Dossier Horacio Castillo: Memorias
Diez años después
Por Horacio Fiebelkorn
1
Mi ciudad se fue. Ya no está más la que fue mi ciudad, el lugar donde crecí y perdí. Cuando se disipe la cuarentena, cuando se ponga un límite preciso a la pandemia, caminaré sus calles, me cruzaré con su poca gente. No voy a detenerme en ningún café, porque es posible que ya no haya un café. O sí, pero no importa.
Mi ciudad se fue, y se llevó al que fui. Se llevó mucho de todo.
Pero no a los poemas de Horacio Castillo. Como labrados en una roca extraña, los poemas de Horacio aguantan cualquier época, se plantan ante el peor de los contextos, soplan en la nuca de la historia.
Clásico, pero no en el sentido de “antimoderno” o “anticontemporáneo”. Clásico y moderno, dijo de él, alguna vez, el narrador Juan José Becerra. No cualquiera puede ser definido así. Hay que merecerlo.
2
Llegué tarde a la poesía de Horacio. Recién en los 90, y no fue sencillo, tuve que abrirme a un flujo inédito hasta el momento para mí. Había que bucear —tenía que bucear— con la razón en suspenso. Había que aceptar también la inutilidad de las etiquetas frente a esta poesía. Debía aceptar, y acepté, a mi manera, la posibilidad de una emoción distinta.
Conversé sobre este asunto alguna vez con Juan Desiderio, aunque es posible que no se acuerde. Hablábamos del modo en que la poesía de Castillo te llevaba a zonas de la emoción humana hasta el momento desconocidas.
Lo que conecta con un texto de Hugo Padeletti en el que menciona, como al pasar, las propiedades de cierta música que “no imita nada, ni siquiera los sentimientos, ya que cuenta con la posibilidad de crearlos”. (Padeletti, Dibujos y poemas 1950-1965, Editorial Áncora).
Los poemas de Castillo crean en los lectores el espacio de esa emoción.
3
Etiquetas inútiles, dije hace un momento. Vaya, entonces, una pequeña escena para acompañar la idea.
En una tarde lluviosa de mayo del 2007, cinco personas visitamos a Castillo en su casa. Cuatro poetas (Villa, Desiderio, Durand y yo) y una fotógrafa, Carolina Cosentino, que registró además en video algunos momentos de la larga charla que tuvimos y luego se publicó en el sitio Atmósfera.
El caso es que durante la conversación, hubo algo que dijo Horacio que nos hizo pensar, a los cuatro, en una palabra maldita: “objetivismo”. Nos miramos entre todos, y tácitamente acordamos en que era una trampa, un desvío fatal. No debíamos entrar ahí. La charla siguió su curso.
4
Me cuenta mi amigo Carlos Martín Eguía que cuando empezó a difundir sus propios poemas, un buen día pudo encontrarse con Joaquín Giannuzzi. Encuentro cordial. Hasta que Giannuzzi le preguntó si había leído a los poetas de La Plata.
Como Eguía le dijo que no, Giannuzzi lo cagó a pedos. “¿Cómo no has leído a los poetas de tu ciudad? ¿Cómo no has leído a Horacio Castillo?”
Otro amigo, el poeta Martín Rodríguez, me contó una vez que pudo sobrevivir a un verano triste y aburrido en una playa, gracias a los poemas de Castillo.
5
Horacio no buscó a sus lectores. Esperó siempre a ser “descubierto”. O mejor dicho: no lo esperaba, seguía con su vida. Y si sucede, mejor.
Me tocó a mí oficiar varias veces de rapsoda de sus poemas en el ámbito porteño. Cada vez que lo hice, puse énfasis en destacar a Castillo como el poeta inquieto y contemporáneo que realmente era. Quería sustraerlo de cierta lectura esencialista y conservadora que lo convertía en poco menos que una columna dórica, o le ponía el sello de “metafísico” cada vez que el lenguaje corría sus límites en cuanto al alcance de lo que puede ser dicho.
Qué fácil es etiquetar en base a dos o tres asuntos. En el cuerpo general de su obra, los poemas vinculados a mitos griegos son pocos. Sin embargo, se lo consideraba casi “el griego” de la poesía argentina.
