos. Sobre Colectánea, crónicas literarias de Horacio Castillo

Por Norma Etcheverry

Con sencillez, casi con emoción, Horacio Castillo cuenta cómo impresionó a Borges recitándole el verso que da título a esta nota, mientras hablaban de los poetas platenses, allá por 1954, cuando él  apenas tendría veinte años y el viaje comenzaba.

Dignas de releerse, las notas de Castillo reunidas en su libro Colectánea, son pinceladas de humanidad, son las vivencias asombradas de alguien que inicia su búsqueda desde muy joven, con inmensa modestia pero profunda convicción, celebrando a grandes escritores y poetas nacionales y extranjeros, releyendo obras literarias consagradas, y haciendo un recorrido por países y culturas lejanas mientras forja su propia personalidad.  A su vez, los personajes de nuestra historia cultural, política, y social, aparecen en estas líneas tan vívidos que la distancia temporal, más que alejarlos, los acerca en un repiqueteo que nos hace cuestionar y preguntar acerca de nuestros propios valores, los perdidos y los jamás encontrados.

Mientras leo, viajo en el tiempo con las palabras de un Horacio Castillo que repasa con asombro y admiración su propio itinerario, conmovida en el recuerdo de esos encuentros con personajes y circunstancias que lo definieron como poeta, como escritor, y como persona.

Desde el principio, se intuye la influencia en la formación de su carácter de personalidades como la del escritor Ricardo Rojas, a quien admirará por siempre, y del que fuera su joven secretario y su futuro biógrafo. En su presencia, va de la discusión política argentina de los años cincuenta al relato de la emancipación americana y los ideales de San Martin. Candidato al Premio Nobel en 1954, Rojas lo invita a viajar a Santiago del Estero donde se le tributaría un homenaje, y es un jovencísimo Horacio el que nos muestra los avatares de la sociedad literaria en una lejana provincia del interior. A la muerte de Rojas, Castillo confesará que, como D´Annunzio ante la muerte de Wagner, sintió que el mundo había disminuido de valor.  Su agradecimiento quedará  plasmado en la biografía que escribe sobre él y en su discurso de incorporación a la Academia de Letras. Así de agradecidos transcurren también otros relatos, de otros tantos encuentros iniciáticos: con Arturo Capdevila, con Borges, (a quien conoció en ese año 1954, en una velada junto a otros jóvenes como Arnaldo Calveyra), con el poeta chileno Juvencio Valle: “y apenas si soy el hijo del guardabosques…” que le presenta a Neruda.

Luego llegará el largo viaje a Europa del que, muchísimos años después nos habría de relatar detalles con tanta frescura y claridad como si acabara de suceder… Llegaba el verano. El poeta César  Cantoni me invitó a visitarlo, y una  tarde fuimos a su casa. El ventanal dejaba entrar el frescor de la Plaza San Martín, pero la voz del poeta de la Ensenada parecía venir de mucho más  lejos; entre cantos homéricos y  sales marinas se nos impregnaba el rumor del Egeo, el eco de las musas, la poesía de Elytis, Homero, Kazanzatkis…

Nos enteramos que en España frecuenta a Vicente Aleixandre, conversa con Ramón Menéndez Pidal, comparte recuerdos de Rubén Darío con Francisca, su viuda, y además de admirar a Unamuno en el corazón de Salamanca, sigue a Azorín en la ruta del Quijote, en una época en que el negocio turístico no existía y  el camino se hacía realmente “al andar”. En el relato de ese periplo, uno vuelve a leer el Quijote, más aún, es como si entre “aquellos castaños y árboles sombríos”,  diera uno con “un padrecillo  que al pie de unas altas peñas se hacía, de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de agua”. El estrépito de las motocicletas en las que se mueve Horacio y su anfitrión, nos va alejando de los históricos molinos, de la vista de El Toboso en la que se pierde el relato “dejando en el aire un extraño olor a incienso y ajo”. Queda atrás la Mancha para, de pronto, ver la luz “en uno de los lugares más hermosos de Italia”, sobre el lago de Garda,  donde vivió D’Annunzio.

Una y otra vez, en sus notas, Horacio Castillo vuelve sobre Unamuno, sobre el Quijote, traza paralelos entre grandes escritores; ya sobre los clásicos españoles, ya entre Unamuno y Niko Kazantzakis, otro gran apasionado del genio español a quien destaca especialmente por su Odisea, la “monumental” obra de Kazantzakis en la que toma al Odiseo homérico y lo hace emprender un nuevo viaje del que no regresará; “en sus rapsodias, el Quijote es la otra cara de la misma moneda” –nos dice Castillo-; y mientras ensambla la pasión mística de distintos escritores y pensadores clásicos,  nos va atizando el fuego del saber.

