Dossier Horacio Castillo: Entrevistas
La pérdida del centro
Entrevista realizada en 2009 y publicada parcialmente en La Guacha, un año después, que forma parte de la edición de la Obra reunida (2020).
Por Augusto Munaro
—¿Cuáles fueron sus primeras relaciones personales con escritores?
—Yo tenía diecisiete años cuando conocí a Ricardo Rojas, por entonces uno de los intelectuales más destacados de Hispanoamérica, a quien me unió una estrecha relación —oficié como una especie de secretario— hasta su muerte en 1957, y cuya biografía escribí años después. Por esos años, comienzos de los 50, visitaba a Arturo Capdevila, tomaba el té con Borges —el Borges de aquellos años, sólo conocido por escritores— en la confitería La Fragata, en la calle Corrientes, y me carteaba (aunque parezca hoy increíble, porque yo era un muchacho veinteañero), con Enrique Larreta o Alfonso Reyes. También conocí en el verano de 1954, en Chile, a Pablo Neruda.
—Bien Horacio, vayamos hacia otro caro tópico en su vida. ¿Cómo se manifiesta su interés por la poesía griega y, en particular, por el idioma griego moderno?
—Mi interés por el mundo griego comenzó temprano, cuando incursioné en la lengua clásica para leer a Homero. Pero hacia los años 60, cuando le otorgaron el premio Nobel a Seferis y comenzó a difundirse la obra de Kavafis, quise leerlos en su lengua y me puse a estudiar el idioma moderno, lo que se llama demótico, que no es otra lengua sino un estado de la evolución milenaria del griego.
—¿Es cierto que aprendió el griego como autodidacta?
—Comencé a estudiar el idioma con un sacerdote de la Iglesia Ortodoxa y, luego, seguí por mi cuenta, sobre todo practicándolo con griegos o hijos de griegos, y leyendo todo lo que podía, desde gramáticas y libros a diarios y revistas de todo tipo.
—Una aventura intelectual que habrá requerido de mucho tezón…
—Me consideré —y es un consejo que me permito dar a quienes quieren aprender alguna lengua— un inmigrante, y todo lo que se relacionaba con la vida diaria lo iba refiriendo al griego. Si tomaba agua, me decía para mí mismo “neró”: si compraba azúcar pensaba “zájari”; si llovía murmuraba “breji”. Desde luego, para leer a los poetas, sobre todo algunos muy difíciles, debía recurrir al diccionario.
—¿Qué huellas dejaron en sus libros los viajes que hizo a Grecia? ¿De qué modo sus paisajes repercutieron en su imaginario?
—Cuando subí por primera vez a la Acrópolis, en Atenas, y toqué una columna del Partenón, se me hizo un nudo en la garganta y me brotaron lágrimas. Después, en Micenas, “la rica en oro” como la llama Homero, atravesé conmocionado la Puerta de los Leones por donde habían pasado Agamenón y sus huestes hacia Troya. Y en Delfos, donde una piedra cónica, el “omphalos” (que quiere decir ombligo) marca el centro del mundo, comprendí que estaba en pleno mito. Desde el punto de vista literario, además de un poema titulado “Micenas” y varias recreaciones míticas, la frecuentación de Homero, Safo, la epigramática, el canto popular, me ayudaron a eludir el subjetivismo y abordar una poesía más impersonal. Asimismo, ese contacto con lo griego hizo que no perdiera de vista la vida. La luminosidad griega compensó lo presencia de lo siniestro a que me referí al comienzo. Como dice Kazantzakis, el artista griego entra en el bosque de la vida y convierte el árbol en columna, pero la columna huele a madera, a resina.
—Usted ha mantenido relación epistolar con numerosos poetas griegos…
—He tenido relación epistolar con muchos poetas griegos que me acercaron sus obras, pues desde aquí era imposible o muy difícil conseguirlas, entre ellos Odyseas Elytis, Nikiforos Vretakos, Takis Varvitisotis, Miltos Sajturis, Kikì Dimulá, y los más jóvenes, todos los cuales figuran en mis antologías.
—¿Cómo se produce el paso de esa poesía al acento austero de su segundo libro, Materia acre?
—Recuerdo exactamente las circunstancias de ese cambio.
—¿Sí?, ¿cómo ocurrió?