6
Tengo el número telefónico de Horacio en una agenda vieja. Cada cierto tiempo lo llamaba. En esos años yo vivía en Buenos Aires y mis rutinas telefónicas eran dos: mi padre, y Horacio Castillo.
Arreglamos un día para encontrarnos, durante una movida literaria en el Malvinas. Fue un sábado del 2006. Horacio llegó, impecablemente vestido y de muy buen humor, y me obsequió un ejemplar de Por un poco más de luz, que reunía todos sus libros de poesía, salvo el primero.
En enero del 2007 moría mi padre. Pocos días después visité a Horacio en su casa de calle 6.
“Hablar o callar ¿qué es lo mejor? (…)
“Llueve sobre colinas y jardines.
El silencio del cuarto es el silencio del mundo”.
(«Visita al maestro»)
7
Mi ciudad se habrá ido. El lugar donde crecí y perdí. No sé qué voy a encontrar cuando vaya otra vez.
Seguirá el invierno, y andaré bajo los árboles desnudos. Pasaré por la puerta de los cafés cerrados, y ante las persianas bajas de tantos negocios.
Caminaré despacio. Nadie me corre.
“Vuelvo al lugar de donde nunca me moví. Desde tan lejos”. (“Diario bizantino”)
* *
El camino iluminado
por Gustavo Caso Rosendi
Sonaba el teléfono: Me tenés abandonado, ¿cuándo nos juntamos?, decía Horacio desde el otro lado de la línea. La taba, o La linterna eran los sitios que elegíamos para cenar. Sumábamos también a Leopoldo Brizuela y a Martín Raninqueo. Y mientras la parrillada de rigor iba desapareciendo poco a poco del infiernillo, asistíamos a una especie de taller involuntario en el que el Maestro se explayaba. Luego decía: Bueno, yo ya hablé demasiado ¿ustedes qué cuentan?, dispuesto a escuchar con la misma avidez con la que nosotros lo habíamos escuchado antes. Porque más allá de ese escaparate doctoral que podría llegar a percibir en primera instancia quien no lo conociera demasiado, se sentía uno más de nosotros. Era pícaro, divertido. Y tenía la sincera humildad que sólo una buena dosis de calles embarradas puede aportar.
Ya con el postre, y como para ir despidiendo a la última botella, venía la infaltable ronda de lectura de poemas. Fue en una de esas lecturas donde Horacio sacó unos papeles con tachaduras y flechas para acá y para allá, y se puso a leer los hoy ya conocidos —y tremendos— «Dice Eurídice» y «Tren de ganado», ahora integrantes de su libro «Alaska» (Libros de Tierra Firme, 1993). A mi parecer, más allá de que toda su obra es de excelencia, este es el libro —el conjunto—donde alcanza el punto más sublime.
No quiero dejar de destacar otros textos potentes y maravillosos: «Culto», «Anquises sobre los hombros», «Salto» (de «Materia acre», Carmina, 1974); «Para ser recitado en la barca de Caronte», «Tuerto Rey» (de «Tuerto Rey», Carmina, 1982); «Alaska», «El foso» (del ya citado «Alaska»); «Los gatos de la Acrópolis», «El pecho blanco, el pecho negro», «El lavadero» (de «Los gatos de la Acrópolis, Ediciones del Copista, 1998).
Descripción (Carmina, 1971) es su primer libro, del que Horacio renegaba. Había en su departamento varias cajas, como si estuvieran custodiadas por un chihuahua de tres cabezas. Recuerdo que le pedí un ejemplar y, no sin pesar, me lo obsequió. Te lo doy porque te siento amigo —dijo sonriendo. Contiene textos escritos entre 1962 y 1969, del cual podría citar varias líneas —y hasta algunos poemas— que entrarían en contradicción con la resolución tomada por el autor. No lo haré. Primero para no traicionar su confianza; segundo para que no venga a reprochármelo en los sueños.
Sus dos últimos trabajos fueron Cendra (Ediciones del Copista, 2000) y Mandala (misma editorial, 2005), donde se encaminaba a una profunda experimentación con la palabra.