Y la curiosidad, porque también despiertan curiosidad esos personajes excéntricos como Henry Levet, el poeta francés largamente desconocido que se hizo famoso con sólo diez poemas y en uno de ellos le cantó a la ciudad de La Plata; o el rescate de protagonistas nuestros como el periodista y escritor Emilio Becher, el primero de nuestros escritores que tuvo conciencia del estilo; por no hablar de la semblanza afectuosa que Castillo nos trae de Victorino Nogueira, el amigo de Don Segundo Sombra, “el  último sobreviviente de esa leyenda gauchesca” a quien a va conocer especialmente y para eso viaja a los pagos de Areco en los años setenta.

Exquisito en su relato, cuidadoso en la trasmisión del conocimiento, Castillo nos habla de Vicente Huidobro y el creacionismo, y de cómo finalmente su teoría estética llega a la cúspide en los últimos versos, “para desandar el camino, ahora consciente de que la palabra de la poesía está dentro y no fuera”, en la “tiniebla interior” que nombra T.S.Eliot.

El deslumbramiento con Ricardo Molinari, “la sublimación de la llanura” y la desmesura, toda su obra a la que ve como un canto en el desierto, canto que es, en esencia, cántico, como lo fue en Molinari, como lo es en toda verdadera poesía: la forma más perfecta de la oración.

Enrique Loncán y cierta persistencia de la gran aldea que le sirve a Castillo como excusa para repasar el mito, los personajes de una época fundacional: Cané, Lucio López, Cambaceres, Wilde, Martel, Mansilla. Y, vuelto a la prosa de Loncán, aprovecha para adentrarse en el lenguaje y la importación lingüística de la época, los argentinismos, aspectos de una prosa esencialmente argentina, y porteña; para coincidir con Graciela Maturo en varios detalles de “la conformación del habla literaria nacional…”, a propósito del 80 y su anticipo a la prosa argentina en sus mejores exponentes: Marechal, Sábato, Cortázar, y hasta -se anima Castillo-, en el caso de Loncán y salvando las diferencias de nivel literario: la de Borges.

Y de a poco, el joven poeta, el viajero asombrado, se ha ido transformando en las páginas de Colectánea. Ya ha traducido a su admirado Odisseas Elytis (a quien no llegó a conocer personalmente), ya ha madurado y asentado su formación literaria, ya es conocido por su exquisita poesía, y reconocido por sus pares; finalmente, es el hombre de letras que trasmite un conocimiento profundo de obras notables, que disfruta del ensayo sobre la intertextualidad de, por ejemplo, Amalia (José Mármol) y Sobre héroes y tumbas (Ernesto Sábato), como propone en una de las notas. Es el tono de un escritor consagrado que nos da su mirada explícita sobre el lenguaje, la literatura, los clásicos, la poesía de Alberto Girri o la mismísima obra de Borges.

Lejos, al principio, ha quedado el joven que impresionó al autor de El aleph con un verso de Héctor Ripa Alberdi, poeta totalmente desconocido entre las jóvenes generaciones. Lejos, al principio, los primeros encuentros, el primer viaje, el primer libro de poesía.

Poco antes de morir, la editorial platense Al Margen reunió esta colección entrañable de notas y comentarios  sobre momentos de la vida del autor,  una especie de biografía si acordamos que, en su origen griego, biografía significa, precisamente, “escribir la vida”. Y esto es lo que hace “nuestro Horacio” en los primeros relatos de este libro. Escribe con auténtica emoción sobre el inicio de su maravilloso viaje —el de la primera juventud—, y por eso nos conmueve. Porque fue, sin duda, en esa búsqueda y en esos primeros encuentros donde Horacio Castillo forjó su profunda vocación literaria, pero también, y sobre todo, su conciencia ética y moral, la que finalmente  atraviesa toda su vida y su obra. Francamente, soy de quienes piensan que la vida y la obra de un autor son dos caras de la misma moneda. Y en ese sentido, Colectánea es un título vigente porque es también una lección de ética, como muy acertadamente señala Mario Goloboff en la contratapa: “También este libro, como lo son los de aquellos escritores que Castillo nombra, es una lección de ética”.



Norma Etcheverry (Ranchos, Pcia. Buenos Aires, 1963). Reside en La Plata. Es poeta y periodista. Publicó, entre otros, los poemarios Máscaras del tiempo (1998), Aspaldiko (2002), La ojera de las vanidades y otros poemas (2010), La vida leve (2014), País niño (2019) y Autóctonas y Exóticas (Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes). Es coeditora en Proyecto Hybris Ediciones.