—Habíamos ido con mi familia a exhumar los restos de un hermano muerto en plena juventud: una escena macabra, shakespereana. A su término, colocamos los huesos en una bolsa de plástico y caminamos entre las bóvedas para dejarlos en un nicho. Después nos separamos y, mientras esperaba el ómnibus en una esquina, vinieron a mi mente estos versos: “donde siempre canta / uno de esos pájaros que cantan en los cementerios”. A partir de ese instante quedé en un grado cero de mi escritura y comencé a escribir con mi propia voz poemas como “Anquises sobre los hombros”, “Culto”, “Arte poética”, “Generación”, “Jean Beyar”, que pasaron a integrar Materia acre, publicado en 1974.
—Ya en Materia acre se vislumbra el tinte de impersonalidad de sus poemas. Una apuesta contraria a la exaltación romántica. ¿Cuán consciente era de esta observación?
—Me atrevería a decir, paradójicamente, que hay una “impersonalidad personalizada”. Quiero decir que en todos mis poemas estoy yo, mi experiencia de la vida, hechos concretos, pero todo revestido de una máscara que lo despoja de lo anecdótico para convertirlo en un objeto mítico. Como dice Gustavo Martínez Astorino, que ha dedicado un libro[2] a mi poesía, lo que trato de construir es una alegoría, esto es una máscara. Al no estar la cosa de la que habla el poema (la referencia, por decirlo de algún modo), hay un “envío”, una suerte de anamnesis que es en realidad lo que el lector puede recuperar. La contingencia de la palabra, lo “apofático”, la llevan irremediablemente a lo simbólico: porque es el orden simbólico el que establece la correlación entre lo material y lo espiritual, lo real y lo metafísico, lo profano y lo sagrado. Basta remitirse a la etimología de symbolon: marca, señal de reconocimiento, contraseña de hospitalidad. En Grecia el symbolon subrayaba los dones de la hospitalidad: el que tenía un huésped, al marcharse éste, rompía un objeto de cerámica en dos partes, y cada uno conservaba una mitad a la espera de que el destino volviera a reunir las dos partes. La palabra, como el símbolo, reúne también dos partes, dos realidades: la visible y la invisible, lo cognoscible y lo incognoscible. Como se ha dicho con razón, el símbolo transignifica, dice el misterio: es señal de un plus de realidad infinito e inaccesible.
—Su libro Materia acre está construido a través de una serie de temas muy disímiles entre sí. Épocas y geografías enrarecidas, que imposibilitan cualquier identificación espacio-temporal. Esta inclinación también se concentra en Tuerto rey (1982), su siguiente libro, donde emergen, por ejemplo, Marco Polo y Caronte. ¿Por qué prefiere alejar las cosas, situándolas en un lugar distanciado? ¿Acaso la realidad inmediata nunca la consideró suficiente como materia estetizante? ¿O trató de evitarla por temor a lo anecdótico?
—El poeta, como Homero, como Támiris —un poeta mítico que se jactó de superar a las Musas— es ciego; ciego, entiéndase bien, o por lo menos tuerto, como sugiero en Tuerto rey, para ver el mundo fenoménico, el mundo de las apariencias. Sólo puede ver el misterio, palabra que viene del griego «mysterion», que a su vez deriva del verbo «myo»: cerrarse, estar cerrado. Eso que está cerrado, encerrado, lo que alguna vez he llamado con un neologismo “misteriosidad”, es la cualidad de todo lo que es por el solo hecho de haber sido arrancado del no ser; ergo, arrancadas de lo divino. Hölderlin es el paradigma; otro sería Dante, que habla de trasumanar; y el Paul Celan de su poema “Tenebrae”: «Señor estamos cerca» (Nah sind wir, Herr). Hacia ese lugar, hacia esa “misteriosidad”, se dirige, o debe dirigirse, la mirada del poeta. Yo he tratado de hacerlo, en la medida de mis posibilidades.
—Su acercamiento a lo mitológico se acentúa en Tuerto rey. ¿Su poema “Para ser recitado en la barca de Caronte” nació de una atenta lectura de la Divina comedia?