Retornando a nuestros bacanales criollos, era muy interesante cuando Horacio contaba el origen cotidiano y biográfico de algunos de sus versos. Por poner algunos ejemplos, en el poema «El foso», cuando dice «cantábamos pelando papas infinitamente oscuras», se le ocurrió, justamente, pelando papas. En «El pecho blanco, el pecho negro«, nos reveló que fue amamantado por una nodriza negra. Que «El lavadero» se le presentó en un Laverap que tenía enfrente, cuando vivía en diagonal 78. Y así otros: su compañera peinándose ante el espejo, una mariposa entrando por la ventana, las nubes pasando, etc.
Ahora, cuando charlo con uno de sus hijos, me parece estar escuchándolo a él. La misma voz, la misma manera de decir. Horacio (h), que también es poeta —y de los buenos— me contó que le hacía bromas por el título «Los gatos de la Acrópolis»…¡Tantos gatos va a haber!, le decía —o algo así. Pero cuando estuvo en la Acrópolis, hace muy poco, un gato negro se le acercó y se quedó mirándolo fijo, como posando para la foto. Era él, Gustavo. Te juro que era él, podía sentirlo. Ahora te entiendo, viejo, me dijo que le dijo al gato, conmocionado. Y se tomó la misma fotografía, en el exacto lugar de esa otra, más antigua, que tiene en la biblioteca —y desde donde su padre le sonríe.
Desde que aquel teléfono se quedó esperando —para siempre— el cálido reclamo, aquella contraseña que nos hacía encontrarnos, no fuimos más a La Taba, ni a La Linterna. La suerte estaba echada. El camino, iluminado.
* *
Arriba y abajo
in memoriam H.Castillo
Por Osvaldo Picardo
—La historia es ésta: Un carpintero, Ernst Zimmer, se lleva a Hölderlin de la clínica de enfermos mentales, un día de mayo de 1807. El carpintero hacía algunos arreglos de ebanistería. Y no conocía al poeta, sino por haber leído su Hiperión. Fue suficiente razón para cuidar de él, más de 35 años, hasta el día de su muerte. Está enterrado en el cementerio de la ciudad, no muy lejos del centro y detrás de algunos edificios de la universidad. Un viejo álamo se eleva por encima de su tumba, lo cubre con sus ramas y su sombra. La locura de Hölderlin es menos sorprendente que la lucidez de sus versos, pero nos seducen igual con lo del loco de la torre y las uñas largas sobre un piano sin cuerdas… Decía estar tocado por Apolo y firmaba Scardanelli. Sí, los poemas que siguió escribiendo los firmaba con el hu-mil-de-men-te Scardanelli. Todavía la casa del carpintero se conserva como hace dos siglos, con la torre de tres pisos que da al río que vio nacer y morir al poeta. Hay, ahí, hoy, un museo…
—¿Se puede visitar?, preguntó César mientras buscaba dónde anotar algo que se le estaba por escapar, como una mosca en el aire húmedo y viscoso del verano platense.
-—Por 5 euros hasta podés asomarte a la ventana que da sobre la cresta de los bosques de Tubinga y arriba de las orillas del Neckar, el río las olas azul y plata,
surgiendo cual la vida de la copa
plena de la alegría…
—Eso me parece que es la versión del negro Silvetti Paz:
Despertó entre tus valles a la vida
mi corazón…
—¡Qué memoria de elefante! —exclamó Abel, mirando a Preler que aún cerraba los ojos a punto de recitar algunos otros versos…
El batifondo de la Modelo y los amigos que, como de costumbre, no paraban de discutir, no interrumpió el gusto de escuchar aquella voz de Preler interpretando el resto del poema de Hölderlin. No hacían falta motivos para hablar de poesía cuando, a pesar de los años, se juntaban otros tantos “scardanelli” a venerar la inventada eternidad en que aún siguen creyendo. La verdadera interrupción aconteció por otra razón. Lo real y concreto que, aunque se quiebren los vasos, no se derrama, se las arregla siempre para disolver en el aire, el poema más perfecto.