—El poema sobre Caronte no tiene relación directa con la Divina comedia, texto que me ha proveído de algún tema, como el titulado “Con quanti denti questo amor ti morde”. Parto de la noción común de Caronte como el barquero que transporta las almas de los muertos a través del Aqueronte. Lo novedoso, si se me permite, de mi visión, es que quien narra —uno de los difuntos, seguramente un poeta— en vez de mostrar temor o pesadumbre, contempla gozoso, aún en esas circunstancias, el paisaje que tiene ante sus ojos. Y otro dato, por si interesa, desde el punto de vista formal, es que el ritmo del último verso imita el movimiento de los remos: “cada vez más fuerte, cada vez más rápido, más lejos de la luz”. (los dos hexasílabos primeros imitan el impulso, el heptasílabo indica el deslizamiento producido por ese impulso).
—¿Hay alguna alusión política en su poesía?
—Norman Thomas de Giovanni, primer traductor de Borges al inglés, que recogió poemas míos en una obra publicada por la Universidad de Columbia, vio inmediatamente la historicidad de varios de mis textos, sobre todo los escritos desde comienzos de los 70: historicidad, como ya he dicho, despojada de su carnadura exterior y sublimada alegóricamente. “El gran cacique Watchtaker hace llover” puede ser Perón o cualquier tirano a la usanza sudamericana; “Generación” parte de las movilizaciones que se produjeron cuando retornó Perón y —ya he dicho también— que su final fue profético: “y llorábamos por la siguiente generación”. Tienen un contexto semejante “La mesa de los asesinos”, “Al pie de la letra”, “Tren de ganado”, etc.
—Ahora bien, ¿cada poema es, a su vez, una teoría del poema?
—Todo poema, efectivamente, es una teoría del poema. Y más también: una teoría de la poesía. Pero conviene recordar aquello del Fausto de Goethe: “Toda teoría es gris y verde el árbol de oro de la vida”. Por eso, a la hora de escribir, prefiero pensar que estoy caminando con Sócrates, con Fedro, a orillas del Iliso, y que nos sentamos a la sombra de los árboles: Sócrates dice: “¿No es aquí donde Bóreas raptó a la ninfa Oritya?”. Y, de pronto, una brisa perfumada trae unas palabras que vienen de lo inefable; unas palabras nada más, que no entendemos bien que quieren decir, pero intuimos que es la Musa que, como le dictó en un poema a Eliot, dice: “Every poem an epitafh” (Cada poema un epitafio).
—Continuemos con su itinerario de publicaciones. Casi una década más tarde, aparece Alaska (1993). Un libro más narrativo, menos críptico que el anterior. Asimismo, sus versos —si se me permite— se extienden. Pienso en “La casa del ahorcado”, “Alaska”, o “Tren de ganado”. Son poemas ligeramente más extensos que los previos. ¿Cuál fue la razón de ese giro?
—Mi obra, como supongo toda obra prolongada en el tiempo, es un work in progress. Sólo que, en mi caso, ese “progreso” es consecuencia de la vida, del siendo, el cual, al ser simbolizado por el lenguaje, requiere cada vez nuevos recursos. Sí, ya al final de Tuerto rey (1982), la concentración expresiva me impedía desarrollar otras experiencias. Y, precisamente, el último poema de ese libro, “Pablo entre los gentiles”, abre paso al lenguaje narrativo que desemboca en Alaska. Dicho carácter narrativo, sumado a la mayor extensión del texto, obligaron a trabajar la forma del poema, su estructura, que se hacen más complejas, hasta culminar en Mandala.
—En “Omphalos” se articula toda una cosmogonía. ¿Cuál fue el procedimiento de su escritura? ¿El centro a que alude es la voz del Espíritu: «Toma una piedra —dijo el mensajero— y marca el centro del mundo»?
—Según el mito Zeus envió dos águilas en sentido contrario que se encontraron en Delfos. Allí, como lo he dicho anteriormente, una piedra cónica marcaba el centro del mundo. Esta idea de centro, o más exactamente de pérdida del centro, que he desarrollado también en mi trabajo “El poeta en las postrimerías”, ha sido siempre para mí fundamental. Como digo en ese ensayo, el Universo ha perdido su centro y hoy ese centro, que fue Delfos, que fue Roma, que fue la Tierra, que fue el Sol, no está en ninguna parte. Y cuando no hay centro, como digo también en ese trabajo, el Espíritu debe recuperar su propia gravedad y convertirse en centro. De allí que, en mi poema, la búsqueda del centro sea un imperativo existencial. Por eso, después de las imágenes de la muerte —las mujeres que arrojan albahaca en un pozo, un pájaro que sale del fondo de la tierra— la piedra es colocada al pie de un árbol petrificado: “y la piedra se llenó de hojas, el árbol de sol”.