Y desde hacía un instante, no más allá de la palabra “corazón” que inicia el segundo verso de El Néckar, no nos poníamos de acuerdo sobre el cartonero aquel que para pedirnos un pucho había bajado, de repente, desde una montaña ambulante de lo que a simple vista parecía sólo papel y cartones, pero pronto, con su cercanía, tomaba la forma verdadera de libros abiertos y cerrados, dados vuelta, atados en paquete o sueltos, de tapa dura o blanda, ¡libros! Tal vez, si hubiera sido solamente un cigarrillo, no hubiera conmovido nuestra entretenida pasión verbal ni nos hubiera dejado tan al borde del silencio. Fue también lo que dijo después. ¿Cómo podríamos sobrevivir a esas palabras de despedida? Cada uno de nosotros, viejos atletas de la lengua, quedamos sin entender o entendimos lo que pudimos.
El tipo apareció ahí, en la vereda de la Modelo donde nos habíamos sentado esa noche anticipada de veranito. Se nos acercó y con el tono de un familiar que vive en nuestra propia casa, nos pidió un pucho y como agradecimiento nos disparó, con alevosía y premeditación, estas aladas palabras:
Abajo crecieron y tuvieron hijos,
van y vienen por vituallas y noticias,
o vuelven como ahora de enterrar algún muerto
y saludan de paso al carpintero vecino
que tiene como inquilino a un dios.
—¡Fait chier! —soltó Abel, en un buen francés duramente forjado en los años de exilio.
—Esto no puede ser verdad… — rumbeó César, mientras veíamos al cartonero alejarse enorme y bamboleante, en medio de una humareda.
—… y tampoco le echen la culpa a una tonta interpretación- rezongó Héctor casi con lágrimas.
—…y después dicen que en nuestra época no le dan bola a la poesía – retrucó alguno de nosotros…
Eso no fue todo, sino el inicio de varias nochecitas de bar, dedicadas al tema y a la espera de que se repitiera el encuentro con aquel mito corpulento arrastrando una montaña de libros. Pero, no sucedió. La noche se lo tragó.
La inverosimilitud parece acomodarse a nuestro tiempo más que la imposibilidad. Las astillas de la memoria penetran las carnes arrugadas de los sobrevivientes. Algunos amigos ya han partido, otros están lejos y hace años, nos vimos, sin saber si esa no sería nuestra última cerveza fría.
Me doy cuenta ahora, que he querido hablar de Holderlin, sólo para hablar de Horacio Castillo. Tampoco a él lo conocí personalmente. Fueron las palabras de César, de Abel, de Horacio, de Héctor y del inverosímil cartonero las que me hicieron oír su voz. Pero ¿qué es lo que da vida a las palabras y crea un universo para que sean ellas las que lo escuchen hablar?
Sólo estertores, aire suficiente para una bocanada
antes de que calle lo que nació para callar.
Oigo y pienso que son muchas las cosas que inventamos para habitar, por un rato apenas, aún en medio de la mayor miseria, el entusiasmo de una imagen, de una ventana iluminada, en la noche, sobre el río Neckar.
Abro mis ojos. Leo, sólo para mí, como si entrara a una región nueva, el poema de Castillo que el cartonero recitó como largo adiós:
ARRIBA Y ABAJO
a Hölderlin
Arriba nada ha cambiado en todos estos años:
la luna sobre el álamo,
la cresta de los techos,
el altillo donde el señor Scardanelli
reverencia cada día a sus huéspedes.
Abajo crecieron y tuvieron hijos,
van y vienen por vituallas y noticias,
o vuelven como ahora de enterrar algún muerto
y saludan de paso al carpintero vecino
que tiene como inquilino a un dios.
Escribir, escucho, es correr el riesgo de caer en lo oscuro. Escucho: Muchos poetas han caído en la locura. Escucho: Hölderlin vivió casi los mismos años cuerdo que loco. Escucho… Son las voces de mis amigos, no están aquí y ahora, pero, escuchándolos, sigue siendo más fácil creer que, arriba, en la ventana, se asoma un dios.
* *
Horacio Castillo. El resplandor en el corazón del mito
Por Paulina Vinderman
Conocí la poesía de Horacio Castillo gracias a Raúl Gustavo Aguirre, que continuaba la difusión de la poesía argentina y el generoso amparo a sus hacedores. El deslumbramiento fue enorme, inolvidable; nunca había leído una escritura semejante en el país. Mi admiración fue creciendo con sus nuevos libros y también mi afecto hacia su persona: un hombre inteligente, cálido y de gran delicadeza.