—¿Cómo surgió esa idea en particular?
—La imagen de este árbol petrificado me la sugirió el llamado algarrobo de Agüero, en San Luis, un árbol gigantesco que tiene más de 400 años.
—Desde Los gatos de la Acrópolis (1998) en adelante, usted ha decidido ahondar su atención en la forma de los poemas, contemplando sus posibilidades expresivas. ¿Cuáles son las variantes que utilizó en esa búsqueda? ¿Por qué?
—A cierta altura de mi obra, cuando los textos se hicieron más extensos, la forma cobró un papel preponderante: también había que crear forma. Como dice Malraux, “llamo artista al que crea formas”. Y Paul Klee: “La forma es el supremo contenido”. Y esa creación de forma depende de la intención, de la invención y de la necesidad artística.
—Vayamos, si es posible, a varios ejemplos concretos.
—En el poema “Tren de ganado”, para dar un ejemplo, el itinerario se describe mediante una pregunta a la que se responde con una palabra, y el orden de esas palabras indica el trayecto de la vida a la muerte: sol, nube, árbol, río, pájaro, piedra, niebla. “La virgen” es un diálogo; “Diario bizantino”, una serie de fragmentos; “Sphairon” —como dijimos— imita un texto corrompido; “A una nube que pasa”, una sucesión de discursos de diferente índole; y “Mandala”, sobre el que hablaremos luego, un texto escrito en dos columnas.
—El núcleo de su poética, como ya nos hemos referido, gira en torno a transfigurar una idea en mito. ¿Desde cuándo y por qué ese pensamiento le atrajo como centro de su propuesta lírica? ¿Cómo se da ese procedimiento, parte de un concepto, una imagen? ¿Podría referirse a él?
—No podría explicar desde cuándo mi poesía recurrió al mito, porque todo ha sido al comienzo un proceso intuitivo. Pero advierto que ya en Materia acre hay poemas como “Expedición al Everest”, “Anquises sobre los hombros” o “Un caballo canta sobre la tierra” que son de índole mítica. Después, en los libros siguientes, se instituyen recreaciones de mitos clásicos, como “Dice Eurídice” o “A una rama de laurel”, y creaciones propias, como la cacería del oso blanco (Alaska) o “Mujer peinándose ante el espejo”.
—En 2000 se edita Cendra. A pesar de no ser su poesía neorromántica, tanto en “Canción” como en “Apuntes para una gnoseología poética”, usted menciona a John Keats. ¿Qué le atrae de su poesía? ¿Qué siente que asimiló de la poesía anglosajona?
—La lectura de John Keats se remonta a mi juventud, pero fue mucho después —y sobre todo hoy, ya necesitado de la quintaesencia de la poesía— que puedo colmar mi alma con versos increíbles, como el comienzo de “Endimion”: “A thing of beauty is a joy for ever” (“Una cosa bella es alegría para siempre”), o la “Ode on a Grecian Urn” (“Oda a una urna griega”): Thou still unravished bride of quietness (“Tú, novia inviolada de la quietud”). Por entonces leí Vida y cartas de John Keats, de Lord Houston, donde encontré aquel epitafio que el poeta escribió para sí: “Yace aquí uno cuyo nombre fue escrito sobre el agua”. Hace poco leí el libro, un poco desmañado, que Cortázar dedicó a este poeta: Imagen de John Keats. Y cuando escribí mi “Canción”, poema incluido en Cendra, hice simbólicamente que la mariposa se posara sobre la tumba de Keats, es decir sobre la poesía (aunque me costara encontrar una rima, siquiera asonante, para la palabra “Keats”: “cenit”). También, por supuesto, me interesaron otros poetas, como John Donne, Coleridge o Shelley, y los contemporáneos, claro, pero no podría precisar qué puedo haber asimilado. Tal vez el esfuerzo por aprender lo que es un poema leyendo “Sailing to Bizantium” (“Navegando hacia Bizancio”), de W. B. Yeats: “That is no country for old men” (“Este no es un país para viejos”).