Experto conocedor de la cultura griega, excelente traductor de su idioma, Castillo funda un mundo atemporal en sus poemas, un territorio mítico que no excluye lo real y abraza la búsqueda del misterio, la necesidad de comprensión. “Soy un servidor de la belleza”, afirmó en un reportaje. Y eso fue, entendiendo la belleza en su verdad, en su totalidad.
El amor, la pasión, la injusticia, la crueldad, el dolor, todo fue tratado en sus poemas, sabiendo que la huella humana también está en la destrucción y el horror. Su lenguaje, de gran riqueza y gracia verbal, se ilumina por una imaginación intensa, ardiente. Sin embargo, su voz fluye con tal naturalidad que semeja una voz ancestral, que viene desde el fondo de los tiempos y va hacia él. De ese modo, sus viajes (hacia la muerte o hacia el oso blanco), nos incluyen. Castillo guía la barca en el corazón del mito hacia el origen y nos deja el resplandor de la certeza de nuestro destino humano, que tiembla en la intemperie, y afirma la vida, en su plenitud y en su extrañeza.
* *
Horacio Castillo, una poética
por Sandra Cornejo
¿Cómo podían soportar que llamáramos a la rosa destino,
ellos, los que creen que las bellotas son bellotas?
Horacio Castillo, versos finales del poema “La ciudad del sol”
I
Conocí a Horacio Castillo a fines de los años 80 en esa casa de puertas abiertas que era el hogar de Ana Emilia Lahitte. Había leído su libro Tuerto rey, pero a partir de entonces profundicé mi búsqueda en la naturaleza de su poética, que iba mucho más allá de su poesía. Encontrarlo en ese momento fue dar con aquello que anhelaba en la escritura: un modo, un matiz, un tono, un tempo. Es paradigmático volver a él en estos largos días de pandemia y confinamiento.
Su preocupación esencial giraba en torno a la condición del ser humano en el mundo, desde ese horizonte y, siempre en un borde, señalaba posibles indicios a través de un proceso de escritura. En 1983, cuando recibe el premio consagración de la Sociedad de Escritores de la Provincia de Buenos Aires, pronuncia unas palabras que titula “El poeta en las postrimerías”. Este texto sería leitmotiv de sus indagaciones en posteriores reconocimientos y presentaciones internacionales. “Fracasada la redención por la belleza que propuso el mundo antiguo —dice—, fracasada la redención por la fe que trajo el mundo medieval y la redención por la ciencia que ilusionó a la modernidad, hay una nueva necesidad de una Promesa. El hombre ha perdido una vez más su lugar en el Universo, y esta pérdida es el signo más elocuente de las postrimerías”. “Cuando la ruina se ha consumado —expresa— cuando ya no hay centro, el Espíritu debe recuperar su propia gravedad, convertirse él mismo en centro. Que el mundo, los astros, la historia, la vida y la muerte, giren a su alrededor”.
Retomar estos conceptos y releerlo (ir detrás de sus pasos) ayuda a encontrar un camino que no se pierda en el medio del bosque. Desde Descripción (1971,libro inicial del cual él renegaba un poco) hasta Mandala. (2005), la poesía de Castillo fue una construcción en evolución constante. Leerlo era (es) observar un caleidoscopio con inscripciones acerca del acontecer del Espíritu humano, en un tiempo-espacio indeterminable, donde la misteriosidad “esa cualidad inherente a todo lo que es por el solo hecho de ser” forma parte “de la aventura colosal de la Creación” (según sus propias palabras). Al respecto, en mayo de 2010, cuando cerramos la última nota que tuve la suerte de hacerle, me dijo: “En mi caso, si es que se puede hablar de sí mismo sin pecar de egotista, mi obra ha sido un proceso de lo simple a lo complejo, de lo concreto a lo abstracto, de lo fenoménico a lo metafísico, del significado a una ruptura del significado tal como lo conocemos”. No fue un poeta común, diría que fue un caminante, un peregrino con la vista puesta en lo luminoso (especialmente del mundo griego) y el omphalos, el ombligo, el centro de una nueva civilización por conocer. Apuntaba a aquello que estaba detrás del horizonte (e intentaba descifrarlo).
Pablo Anadón, en el prólogo de la antología La casa del ahorcado(obra reunida 1974-1999, Colihue, 1999), hace referencia a un rasgo esencial en el trabajo de Castillo. Explica que nuestro poeta elegía distanciarse de un “yo lírico” para utilizar un “indeterminado nosotros”. Esto es, su inquietud no era sólo el sujeto en particular, sino el sujeto humano en un tiempo y un espacio aledaños a la infinitud. Intersticio hacia donde avanzó en pos de un lenguaje por descubrir. Desde el centro (volvemos al Omphalos), desde la hondura, desde la ruina, otras comarcas nacían en su cosmogonía para sostener la posibilidad de un porvenir. La imposibilidad de la palabra no lo amedrentaba, por el contrario, lo llevaba a confines recónditos.Esa “pura visión que se adentra en lo desconocido” (Pablo Anadón otra vez) marcó una huella singular en nuestro mundo poético.
Nunca podré desprenderme de ese planeta suyo de murallas, navegantes solitarios, continentes blancos, palabras salidas de una lengua muerta o desconocida, fosos que daban la eternidad, monos, focas, ranas, mitos, pueblos de una zona extraña y entrañable, trenes cargados de ganado (humano), mandalas y, en definitiva, innumerables signos de una poética que al fin y al cabo no hace ni más (ni menos) que preguntarse por qué y dónde el principio y el fin; por qué, nuestra condición, nuestro acontecer, esta situación insondable de la vida y de la muerte.
Esa condición a la vez mágica y restauradora en la poesía de Castillo (donde la “figura mítica” o la “alegoría” se usa como vehículo de expresión) es aquello que sitúa a quien lo lee en una atmósfera que ensanchay eleva de lo personal a lo ilimitado. En sus libros, in crescendo desde Alaska(1993), se condensa lo que él pretendía: la poesía como una forma de percepción del misterio, del Ser. Y si bien es difícil elegir poemas suyos, podría mencionar como emblemáticos “Tren de ganado”, “El foso”, “Tuerto rey”, “Visita al maestro”, “No temas al raptor”, “Los gatos de la Acrópolis”, “La toma de Constantinopla”, “Omphalos”, “La ciudad del sol”, “Grandes migraciones”, “Como una palabra dálmata” sólo por mencionar algunos. Para justificar las razones de mi elección utilizo una imagen suya: “Debemos demorarnos en ese instante mítico, en ese momento en que el fluir del ser deviene palabra, poesía”.
II
Recuerdo con cariño un atardecer de principios de los 90, en su escritorio, cuando vivían todavía en Diagonal 78 con Susana, su esposa y gran compañera. Mientras hablábamos de todo un poco, de pronto sacó un poema —escrito a máquina— y empezó a leérmelo…a ver qué me parecía (además de inmenso, generoso). Era el germen de Alaska. Le pregunté por qué Alaska, me dijo que le resultaba maravillosa esa inmensidad blanca. Siempre sentí que, si bien vivía aquí, su alma y su corazón andaban por otros territorios.
Ahora, en julio de 2020, un grupo de amigos intenta escribir/balbucir algo sobre su obra. No somos ni más ni menos que su tribu en torno a la fogata que él enciende cada vez que en silencio escuchamos sus palabras. Recuerdo, releo y repito (como un mantra) lo que alguna vez dije: “…Confirma la realidad que murió. Nada más impropio: en su último libro de reflexiones y encuentros, Colectánea (Ediciones al Margen, 2020), Castillo escribe: “…Wang Fu, aquel pintor condenado a muerte, le pide al emperador que lo deje terminar una marina. El emperador le concede la gracia y Wang Fu se pone a trabajar: da los últimos toques al índigo del mar, pule el movimiento de las olas, retoca el tono de una barca. Y, tras la última pincelada, sube rápidamente a la embarcación y se aleja por el cuadro”. Yo creo que como Wang Fu, él desplegó su último poema, y en el borde de la mañana, sabiamente, emprendió el camino hacia otros universos menos parcos”.
julio 2020
* *
De la fabulación al silencio
Por César Cantoni
¿Cómo podían soportar que llamáramos a la rosa destino,
ellos, los que creen que las bellotas son bellotas?