—Hay cierto tono de ritual en sus poemas. De ceremonias lejanas y sagradas. Pienso en “Entre sombras y lejos” y “No temas al raptor”.¿Cuáles cree que son los mecanismos esenciales para recrear una escena mítica?
—No había pensado —y me parece interesante que usted lo advierta— que exista en algunos poemas un tono ritual, sagrado, que tal vez sea consecuencia de la religiosidad de que ya hablamos, o de la esencia mítica de muchos textos. En el caso de “No temas al raptor”, por ejemplo, una muerte se asocia al rapto de Perséfone por Hades, aunque no se lo diga explícitamente, y a la concesión que el rey del pueblo de los muertos hace para que aquella esté una parte del año en su mundo y otra en el mundo de los vivos (resabio, posiblemente, de un antiguo mito agrario). Esta es la “máscara” de una elegía, de un lamento fúnebre real.
—En Música de la víctima y otros poemas (2003), ¿de qué modo cree que con su poema “Eva revisited”, usted ha hecho una reivindicación de la mujer?
—He tenido la fortuna de que cierta crítica femenina ha reparado en aspectos de mis poemas que rescatan la condición de la mujer. Así, en “Dice Eurídice”, se ha subrayado el pasaje en que ella siente terror de que Orfeo la vea con su “tocado de sombra y el pelo sin brillo”. También en “Diálogo del cántaro y del agua”, texto brevísimo que es en realidad un diálogo entre lo masculino y lo femenino: “—Sólo por ti soy cántaro. —Siempre soy agua”. Asimismo, en “La virgen”, la mujer vive siempre el amor como un acto nupcial: “se abre y se cierra” —dice el texto— “como una flor nocturna”. En “Eva revisited” la cuestión va mucho más lejos, porque de lo que se trata es, nada más y nada menos, de que la mujer no estaba en el plan original de la Creación. Aparece luego, cuando creado el hombre, se le concede una compañía, lo que introduce el amor en el mundo. Y esa ruptura del orden original recae sobre ella, injustamente, como madre de la Culpa. Creo que en el poema hay un par de afirmaciones que fundamentan esa reivindicación: primero, que al no estar en el proyecto original de la Creación la mujer es libre; segundo, que ella —es decir, el amor— trae la palabra al mundo. Y un detalle formal: el poema se cierra con una sucesión de palabras, casi todas bisílabas, que sugieren el acto de consumación: “hiende, cava, arranca de cuajo todo / todo, nada, muerte, vida, más, ahora, sí”.
—¿Puede considerarse “Epigrama” como su testamento poético?
—El poema “Epigrama” (otro ejemplo de “máscara”) yo diría que, más que un testamento, es la justificación de una conducta ante la vida y la literatura. Porque, al vivir lejos del poder cultural —dador del “éxito”— en una ciudad provinciana como La Plata, acepté un destino de poeta sin ambiciones de grandeza, sin las vanidades de la república de las letras; es decir, el mismo destino de los demás hombres, y feliz de haber escrito versos que merecieron algún reconocimiento. Este reconocimiento (en el texto de referencia, por supuesto) consiste en un monumento cerca de una gruta; gruta que, en efecto, existe en el bosque de La Plata y frente a la cual se han emplazado los bustos de los poetas locales Francisco López Merino y Roberto Themis Speroni. Un día, al pasar por allí, vi que habían arrancado de este nombre, Speroni, las letras “S” y la “i” final , de manera que había quedado la palabra “perón”. A este episodio alude el poema cuando, como testimonio de las vanidades del mundo, dice que los jóvenes van subrepticiamente a esa gruta a amar y arrancan de tanto en tanto una letra de su nombre.
—Hay un libro asombroso en su producción. Uno que se impone al resto por su aliento desafiante, pues demanda una lectura mucho más exigente dado que esconde varios planos de realidad. Me refiero a Mandala. Creo que se trata del poema más hermético de su producción, y a su vez, el más complejo en su lectura. ¿Nació con el fin de explorar otras zonas, de querer contar algo prácticamente indecible?