(La ciudad del sol)
La palabra es la desdicha
de la hipóstasis.
H. C. (Mandala)
La obra poética de Horacio Castillo (Ensenada, 1934 – La Plata, 2010) es breve, pero sólida y contundente. Vista en su conjunto, no ofrece fisuras ni desniveles notorios, lo que lleva a leerla como si se tratase de un corpus antológico. Tal fue la perfección a la que llegó el poeta, siguiendo los parámetros de la belleza y el orden clásicos, que conjugó con un estilo de singular modernidad. La fortuna de haber sido su amigo desde muy joven me permitió conocer, de primera mano y en sustanciosos diálogos, los pormenores de su “cocina poética” –el origen y la gestación de muchos poemas– y apreciar el sentido integral con que encaró su producción, la que hoy se revela como una continuidad escalonada y eslabonada, al mismo tiempo.
Tras colaborar en su juventud con diarios y revistas, Castillo publica inicialmente Descripción (1971), pero es en Materia acre (1978), su segundo libro, donde empieza a asomar su verdadera identidad creadora. Luego dará a la imprenta Tuerto rey (1982), Alaska (1993), Los gatos de la Acrópolis (1998), Cendra (2000), Música de la víctima y otros poemas (2003) y Mandala (2005), este último, un extenso y hermético poema con el que cierra definitivamente una obra concebida, según sus propias palabras, como “un drama del lenguaje”, con su planteo, su desarrollo y su desenlace. A lo largo de ese drama, la poesía de Castillo va evolucionando hacia formas cada vez más complejas, mientras refleja la angustia y la fragilidad humanas con hondura metafísica. Quizá, su inclinación a enmascarar la realidad mediante el recurso de la alegoría, que lo induce a componer curiosos mitos personales o a recrear episodios de la literatura clásica —en particular de la griega—, sea lo que más diferencia a Castillo de sus colegas contemporáneos. Como él mismo lo explicó alguna vez, dicho recurso se funda en la necesidad de “abstraer” al objeto del poema, despojándolo de todo rasgo accesorio o contingente a fin de presentarlo al lector en su “pura esencia”.
Si bien sus primeros poemas denotan cierto pesimismo existencial, también es verdad que Castillo siempre buscó asignarle a la vida alguna trascendencia, movido, acaso, por la luminosidad del mundo helénico, que tanto dominó su pensamiento. De esta manera, su poesía fue impregnándose, poco a poco, de júbilo creciente, hasta augurar una “primavera” de resurrección “que abolirá todo invierno”, como se desprende de “Diario bizantino”, poema incluido en Los gatos de la Acrópolis.
No obstante, a medida que se acerca a la luz, Castillo marcha hacia el silencio. Prueba de ello es “Mandala”, su último y más sorprendente poema, una pieza experimental donde la búsqueda de un lenguaje absoluto, capaz de asir lo inefable, lo lleva al extremo de tachar la palabra “palabra” para que sean “las cosas mudas”, como diría Hugo von Hofmannsthal, las que hablen, finalmente. Con este poema, el poeta alcanza una conciencia límite que le impedirá, en adelante, seguir avanzando por el camino del lenguaje y, mucho más aún, desandar el recorrido.
Castillo tuvo, por lo demás, la virtud de haber sabido encauzar, con inusual maestría, las pariciones de su soberbia imaginación en versos de rigurosa y equilibrada factura, aunando, de este modo, la construcción fantástica —mitopoyética, en su caso— con la armonía formal, lo prodigioso con lo medido, y dando entidad a una obran que hoy, trascendiendo a las modas y los tics dominantes de su tiempo, se halla entre las más relevantes de nuestra lengua.
* *
Tuerto rey
Por Alejandro Nicotra
Poema inédito, 2010
Tuerto rey
“sangre de su ojo que sueña por la tribu”
Horacio Castillo
No será ésta la elegía.
(Ella aguarda, callada,
como una sombra más entre las sombras
del cuarto).
Aquí tu libro,
igual que ayer, Horacio,
ha extendido sus reinos bajo el párpado
en vilo de la lámpara.
Horacio Fiebelkorn (La Plata, 1958). Poeta, docente y periodista, residente en Buenos Aires. Fue coeditor del tabloide de poesía La Novia de Tyson. Publicó, entre otros, los libros Elegías (2008 y 2011), Tolosa (2010), Pájaro en el palo. Antología personal (2012), El sueño de las antenas (2013), La patada del chancho (2016), Cerrá cuando te vayas (2016) y Poemas contra un ventilador (2019). Más datos y textos del autor en el siguiente enlace de op.cit.: «La peor pesadilla…».
Gustavo Caso Rosendi (Esquel, 1962). Reside en la ciudad de La Plata. Publicó Elegía común (1987), Bufón fúnebre (1995), Soldados (2009) – (Rosario, Editorial Último Recurso, 2016), Lucía sin luz (2016) y Todos podemos ser Raymond Carver (2017).
Osvaldo Picardo (Mar del Plata, 1955). Es poeta y ensayista. Docente e investigador universitario, exdirector de la Editorial de la Universidad Nacional de Mar del Plata (EUDEM) y director de la revista La Pecera. Algunos de sus libros de poemas son: Mar del Plata (2005 y 2012), Pasiones de la línea. Poemas de Nicolás de Cusa (2008), O.P.Vida de poesía (2008) y 21 gramos (2014). Entre sus libros de ensay se destacan Primer mapa de poesía argentina. Solicitudes y urgencia. El noroeste: la carpa y tarja (2000), la edición de la Antología poética de Joaquín O. Giannuzzi (2006), Poesía de pensamiento (2016) y Colgados del Lenguaje. Poesía en las ciencias (2018).
Paulina Vinderman (Buenos Aires, 1944). Poeta y traductora, reside en Buenos Aires. Su obra ha sido incluida en diversas antologías y traducida al inglés, al italiano y al alemán. Publicó, entre otras obras, Rojo junio (1988), Cónsul honoraria, antología personal (2003), Hospital de veteranos (2006) Bote negro (2010), El buzón (2015) y Cuaderno de dibujo (2017). Obtuvo, entre otros, el Primer Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires (bienio 2002-2003); el Premio Nacional Regional, Secretaría de Cultura de la Nación (cuatrienio 93-96) y El Premio Alfonsina Storni, poeta de la década en 2019. Más textos y datos de la autora en el siguiente enlace de op.cit.: «La epigrafista».
Sandra Cornejo (La Plata, 1962). Es Licenciada en Comunicación Social por la UNLP, gestora cultural y poeta. Se diplomó en el Posgrado de Lectura, Escritura y Educación. Publicó: Borradores (1989), Ildikó (1998), Sin suelo (2001), Partes del mundo (2005), Bajo los ríos del cielo (Ediciones Al Margen, 2014) y Corteza (2019). Edita, desde 2006, el sitio web Tuerto Rey
César Cantoni (La Plata, 1951). Publicó Confluencias (1978), Los días habitados (1982), Linaje humano (1984), La experiencia concreta (1990), Continuidad de la noche (1993), Cuaderno de fin de siglo (1996), Triunfo de lo real (2001), La salud de los condenados (2004), Diario de paso (2008), El fin ya tuvo lugar (2012) y Un arte invisible (2016). Figura en numerosas antologías poéticas argentinas e hispanoamericanas. Administra el blog de poesía platense Los Poetas No Van al Cielo.
Alejandro Nicotra (Sampacho, Córdoba, 1931). Reside en Villa Dolores. Ha publicado una decena de libros de poesía, algunos de los cuales son parte en versión definitiva de Lugar de Reunión. Obra poética 1967-2000 (2004). Entre sus obras figuran La tarea a cumplir (2014), De una palabra a otra (2008) y El anillo de plata (2005). Ha recibido numerosas distinciones, entre ellas el Premio Konex (1994), el Premio “Consagración” de la Provincia de Córdoba (2003); y el Premio “Rosa de Cobre” de la Biblioteca Nacional (2013). Es Miembro Correspondiente de la Academia Argentina de Letras.