—La apelación de Música de la víctima y otros poemas a un lenguaje más allá del lenguaje, a una lengua virgen, a la inversión de la flauta, abrió el camino a Mandala donde, precisamente, describí la búsqueda de un lenguaje esencial, desprendido de lo fenoménico: “lo neutro”. La palabra puede inducir, y ha inducido, erróneamente, a relacionar el tema con Blanchot o Barthes, pero lo mío es estrictamente poético. En mi caso, el Ser es un mandala y lo neutro un protofenómeno, lo que la lengua define con el artículo lo: es decir, el ser de lo que es. En el poema, ese encuentro con el lenguaje del Ser es un incesto, porque como somos hijos de la palabra sólo podemos hablar después de unirnos con ella y tras la aniquilación sobreviviente. Desde el punto de vista poético, o mejor dicho mítico, se narra la travesía del narrador del poema y su hermano de lengua que, después de ingresar a una chimenea, son purificados y experimentan la patencia del ser, lo siniestro, que abre la lengua de lo neutro: lo mar, lo flor, lo palabra. Finalmente, se consuma el incesto, el encuentro con “lo madre”, “lo palabra”, palabra ésta que se tacha porque sólo habla “lo que se tacha a sí mismo”.
—¿Qué aspectos concretamente formales de ese poema le interesó desarrollar con su escritura?
—El poema está formado por dos textos paralelos que se conectan, imbrican, aclaran o enriquecen mutuamente. La columna de la izquierda describe ese proceso de fabulación de la búsqueda de un lenguaje esencial, lo neutro; la columna de la derecha —suerte de acotaciones— presenta otro tipo de discurso.
—¿Cuánto tiempo le demandó su realización; ¿aplicó el mismo método de corrección que con sus anteriores poemarios, o fue con este mucho más riguroso y estricto?¿Cómo supo que estaba concluido y, por lo tanto, listo para ser publicado?
—No puedo calcular exactamente el tiempo que me demandó escribir este poema, pero estimo que dos o tres años, en forma discontinua, claro. Por un lado, yo mismo tuve que ir aclarándome, a medida que avanzaba la escritura, cuáles eran los conceptos de fondo y de forma que estaban en juego. No es que yo haya pretendido cometer una extravagancia, otro “Coup de dés” a lo Mallarmé o el Altazor, de Vicente Huidobro. Es que lo que me proponía decir exigía mecanismos propios, resolver problemas que iban apareciendo donde menos lo esperaba. Por decirle uno, el verso final de una estrofa dice: “útero radiante de pujar”. Y en la columna de la derecha se pone, en griego, la palabra οὐδέτερος, que significa “neutro”. Si de esa palabra griega suprimimos la sílaba οὐδ (en mi poema la coloco entre paréntesis, indicando esa posibilidad), se convierte fonéticamente en “úteros”. Lo mismo el acto de tachar con una cruz la última palabra, que es justamente “palabra”. Creo que en ese momento comprendí que el poema estaba concluido, aunque terminó de cerrarse cuando advino la última línea de la columna derecha: “sólo habla lo que se tacha a sí mismo”. Comprendí lo que dice el Tao: “¿Dónde puedo encontrar un hombre que haya olvidado las palabras’? A ese me gustaría leer”.
—¿Cuáles son los tres poemas de su autoría que cree que lo justifican como poeta?
—Es muy difícil para el autor juzgar los méritos de su propia obra, y hay en ese sentido equivocaciones históricas: Cervantes creía que el libro que lo representaría sería Viaje al Parnaso, no el Quijote. De todos modos, para no eludir la pregunta, citaría “Dice Euridice” “Tren de ganado” y “El foso” porque en ellos se expresa nítidamente la naturaleza de mi poética.
AugustoMunaro (Buenos Aires, 1980). Narrador, poeta, traductor, editor y periodista. Publicó los libros Ensoñaciones: Compendio de Enrique de Sousa (2006), El cráneo de Miss Siddal (2011), Recuerdos del soñador evasivo (2011), Breve descripción de una |sepultura|(2013), Vida de Santiago Dabove (Ivan Rosado, 2015), A la hora de la siesta (2016), Arletty (2016), El busto de Chiara (2018), Las cartas secretas de Georges de Broca (2019), Los soñantes (Paradiso, 2019), Incrustaciones dubaitíes (2019), El rapto de Helmut Kelsen (2020) y Un misterio luminoso (2020).